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Reportaje:

Hernani, la guerra de unos pocos

Javier Urbistondo saboreó el primer trago de su cerveza. Antes de que comenzara a correr por su garganta, el camarero, que no le había quitado la vista de encima desde que cruzó la puerta, se apartó y Urbistondo descubrió en la pared su propia imagen con una diana en la cabeza subrayada con la frase "ladrón de la sobe­ranía popular". Estuvo a punto de atragantarse; intentó mantener la calma, pagó la consumición y salió como pudo.

Aquel día Javier Urbistondo, concejal en el Ayuntamiento de Hernani por el Partido Popular, se equivocó de bar. Amigo del ase­sinado líder popular Gregorio Ordóñez, este buzo profesional, de 33 años, recién llegado al pueblo como cabeza de puente del PP, no sabía que la calle Kardaberaz está prohibida a los enemigos (más o menos conscientes) de Herri Batasuna. Y en Hernani no conviene confundirse de bar o de interlocutor. Incluso es conveniente observar quién está escuchando antes de hacer alguna observación políti­camente incorrecta. Y hacer pocas preguntas. Mejor, ninguna. No es que haya dos bandos definidos: hay uno, el que apoya a ETA. Y ese bando, consciente y orgulloso de serlo, tiene sus bares, colegios, clu­bes deportivos, asociaciones culturales y gastronómicas; de mujeres y de jóvenes; de presos y de familiares de presos; grupos de teatro, de baile y de euskera; un sindicato de trabajadores, otro de estu­diantes y un ejército; controla una emisora de radio (la Mólotov), edi­ta un diario y campa por sus respetos en el instituto. Un mundo im­penetrable. Acercarse a él como periodista es, como mínimo, deli­cado. El resto de la sociedad, explica un hernaniarra, "no somos ni militantes ni militares".

Hernani está a 10 minutos escasos de San Sebastián. Rodeado de montañas cubiertas de robles, encinas y castaños y atravesado por el río Urumea, su verde silueta contemplada desde el fuerte Santa Bárbara o desde el monte Adarra es casi idílica. Sólo las per­sistentes chimeneas de la papelera Zicuñaga -la única gran empre­sa superviviente de la era del desarrollismo- empañan la postal y envuelven el pueblo con un tufo dulzón cuando el viento sopla del lado no deseado.

Hernani es también una plaza fuerte del nacionalismo vasco más radical. Con 18.500 habitantes, es el pueblo más grande del País Vasco en el que Herri Batasuna es la fuerza más votada (cerca de un 40% del electorado y el 25% del censo). En Hernani se en­cuentra la redacción del diario Egin, la sede central de Jarrai (las vio­lentas juventudes de KAS) y de las Gestoras Proamnistía, y el do­micilio de muchos dirigentes de la izquierda abertzale. Caiga quien caiga, los radicales se han propuesto que Hernani no se les escape de las manos como en su día hizo Rentería, otra de las localidades míticas del abertzalismo cercano a ETA. No perder la calle. Y eso se consigue rellenando a diario todos los huecos de la sociedad, como se abarrotan incansablemente los muros con carteles y pin­tadas. Y a base de miedo. De miedo por toneladas.

En este reportaje faltan nombres y rostros. Los nombres de mu­chos que han hablado y prefieren mantenerse en el anonimato y los rostros de casi todos: desde dirigentes políticos hasta la gente de la calle que esconde la cara a la salida de la misa mayor en euskera (de 11, en San Juan Bautista) ante la presencia del fotógrafo y mas­culla: "A mí, por si acaso, que no me echen fotos los de Madrid".

Lo primero que hay que aprender cuando se llega a Hernani es que hay que hablar a media voz. Los hernaniarras confiesan sentir miedo. Unos temen el timbrazo del teléfono a media noche, el co­che con las ruedas pinchadas, la amenaza mientras se pasea con un hijo de la mano, la pintada en la fachada. Los otros, al control de carreteras de la Guardia Civil, a los antidisturbios ataviados de ne­gro de la Ertzaintza (los beltzas), al Estado como ente maligno y a la tortura. Los unos, a los cócteles mólotov; los otros, a las pelotas de goma. Los unos, a los encapuchados y al impuesto revolucionario en­cubierto bajo el pretexto de la ayuda a los presos de ETA; los otros, a los fantasmas del pasado. Todos, al paro. Así no se puede vivir. Todos lo saben. Unos y otros.

En 1995, Hernani formó parte del principal triángulo de la vio­lencia callejera del País Vasco, cuyos otros dos extremos son San Se­bastián y Rentería. Según la Fiscalía General del Estado, en Guipúz­coa se registraron el año pasado 438 actos de sabotaje (atentados contra sucursales bancarias, comercios, cabinas telefónicas, cajeros automáticos, contenedores de basura, autobuses, sedes de partidos políticos o la propia policía autónoma), es decir, un 46% del total de los casos registrados en el País Vasco y Navarra. Hubo inciden­tes 136 de los 365 días del año. En Hernani este año se lleva el mis­mo camino: en agosto, casi todos los días hubo carreras, cócteles y pelotazos. La campaña culminó el día 31 con un incendio provo­cado por cuatro cócteles mólotov en la Caja Laboral que estuvo a pun­to de acabar con la vida de cuatro ancianos y de extenderse a todo el vetusto inmueble de estructura de madera. Una posterior mini- concentración por la paz contra esa ekintza (acción) se saldó a puñe­tazos con los pacifistas: un grupo de señoras de edad avanzada que acabaron empapadas de pintura roja y amarilla. Al día siguiente, un comerciante de la zona se permitió criticar cándidamente el hecho; un cliente que escuchó la conversación le espetó: "¡Usted, a callar­se, a ver si va a ser el próximo!".

"El fenómeno de los disturbios y de los encapuchados no es nuevo en Hernani, se practicó en el franquismo y durante las re­conversiones industriales. Lo que es nuevo es esta violencia calleje­ra indiscriminada contra todos y contra todo", explica José Antonio Rekondo, alcalde de la ciudad, militante de Eusko Alkartasuna y blanco predilecto de las pedradas y las descalificaciones más soeces de los radicales, desde que en 1991 lograra el control del Ayunta­miento a HB a través de un pacto con el PNV y el PSOE. "Desde hace dos años hay una nueva estrategia, un cambio de ritmo dentro de HB, ligado a la debilidad de ETÀ y al fortalecimiento de los movimientos pacifistas, que hace que la izquierda abertzale se plan­tee formas distintas de presión en la voluntad de los vascos. Cócte­les y barricadas ha habido siempre, pero esa estrategia callejera coge mayor violencia desde una llamada de HB a una intifada que no es tal, porque la de Palestina está integrada realmente con el pueblo palestino; es un movimiento social en el que participan todos, niños y mayores, con hondas raíces en el pueblo. Y aquí, además de no ser espontánea, está mantenida por los cuadros de HB y lle­vada a cabo por menos de un 10% de sus votantes, bajo la mirada displicente, indiferente o harta del resto del pueblo".

Hartos, indiferentes o displicentes. Aunque cada vez abundan más los primeros. Sin embargo, la vida continúa en Hernani. No queda más remedio. Y si uno no se enfrenta, puede ser una vida fe­liz, incluso tranquila: es fácil saber dónde, cuándo y con quién no interesa tener líos. Todos lo saben. En las calles de Hernani nunca se ha visto ni un solo lazo azul en solidaridad con los secuestrados de ETÀ. Ni con Iglesias, ni con Aldaya, ni con Ortega Lara.

En Hernani se vive bien. Se respira bie­nestar. Es una ciudad industrial en la que abundó el dinero hasta las reconversiones de los ochenta y comienzos de los noventa, en las que se perdieron los más de 1.400 empleos de Acenor y, según Jesús Uzcudun, dirigente de Comisiones Obreras, has­ta cuatro veces más de empleos inducidos ' por aquella empresa metalúrgica fundada en 1953.

Hernani fue una villa endogámica has­ta la llegada de los inmigrantes a mediados de los sesenta (los llamados despectiva­mente churrianas y que hoy representan el 40% de la población); muy nacionalista y extremadamente celosa de sus tradiciones. Aún hoy, la mayor aprensión de estos hernaniarras (definidos por un sociólogo como gente dura y resistente que aguantan lo que les eches) hacia los periodistas que llegan a su pueblo es que no les dejen lavar en casa sus propios trapos sucios. Esta idea la comparten tanto los jarraitxus que repar­ten palos ("los periodistas sólo venís a ma­nipular lo que pasa en nuestro pueblo") como los pacifistas que los reciben ("sí, hay violencia, pero no os vayáis a pensar que esto es Belfast").

"La capital del territorio comanche" (como la define con retranca un ex simpa­tizante de ETA que hoy no se puede tomar un pote en el bar de HB sin que le saluden con un "español, hijo puta") no tiene nada que ver con ciudades de tamaño similar de los cinturones de las grandes capitales españolas. "Es una ciudad pe­queña, pero con mucha autonomía. Casi una tribu. En Hernani se vive cierto victimismo: se piensa que los problemas siempre vienen de fuera, que su mala fama la han creado los medios de comunica­ción, y todo lo que piden es que nadie se meta en sus asuntos. Es un pueblo que, aunque ha crecido mucho, conserva fuertemente su identidad. Un lugar que se siente completamente autónomo, como si estuviera solo en el planeta", describe Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Filosofía en la Universidad del País Vasco, que en un artículo de opinión publicado en EL PAIS, titulado La otra batalla de Hernani, comparaba la posición de algunos vecinos hacia su pue­blo "como una parodia tragicómica de la aldea de Astérix".

El reflejo de los tiempos felices de Hernani es un casco viejo peatonal y cuidado cuajado de casas de piedra con escudos heráldicos; un urbanismo aceptable en el que abundan los blo­ques de viviendas de clase media que sirven de imán a matri­monios jóvenes incapaces de pagar los carísimos alquileres de San Sebastián, y decenas de bares y sidrerías donde se come y se bebe como sólo saben hacerlo los vascos. El campo se extiende hasta Navarra y se toca con tender la mano, en el Urumea se vuelve a pescar tras el envenenamiento de la explosión industrial. Incluso el mar se divisa los días claros desde Santa Bárbara.

Hay tres frontones, un polideportivo, un tiro al plato, dos campos de fútbol y uno de golf; tres ikastolas (la Urumea, unida al PNV; la Elizatxo, a EA, y la Langile, a la izquierda abertzale), y un instituto. Un ho­gar del jubilado, un centro modélico de Bienestar Social, una casa de cultura y una biblioteca municipal; dos parques públicos, una iglesia del siglo XVI, una discoteca bau­tizada Young Play y un cine que no funciona por desavenencias en­tre los concejales.

En ese escenario, el que más y el que menos convive con la in­tolerancia sin despeinarse. Aunque su paciencia tiene un límite. Y éste parece estar cerca. "Los carteles, las manifestaciones, los gora ETA ya ni te sorprenden; no eres muchas veces consciente de lo que ocurre alrededor", comenta Mikel, un artesano de 30 años amarga­mente desencantado con el movimiento abertzak. "No es cierto, como han dicho algunos, que las pintadas y los destrozos formen parte de nuestro paisaje urbano. No te enteras de que existen. No sé si será una reacción mental o simple cansancio. Cierras los ojos, vo­luntaria o involuntariamente, aguardando el día en que te toque la Loto y te puedas marchar a tomar el sol a Baleares. Mientras tanto, los fines de semana te quitas de en medio y te vas a pasear a Donosti". De la misma opinión es un taxista que espontáneamente se abre a los periodistas: "Así no se puede vivir, la tarde que no hay hostias parece que estás en otro mundo. Esto es nuestra ruina. Ya no vienen de otros pueblos... Pero que tengan cuidado: el día que me toquen el taxi, mato". Josune, de 17 años, dice haberse acostumbrado "a salir los sábados con las amigas entre los pelotazos de la policía y las salvajadas de mis com­pañeros de clase. Yo no tengo miedo, pero el día que no pasa nada, ¡qué felicidad!".

Dos de la tarde. Un grupo de niños jue­ga al fútbol en el frontón descubierto co­lindante con el bucólico paseo de los Tilos (Ezkiaga). Su pavimento es un espejo por la lluvia y el muro verde está embardunado de pintadas y carteles de la izquierda abertzale: "Gora ETA, Jo Ta Ke (Dale que te pego, uno de los eslóganes de moda entre los borrokas); Uribe, vas a morir..." -Oye, ¿quién es Uribe? -Quién va a ser, un txakurra (perro), el jefe de los cipayos (nombre despectivo de los miembros de la Ertzaintza) de Hernani. Como le cojan...

No es de extrañar la respuesta de los ni­ños en una ciudad en la que algunos de los más pequeños juegan en el recreo tapándo­se el rostro como los encapuchados proetarras o los embozados de la policía y en la que una canción de excursión comienza: "Zipaio, txakurra. Pim, pam, pum".

A pocos metros, entre los tilos, un gru­po de veinteañeros lía porros. Según expli­ca Chus Congil, ex concejal de HB en el Ayuntamiento de San Sebastián y fundador de Askagintza, una asociación de ayuda a los drogodependientes, en esos bancos se reunían a chutarse en los setenta y ochenta un gru­po numeroso de yonquis, de adictos a la heroína. En el pueblo al­gunos piensan que fueron las fuerzas de seguridad del Estado las que introdujeron la droga dura para acabar con la militancia a fa­vor de ETA. La heroína torpedeó toda una generación de hernaniarras. Una veintena de aquellos consumidores ya han muerto de sida o sobredosis. Los pocos que sobreviven apenas se dejan ver por el parque.

El hachís es moneda de uso corriente entre la nueva genera­ción. La vestimenta de estos fumadores matutinos en los Tilos es similar a la de los radicales encapuchados que queman autobuses cuando cae el sol: vaqueros muy estrechos, gruesas botas, camise­tas y jerséis de lana; cabezas rapadas o melenas en la nuca y fle­quillos cortos. Barba de tres días y aros en la oreja. El diario Eginenvuelve una barra de pan. Su mirada de desconfianza se posa en los periodistas que hablan con los niños. Durante un momento los dos curiosos se preparan para una bronca. No pasa nada. Pron­to aprenderán los forasteros a convivir con esas miradas normales entre algunos veci­nos del pueblo. Las miradas dicen en Her­nani todo lo que las palabras callan.

No abundan los turistas en Hernani. Su único hotel cerró hace 60 años. Por eso, desde el momento en que los dos extraños llegan al pueblo, se sienten observados. Se conocen sus pasos. Con quién y a qué hora. Lo cual no quiere decir que el trato general de los habitantes sea descortés. De ninguna manera. Es una mezcla de amabilidad, recelo y curiosidad. Cuando el fotógrafo hace su primer disparo a una niña que curiosea el car­tel de una manifa en la plaza Berri, la maquinaria del recelo se pone en marcha.

Todo en Hernani es extremo. La hospitalidad y el agravio. Co­mer y beber. La verborrea y el hermetismo. Todo está politizado y polarizado. Se transmite generación tras generación y define el mo­delo de vida, vestimenta, amistades, ocio. "Esto siempre ha estado envenenado", comenta un periodista afincado cerca del pueblo. "Primero fueron las guerras carlistas, que aquí ganaron los liberales y que al suprimir los fueros vascos fueron el fermento del naciona­lismo; después, con la República, protagonizaron los enfrentamientos (más dialécticos que físicos) los republicanos, los naciona­listas y las derechas; tras la guerra civil vino la represión a manos de la Falange, que llegó a fusilar a curas del PNV. Durante el franquis­mo el enemigo común fue la Guardia Civil, que si te pillaba, te hacía como mínimo la bañera, y grupos paramilitares, como el Batallón Vasco Español, que sembró el terror. En la transición, los dos polos fueron los nacionalistas contra los no nacionalistas. Ahora hay un fenómeno nuevo: HB contra todos".

"La polarización que se da aquí es muy distinta a la que se da en el Ulster: allí hay una línea divisoria, un barrio católico y otro protestante, y sus vecinos sólo se ven en fotografía. Aquí estamos todos mezclados. En el portal de tu casa coincides con el que tira los cócteles. Nos conocemos todos. Y eso hace muy difícil, por ejem­plo, que uno se pueda escapar de HB y rehacer su vida. Porque si te apeas de HB te quedas sin cuadrilla de amigos, sin bares, sin aso­ciaciones, sin poteo de fin de semana, y eso aquí es básico, porque el vasco no sabe moverse solo", explica José Mari, un profesional de 34 años, casado y con un hijo.

Y es verdad que casi todos se conocen. Unos y otros hacen a los periodistas la ficha biográfica íntima de las personas con las que se han entrevistado o se van a entrevistar (todos quieren saber a quién se ha entrevistado y a quién se va a entrevistar). Algunos parecen disfrutar resaltando el parentesco directo del alcalde (la verdadera bestia negra de HB y su entorno) con Txemari Aramburu, un etarra del pueblo que lleva preso 16 años; también se suele reiterar en esas conversaciones los lazos familiares de uno de los miembros más activos de Jarrai con un antiguo dirigente falangista de camisa azul, de un ex concejal de HB con un oficial de la Guardia Civil o de una pacifista con un dirigente también de HB. Sin olvidar un completo inventario de las tiendas que pertenecen a votantes del PSOE o de HB, con especial hincapié en una conocida pastelería, o del propietario de un conocido bar que presume de abertzale y cuyo hermano era confidente de la Guardia Civil. No se dejan de lado, incluso, secretos de alcoba de los dirigentes políticos locales. Por ahí, Hernani es un pueblo como cualquier otro.

Otros muchos elementos separan Hernani de lo que se puede considerar un pueblo como cualquier otro. Desde las sucursales bancarias convertidas en búnkeres sellados con espectaculares persianas y cierres metálicos, hasta las cabinas y contenedores calcinados (el año pasado el Ayuntamiento tuvo que reponer cubos de basura por un valor de tres millones de pesetas), o los bares con cristales blin­dados. Sin dejar de lado la patética visión de la Ertzaintza patru­llando a diario por la plaza de Cinco Enea con el rostro cubierto, el uniforme negro y la ropa interior ignífuga (similar a la que usan los pilotos de fórmula 1) como único remedio para no morir achi­charrados frente a los cócteles mólotov de los borrokas: gasolina, ácido sulfúrico, jabón líquido (para que el fuego se pegue al cuerpo) y pas­tillas de potasa mezclados convenientemente en frascos con tapa­dera de rosca de Kas Fruit o simples botellines de cerveza. Ningún ertzaina destinado en Hernani ha querido hablar oficialmente para este reportaje. Ninguno pisa el pueblo de paisano. La mayoría resi­de en localidades vecinas.

Apenas cae la noche las calles quedan vacías en Hernani. Su ce­lebrada vida nocturna se ha volatilizado. Si alguien está sufriendo la situación de violencia son los pequeños comerciantes y los dueños de los bares, obligados a cerrar ante las manifestaciones que termi­nan en bronca en la calle Nagusia (Mayor) o la píazaBerri (Nueva), donde tienen su sede dos organiza­ciones abertzales sobre uno de los mejores locales de copas: el Akeit.

El pulso de la vida de Hernani se debe tomar en los bares. Y si están vacíos, mal asunto. Acompañados por KoroEtxeberría, la número uno de HB al Ayuntamiento, y por un periodista cercano al sindicato abertzale LAB, los periodistas recorren las tabernas de la calle Kardaberaz, auténtico "territorio comanche". Son los salvo­conductos imprescindibles que les permiten beber sin problemas zuritos de cerveza en el bar de Herri Batasuna (el Jarki), un pub de madera clara y aspecto burgués repleto de gente muy joven en el que atruenan los ritmos vascos de moda; comer chipirones en el Iruntxi; pinchos en Txilibita; música en directo en La Bodega, y co­pas en Aker, un coto de los cachorros de Jarrai en la calle de Felipe Sagarna, o el Zintzarri, muy en la onda abertzale, en los Tilos. Tam­bién en Kardaberaz, pero más por libre, Leoka (el pionero de las no­ches) y Atxur, en plan design, ignoran a los visitantes.

Los temibles bares de los abertzales, que algunos vecinos rodean para evitar problemas, son de lo más corriente. Se bebe mucho y temprano. Obsesiona el fútbol y mucho menos la pelota. Se come bien y se habla casi siempre en castellano. Sólo difieren de otros es­tablecimientos del Estado en algunos elementos de la decoración, como las fotos de los presos etarras nacidos en Hernani; la de Galindo vista por la mira telescópica de un rifle, o las pegatinas dedi­cadas al lazo azul (el Españolazo) que "llevan los asesinos". Aunque quizá el elemento más sorprendente son las huchas de barro omni­presentes en las barras de los locales para obtener fondos. Su color varía según el destino de la colecta: pintada de rojo y y con el em­blema negro de Gestoras, para los presos; con un arco iris, para la Asamblea de Jóvenes; negra y con una estrella de cinco puntas, para Jarrai; también negra, con un cohete pintado y la leyenda Matxinada (Revuelta), para el colectivo de ese nombre dedicado a accio­nes de sabotaje; blanca, para paralizar las obras (cuando comien­cen) del Tren de Alta Velocidad. Cuando el fotógrafo las levanta para comprobar cuál es la que más recaudación ha obtenido (que resulta ser la deMatxinada) todas las miradas -siempre las miradas- se vuelven hacia el osado.

Hay polarización y también hay ambigüedad. Recelo al visitan­te y también muchas ganas de hablar. Así, Koro Etxeberría ("nues­tra auténtica alcaldesa", según un militante de HB), una política procedente de KAS, abierta, dura y astuta, después de servir de in­troductora de los dos periodistas y de hablar con total libertad so­bre su pueblo y de comparar su lucha con la de "Chiapas, Nicara­gua, Irlanda o Palestina", y de definir a la Ertzaintza "como la nue­va Guardia Civil", y de hacer una levísima autocrítica del "excesi­vamente cerrado mundo de la izquierda abertzale", se niega 24 ho­ras después a dar una entrevista oficial: "Han decidido que no ha­gamos ninguna declaración a EL PAÍS".

La escena se repite, pero al revés, con dos dirigentes de la Gazte Asanblada, la Asamblea de Jóvenes: una organización juvenil en la órbita abertzale, "pero independiente de cualquier partido", que lo mismo alimenta las filas de las guerrillas urbanas que monta unkaraoke en los Tilos para solaz del pueblo. Mikel yjon, de 19 años (va­quero, zapatillas, sudadera y melena) piden a los periodistas garantías de que sus palabras van a ser fielmente reproducidas. Cuando se les dan, dicen que lo han pensado mejor y que prefieren que reproduz­can un comunicado suyo. Cuando se les advierte de la imposibili­dad de esa petición, se niegan a dar una entrevista. Pero a continua­ción hablan durante una hora sin freno fumando rubio y bebiendo mosto. A lo largo de toda la conversación asumen un comedido pa­pel de víctimas. El paro juvenil en Hernani se acerca al 30%.

-Esto es una guerra, entre comillas, pero una guerra.

-¿Contra quién?

-Contra el sistema.

-Algunos piensan que ustedes la están perdiendo...

-¿Qué? Hemos tenido victorias importantes, como Lemóniz, que gracias a ciertos sabotajes y a ciertos secuestros no ha entrado en funcionamiento, o la de la autovía de Leizarán.

-Hay gente que luchó en su bando y piensa que la derrota es un hecho. -Los arrepentidos son despreciables.

-¿No se sienten manipulados?

-No conocemos a nadie que tire un cóctel que no sepa por qué lucha, que no tenga conciencia social y que no sepa que tiene mu­cho más que perder que de ganar. Lo que pasa es que los periodis­tas nos ponen como drogadictos y marginados e hijos de familias rotas. Esta ciudad les da mucho morbo.

-¿Y no lo son?

-Claro que no. Somos jóvenes que luchan por su país y que su­fren todos los problemas de ser vascos más todos los problemas de ser jóvenes. Que no tenemos acceso a vivienda ni a un empleo dig­no y que nos impiden hablar euskera. La Ertzaintza no nos deja vi­vir y tenemos a nuestra gente en la cárcel. ¿Qué vamos a hacer?

-¿Tirar cócteles?

-No dejan otra salida. La violencia es una consecuencia de la ce­rrazón del Estado. Esto es una guerra.

Muy distintos motivos tiene la plataforma pacifista Hernanin Askatasunean Bizi (Vivir en Hernani en Libertad) para no dar una entrevista oficial ni facilitar nombres, ni teléfonos particulares, ni si­quiera el acceso a una de sus reuniones: el miedo. La entrevista al final se lleva a cabo (muy a pesar suyo) de forma discretísima en el bar El Caserío. Es un contacto tenso en el que en ningún momen­to se alcanza la confianza entre los entrevistados y los periodistas.

Organizados desde hace seis meses, los promotores de Askata­sunean Bizi están intentando, mediante concentraciones sorpresa y humildes pancartas (que contrastan con la abundancia de medios de HB y compañía), despertar a esa mayoría desmovilizada de Her­nani. Por el momento, misión imposible: "Queremos animar a los que se sienten apaleados, a ésos a los que no se deja hablar". De mo­mento solo se han llevado bofetadas. Uno de ellos nunca aparca su coche en el centro. Sus tres representantes, que se consideran "pa­triotas vascos", dictaminan: "HB tiene miedo de que nos echemos a la calle, que les quitemos la propiedad de lo que consideran suyo. Hasta ahora eran los únicos que salían y cuando nos han visto dar un paso adelante nos han intentado aplastar. Ven que se les escapa el apoyo y por eso se plantean esta nueva vuelta de tuerca. Nuestro problema es que es más fácil pedirle a la gente que se enfrente a una compañía de la Guardia Civil que al vecino del quinto".

A las pocas horas de este encuentro, un acto de Gestoras Pro­amnistía en el polideportivo es la mejor muestra de la visceralidad de un conflicto que se apropia de la memoria de los muertos y la figura de los presos. El acto es un homenaje a Nabarro, un militante de ETA muerto electrocutado hace 10 años mientras perpetraba un sabotaje. Hay una gran ikurriña con crespón negro. El escenario es una esquela con el rostro de los 18 muertos hernaniarras "en acción de guerra" a la que acompañan los retratos de los 16 presos del pue­blo encerrados entre alambre de espino. Suena L'Estaca, de Lluís Llach. Nada más entrar en el recinto abarrotado de adolescentes, un miembro de Gestoras advierte a estos periodistas que EL PAIS no puede asistir al acto. Ante esa prohibición, no se consiguen fotos, pero los periodistas son testigos de la teatral irrupción en el home­naje de dos jóvenes encapuchados que, precipitados y entre aplau­sos, piden el apoyo de todo el pueblo "y de todas las edades" a la kaleborroka (lucha callejera). No olvidan tampoco proferir amena­zas a la policía autónoma y al delegado del Gobierno en Navarra. Y salen corriendo entre aclamaciones. Minutos después los aplau­sos llegan al paroxismo cuando el altavoz enumera a los hernania­rras muertos y su respectivo ejecutor; Batallón Vasco Español, Triple A, Guardia Civil. Un pariente de cada difunto sube al estrado en­tre vítores que son ensordecedores cuando se pronuncia la palabra maldita: GAL. Los periodistas abandonan el polideportivo.

Muertos y presos son su gran capital. Su bandera. Los muertos son mitos, y los presos, héroes. Y los familiares de los muertos y los presos, mitos y héroes por generación espontánea a los que hay que mimar... y también usar. Un familiar de un preso de ETA natural de Hernani reconoce esa descarada utilización de las familias: "Sí, es cierto, pero son momentos tan difíciles que es lógico que te pon­gas de su lado, que te dejes llevar. Ellos te dan calor, te buscan un abogado, te ayudan económicamente, viajan con tigo hasta la cárcel. Es muy difícil resistirte. Pero cla­ro que te manejan, y unos cuantos (pocos) evitamos entrar en su juego". Elias Míner, de 26 años, hijo de Kepa Míner, de 62 años, preso desde 1984 por colaboración con banda armada, opina que todos en Hernani están con los familiares de los presos: "De los abertzales hemos recibido toda la solidaridad del mundo, y del res­to del pueblo, como mínimo, respeto. Todos se han volcado con nosotros. Nunca me he sentido utilizado. Pero la solidaridad y el cariño hay que agradecerlo comprometiéndote mucho más, algo que a lo mejor en otra situación no habrías hecho; la estrategia es otra cosa, la puedes compartir o no", recalca Míner.

A Elias, que mantiene la familia con la tienda de comestibles que regentaba su padre al final de la calle Nagusia, nunca se le bo­rrará de la memoria una noche de junio de 1984 en que las fuerzas de seguridad asaltaron su casa con toda la familia dentro (el matri­monio y sus cinco hijos) en busca de los tres etarras -capitaneados por Zabarte Arregui- que su padre tenía escondidos en un zulo en su propio dormitorio. Dos terroristas murieron en el enfrentamiento. Hoy, en su calle nunca faltan flores con los colores verde, blan­co y rojo de la ikurriña. "Me acuerdo de Galindo en la calle, junto al portal; un guardia me llevó esposado delante él y Galindo le dijo: 'Suelta al chaval, ya tenemos al padre y a la madre".

Con estos antecedentes el fin del conflicto no parece cercano. Ninguno de los entrevistados es optimista. Algunos grupos, como Elkarri (al que algunos consideraron cercano a las tesis de ETA y hoy tiene serias disensiones con HB), capitaneado en Hernani por Amaia Vázquez, buscan una tercera vía tendiendo puentes de diá­logo entre los partidos nacionalistas vascos. Sin embargo, recono­cen que es difícil que alguien dé el primer paso: "Hay que desac­tivar la violencia y los recelos en paralelo. Acabar con los cócteles, pero también con la dispersión de los presos. Y es muy difícil que des un paso atrás cuando sabes que automáticamente tu adversa­rio va a ocupar esa posición; que se va a valer de tu debilidad para acabar contigo".

Frente a estas iniciativas de esperanza, otros hernaniarras son más inflexibles en sus posiciones. Por ejemplo, Ángel Mateos, educado y dialogante dirigente del sindicato LAB en Hernani: "Yo no puedo permitir que haya personas que se paseen por Hernani con el lazo azul o hagan supuestas marchas por la paz. Yo no puedo permitir de ninguna manera que unas personas que nunca han hecho nada por este pueblo, que nunca se han en­frentado a la Guardia Civil, que nunca han criticado los apalea­mientos o la dispersión de los presos, se pongan ahora el lazo para hacer el juego a la Mesa de Ajuria Enea. La solidaridad, para todos. O para ninguno".

En Hernani no hay dos bandos. Hay uno, el que apoya a ETA (3.958 votos en 1987, 3.252 en 1991 y 3.669 en 1995). Y, enfren­te, todos los demás. Hernani es una brecha en el corazón del País Vasco donde cada vez tiene más sentido un chiste que nos contó una tarde, en el paseo de los Tilos, el ex concejal de HB Chus Congil: "Transcurre en el Ulster, pero cada vez es más aplicable a Hernani: Llega un forastero a Belfast que no se quiere mojar en el conflicto. Así que cuando le preguntan: '¿Católico o protestan­te?', contesta: '¿Yo?, judío'. A lo que el otro responde: 'Ya, judío; pero, ¿judío católico o judío protestante?".

1996, 2007 y 2011, en el feudo del radicalismo.

El frontón de Hernani ha sido durante décadas un espacio propagandístico para radicales. Esta imagen es de 1996.
El frontón de Hernani ha sido durante décadas un espacio propagandístico para radicales. Esta imagen es de 1996.JOAN TOMÁS
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