Federer en Wimbledon
Tengo la impresión de que el domingo nos despedimos allí de una leyenda. Ojalá la niebla de la memoria no borre esa digna recuperación del clasicismo que nos ha traído Federer
Entre mis escasos rituales del año, incluyo Wimbledon y Roland Garros. Si bien es cierto que, para disfrutar del tenis como juego, prefiero la tierra batida, como ceremonia no encuentro nada comparable a todo lo que rodea la hierba del gran torneo londinense, retransmitido desde hace años en España por Canal +.
Me seducen los colores, esa fascinante combinación del verde y el lila, con el obligado blanco de los jugadores. No me pierdo el paseíllo del duque de Kent entre los recogepelotas, todo un ejemplo de displicencia clasista británica bien llevada, entre la aristocracia y el vulgo. Celebro la actitud de los jueces de línea y la capacidad de toda la organización cuando guardan composturas de desfile militar al milímetro en la entrega de trofeos. Disfruto con las malas artes de la meteorología y la destreza británica para desafiarlas.
Pero, ante todo, me fascina cómo aquella solemnidad preñada de espíritu deportivo contagia a los tenistas. Las míticas rivalidades por mí recordadas en la memoria viva: de Borj, McEnroe Lendl o Becker a Sampras y Agassi, o a este trío de ases contemporáneo que forman Federer, Djokovic y Nadal. Por no hablar de las damas, que este año han cristalizado en esa esperanza con descaro llamada Garbiñe Muguruza.
Tengo la impresión de que el domingo nos despedimos allí de una leyenda. Ojalá la niebla de la memoria no borre esa digna recuperación del clasicismo que nos ha traído Federer. El tenista que parece no sudar devolvió en gran medida a este bendito deporte la elegancia que una caprichosa obsesión por el impacto mediático le había arrebatado. Ha demostrado la belleza inmutable del revés a una mano, la mitología de la constancia, saber ganar y saber perder. Ese señor de las pistas debería constar en los manuales de urbanidad global con su milimétrica y audaz concepción de lo que los clásicos llamarían virtud.
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