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MEDIO AMBIENTE
Tribuna
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La hora de la gobernanza ambiental mundial

La cesión de alguna parte de las soberanías nacionales proporciona beneficios colectivos y es un valor real añadido al conjunto

Un niño palestino camina mientras el viento en una tormenta de arena arrastra la basura en Gaza, el 1 de junio de 2023.
Un niño palestino camina mientras el viento en una tormenta de arena arrastra la basura en Gaza, el 1 de junio de 2023.MOHAMMED ABED (AFP)

¿Es hora de pensar en una Autoridad Mundial sobre el medio ambiente? Esta es una añeja idea, siempre controvertida, que ya se planteaba hace medio siglo a raíz de la Conferencia de la ONU sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo en 1972. Desde entonces se ha ido construyendo un sistema para la cooperación y la diplomacia ambiental internacional que ha estado vigente en los últimos 50 años. De esta manera, se han establecido una plétora de iniciativas políticas en este ámbito, destacando los grandes convenios mundiales de Naciones Unidas, como el de la capa de Ozono (Viena 1985; Montreal 1987) y los firmados en la Cumbre de la Tierra de Río en 1992, sobe Cambio Climático, Biodiversidad y Desertificación. Así, se han ido desarrollando más de 500 acuerdos ambientales multilaterales (MEA por sus siglas en inglés), según la base de dato de ECOLEX, y que han dado lugar a más de 200 organizaciones internacionales especializadas. Es cierto que con este sistema se han ido produciendo algunos avances. Pero los logros han sido hasta ahora muy insuficientes. Y también demasiado lentos por la urgencia de actuar sobre la Emergencia Planetaria a la que nos enfrentamos.

Ahora, sin embargo, para afrontar con éxito los desafíos sistémicos del Cambio Global de esta nueva época denominada la era del Antropoceno o, dicho con mayor precisión, la era real del Capitaloceno, es imperativo avanzar hacia una gobernanza ambiental democrática a escala mundial. Nunca antes, en la historia de la humanidad, el mundo se ha enfrentado a tantas amenazas ambientales ―clima, desastres, biodiversidad y contaminación― que son predominantes en el escenario mundial porque están afectando a la salud, al desarrollo socioeconómico y a la seguridad mundial, tal como lo viene manifestando el Foro Económico Mundial sobre Riesgos Globales en sus últimas ediciones. Por ello, la comunidad internacional debe dar un paso definitivo para garantizar que el medio ambiente mundial esté debidamente protegido y bien gobernado.

En esta dirección, Naciones Unidas plantea la renovación del contrato social entre los países y una mayor solidaridad entre generaciones mediante un nuevo “pacto mundial por el medio ambiente” que se apoye en una “gobernanza global” sobre bases de confianza, solidaridad y derechos humanos.

A este respecto, un primer frente de la gobernanza ambiental mundial es la administración de los “bienes comunes mundiales” que por convención no están sujetos a la jurisdicción nacional, como son la alta mar, la atmósfera, la Antártida y el espacio ultraterrestre. Precisamente, una buena noticia reciente, el 19 de junio de 2023, se ha acordado un histórico Tratado de la ONU sobre los océanos, también conocido como Tratado para la Gobernanza de la Alta Mar, jurídicamente vinculante para asegurar la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica marina de las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional. El otro gran frente reside en administrar de forma equitativa y duradera los “bienes públicos globales”, donde la paz, la salud, y la sostenibilidad del planeta configuran su columna vertebral. La expansión de los males mundiales ―como la pandemia de la covid-19 o la destrucción de los sistemas naturales― también se tiene que combatir con una mayor provisión y protección de los bienes públicos globales.

Este ambicioso proyecto de gobernanza mundial exige profundos cambios en las sociedades y grandes innovaciones organizativas para darle forma en el plano real. La soberanía nacional, el poder, los recursos y las oportunidades deben compartirse mejor a nivel mundial para reflejar coherentemente la unidad y las realidades interdependientes de todo el planeta.

Se trata de algo más que de una simple reforma del bienintencionado, pero endeble, Sistema de Naciones Unidas que, hasta ahora, ha sido el referente principal y con él, habrá que seguir contando, pero que, en todo caso, requiere una profunda renovación de su arquitectura institucional para mejorar su funcionalidad. Hay que posibilitar nuevas fórmulas del sistema multilateral para reflejar la pluralidad de los intereses sociales y evitar las asimetrías de poder y las dinámicas de desigualdad, al tiempo que hay que corregir y democratizar el predominante “multilateralismo de élite”, como los grupos del G-7, o del G-20 que concentra el 90 % del PIB mundial, el 80 % del comercio global, dos tercios de la población del planeta, representa el 75% del uso global de materiales y es el causante de las tres cuartas partes de las emisiones que provocan el cambio climático.

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La soberanía nacional es un concepto controvertido que no deja de ser un tanto paradójico. La cesión de alguna parte de las soberanías nacionales proporciona beneficios colectivos y es un valor real añadido al conjunto. Por el contrario, cuando se rehúye egoístamente la cooperación, se afecta a la disponibilidad y asignación equitativa de los bienes y servicios planetarios, lo que, finalmente, acaba debilitando a la misma soberanía nacional. Una soberanía “responsable” también es “inteligente” para gobernar solidariamente el patrimonio común de la humanidad. Lo más urgente es lograr una “gobernanza global real” basada en un “enfoque policéntrico”, responsable y democrático, para optimizar los cobeneficios y evitar imponer sacrificios injustos a los actores más desfavorecidos. Seguramente, más que una autoridad única, se puede perfilar una autoridad compleja, donde múltiples tipos de autoridades (públicas, privadas e híbridas) comparten las responsabilidades, interactúan e influyen entre sí.

La participación privada en sus diferentes formas empresariales, de organizaciones no gubernamentales y entidades diversas de la sociedad civil, cada vez es más significativa. Difícilmente, los Estados estarán dispuestos a delegar explícitamente en los actores privados la responsabilidad de la gobernanza del medio ambiente. Pero, en alguna ocasión, puede ser determinante. Por ejemplo, en el caso Protocolo de Montreal de 1987 sobre la protección de la capa de ozono, que prohibió el uso de sustancias químicas dañinas, como los aerosoles, suele sobrevalorarse la dimensión política e infravalorarse la incidencia de las empresas multinacionales que dominaban el mercado internacional de los Clorofluorocarburos (CFC) y que, “casualmente”, ya contaban con una alternativa tecnológica para fabricar e imponer un producto sustitutivo, como los Hidrofluorocarburos (HCFC), lo que les permitía seguir aumentando sus ganancias y controlando los mercados.

Los nuevos modelo de gobernanza requieren grandes transformaciones no solo en las políticas y en las formas de hacer las políticas, sino, también en los esquemas mentales y en las maneras de pensar con un enfoque sistémico y una visión más biocéntrica, reincorporando el perdido sentido de la biofilia de la que nos habla E. O. Wilson; esa “tendencia innata a dirigir nuestra atención a la vida y a los procesos vitales”.

Pero, sobre todo, se necesita una mayor ambición política con líderes audaces, inspiradores y comprometidos para abordar una gobernanza ambiental mundial, afrontando los riesgos sistémicos globales e incorporando controles efectivos a los poderes de los Estados y de los mercados. Esta es la base principal para apostar por un verdadero Plan de Emergencia Planetaria.

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