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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Minetti

El célebre actor adquirió pronto fama de indomable, y esa fama ya nunca le abandonaría

Marcos Ordóñez
Bernhard Minetti.
Bernhard Minetti.picture-alliance

La otra noche volví a ver a Bernhard Minetti (“el mejor actor del mundo”, según Claus Peyman) en La mujer zurda, de Handke. Era el padre de Edith Clever, la protagonista. Se encontraba en unos almacenes con ella y con Rüdiger Vogler, su novio, que encarnaba a un actor, y amagaba un derechazo a su estómago para comprobar sus reflejos. Luego le decía algo parecido a esto: “Le he visto en el cine. Su defecto, creo, es que se guarda siempre algo. Para ser actor no es lo bastante desvergonzado. Quiere ser un personaje y nunca se pone en juego a sí mismo; por eso lo único que hace es posar. Debería usted aprender a correr de verdad, a gritar de verdad, a abrir bien la boca. Ni siquiera cuando bosteza se atreve a abrir la boca del todo. Me gustaría verle envejecer de película en película. En la próxima, demuéstreme de alguna manera que me ha entendido”.

Handke escribió ese personaje para él. Thomas Bernhard le dedicó Minetti, retrato del artista viejo, donde decía: “Si no hubiéramos aprendido alguna cosa, si no tuviéramos nuestro arte, nuestra desesperación sería cada día más profunda”. Y también: “Un actor no es un verdadero artista hasta que se ha precipitado en la locura y ha hecho de ella su método”.

Minetti lo había interpretado todo. En su primera temporada, 1927-1928, en su Kiel natal, hizo 20 papeles en 17 obras. Se formó en Berlín con el gran Leopold Jessner, durante la República de Weimar, y otro de sus mentores fue el inquietante Gustav Gründgens, que inspiró el Mephisto de Klaus Mann. Adquirió muy pronto fama de actor indomable, una fama que nunca le abandonaría. Martin Wuttke dijo de él: “Era un gigante ególatra, un monstruo cáustico y tierno, siempre peligroso, dentro y fuera de escena”. Recorrió todos los teatros de Alemania porque duraba poco en cada uno, hasta que decidió que el Schillertheater de Berlín sería su casa, que Peyman y Gruber (con los que hizo Fausto y Lear) serían sus directores, y Shakespeare, Beckett y Pinter sus autores de cabecera. En 1957 fue Hamm en el estreno alemán de Fin de partida, y luego fue Pozzo y Krapp. Protagonizó dos veces La última cinta: las grabaciones que escuchaba Krapp en la versión de los noventa eran las que había grabado Minetti veinte años atrás.

Cuando en 1965 protagonizó La fuerza de la costumbre, Thomas Bernhard comprendió que había encontrado a su actor. Minetti, que hizo cinco obras suyas, dijo: “Entre nosotros hay una absoluta comunión espiritual, aunque nuestras conversaciones completas no hayan durado más de tres horas”. En Minetti (1976) encarnó a un actor retirado que espera en un vestíbulo de hotel, en Ostende, durante una tormenta de nieve, la llegada del director que le ha propuesto volver a la escena para interpretar a Lear.

Cuando el Schillertheater cerró en 1993, Heiner Müller le invitó al Berliner Ensemble. Minetti ya no podía caminar, e interpretó en silla de ruedas al viejo actor que instruye al joven Arturo Ui. Murió el 12 de octubre de 1998, en Frankfurt, a los 93 años. Le recuerdo seis años antes, en el verano del 92. Había venido al Poliorama, en el Festival de las Artes que dirigía Mario Gas, para contarnos cuentos de los hermanos Grimm. Parecía un viejo albatros de espléndidas alas. De aquel espectáculo desnudo recuerdo la estampa imaginada de un charco de sangre en el que flotaba una manzana. El gran Minetti la sacaba del charco y la sostenía, invisible, y en sus manos parecía la primera manzana de la creación.

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