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CRÍTICA DE 'MOZART DANCES'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Siempre nos quedará Amadeus

La música de Mozart superó con creces todo lo que se vio en escena de 'Mozart Dances'

Ensayo de 'Mozart Dances' en el Teatro Real.
Ensayo de 'Mozart Dances' en el Teatro Real.JAVIER DEL REAL

En las ciertamente amables Mozart Dances el coreógrafo Mark Morris (Seattle, 1956), guarnecido por telones gestuales pintados y con retrocoloreado lumínico, sigue atado a ciertos latiguillos formales que pueden calificarse desde el hallazgo al capriccio (en el sentido estético de la cadenza, lo que luego usufructuó ocasionalmente Balanchine) y que adquirió en sus años en el Teatro de La Moneda de Bruselas, coliseo (como asegura Jean-Philippe Van Aelbrouck) de gran tradición dancística desde el período pre-clásico del ballet y que llega hasta el neoclasicismo (el verdadero). Quiero ver en estas danzas repetitivas y su secuenciado mecánico, una evocación refrescada, abstraída y demasiado paciente de aquellos tiempos parnasianos: las manos de Vestris; el attitude según Blasis o el promenade à la seconde como lo entendía Pierre Rameau. Todo esto es un velo espectral del pasado que quizás habita generosamente el presente y lo cimienta, lo ancla como cultura, le guste a Morris o no, lo tenga en cuenta o no. La obra de danza, liberada de su autor, goza de entidad probatoria. Esto lo decía Maurice Béjart.

 Naturalmente, allí en La Moneda a principios del siglo XIX pasaban cosas, como que en abril de 1823 a Mademoiselle Leseueur una antorcha le prendiera el tutú mientras bailaba Psyché, o en diciembre de 1822 los figurantes perdieran las alas y el dios Pan su gran peluca en El nacimiento de Venus, mientras el agudo cronista de L'Aristarque des spectacles recogía el 5 de septiembre de 1824 que la señora Benoni bailando en Télémaque “se quedó suspendida en el aire por más de diez minutos” por un fallo del decorado. Por suerte en el Real no pasó nada grave, salvo que la música excelsa de Mozart superó con creces todo lo que se veía en escena, ya sea en cuanto coréutica, ya sea en cuanto plástica.

MOZART DANCES
Mark Morris Dance Group.Coreografía: Mark Morris. Música: W. A. Mozart. Vestuario: Martin Pakledinaz. Escenografía: Howard Hodgkin. Luces: James F. Ingalls.
Orquesta Sinfónica de Madrid. Directora musical: Jane Glover. Piano: Emmanuel Ax y Yoko Nokazi. Teatro Real. Hasta el 5 de enero.

El estilo de Morris (ese cierto déjà-vu) ha sido incluso cruelmente satirizado por los chicos del Trockadero Ballet (algo de lo que no se han salvado tampoco Balanchine, Graham, Taylor y Cunningham). No puedo suponer, en su venal carácter, si a éste le hizo gracia aquello, pero el enterado público balletómano neoyorquino se desternillaba. Y es que solo pueden caricaturizarse así las formulaciones muy distintivas, definidas; y aún en su complaciente blandura color pastel Morris habla su propia lengua de signos circulares y búsquedas de la concavidad, un intento de habitar instintivamente el aire intermedio entre frase dialogada y el cambio aséptico. Es como si la danza estuviera acompañando algo que no está allí, que no está presente y es dado en aura al sutil hilvanado de abstracción.

La experiencia en la dirección de óperas (discurre en paralelo a la creación coréutica) no contamina pero sí ilustra debidamente a Morris, lo enrola en una dinámica de ciclos y circularidad, de exposiciones parciales y continuadas en el todo armónico. Errática resulta definitivamente esa aventurada (y puede que útil comercialmente) comparación con Balanchine. Diría que están en las antípodas sus respectivos aparatos formales. Seguir la notación musical no es suficiente argumento; otra cosa es que al desgaire le imite como el que sí quiere la cosa. Morris tiene un efecto muelle y a veces pacificador; otras consigue enervar con su ideario continuista, y a este hilo atribuye la tónica de los pies descalzos (no deja de haber en ello un símbolo evocador del neoclasicismo plástico, una naturalización de la estética que retrotrae a Duncan y Malkovsky, pero por la misma vía hasta las idealizaciones de Canova. Es una ruta terpsicorea). Quiere ser exultante, pero cae en la maniera y amanera hasta aburrir: hay un tipo de caldo, que aún sabiendo bien, al público no se le pueden dar tres tazones seguidos. La sensación gráfica pierde robustez y la preocupación formal es limitada por el alcance creativo, como le sucede con el uso del canon, a veces tan desconcertante como el físico inesperado de algunos bailarines (tanto que hace pensar en los rôle à baguette tardobarrocos, esos papeles de reina con un largo báculo reservado a “bailarinas de edad madura y generalmente corpulentas” (sic. Pougin, 1885).

El trabajo preciosista y de sujeción de Glover regaló uno de los mejores y más entonados momentos de la orquesta titular del teatro (mi asombro maravillado para la escuadra de viento-madera). Ax ya tiene todos los elogios posibles, pero resalto desde el acariciado Larghetto del concierto 27 a su ataque mozartiano, que es estilísticamente impecable; en la sonata para dos pianos (Re mayor K. 448) la sincronía pasaba a heroica complicidad. Allí estaba el meollo de poesía y el mejor arte de la velada.

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