Fabricando desiertos
El principal agente desertificador en España somos nosotros por el mal uso que hacemos de los recursos naturales clave: el suelo y el agua
Agua, sequía y desertificación, tres conceptos que van unidos y que están siendo objeto de titulares, noticias, debates y entrevistas en los medios de comunicación con una frecuencia desconocida hasta ahora en España. La desertificación, definida por Naciones Unidas como la “degradación de la tierra en zonas áridas, semiáridas y seco-subhúmedas resultante de varios factores, incluyendo las variaciones climáticas y las actividades humanas” es, junto al cambio climático, uno de los principales retos ambientales que tenemos como sociedad, ya que por sus características climáticas casi el 74% de la superficie de España es susceptible de ser afectada por la desertificación.
La desertificación es un fenómeno complejo que no es fácil de comprender y divulgar, y por ende es frecuente encontrar imprecisiones sobre el mismo y sobre sus causas. Con el fin de clarificarlas, en esta tribuna discutimos brevemente algunas de las concepciones erróneas que rodean a la desertificación y lo que la provoca. Aprovechamos también para presentar algunas de las principales medidas que deberíamos tomar para minimizar sus efectos negativos y, de paso, adaptarnos también a los nuevos escenarios climáticos previstos para España.
La desertificación no es el avance del desierto, ni el mapa de aridez es equivalente al de desertificación. El término desertificación se deriva de que las condiciones ambientales tras el proceso de degradación de la tierra se parecen a las de un desierto; sin embargo, la baja productividad de los desiertos naturales responde exclusivamente a las escasas precipitaciones y elevada evapotranspiración presentes en estos ecosistemas. La desertificación es un fenómeno causado por dos factores fundamentales: los cambios en el clima y la acción humana. Se alude al cambio climático y a la sequía como determinantes de la desertificación. Son factores que la propician, sin duda, pues hacen que nuestros ecosistemas áridos, semiáridos y seco-subhúmedos sean más propensos a degradarse al reducir la cantidad de agua disponible, secar la vegetación y reducir su productividad y capacidad de recuperación tras perturbaciones como el sobrepastoreo y los incendios forestales. No obstante, el principal agente desertificador en España somos nosotros por el mal uso que hacemos de los recursos naturales clave: el suelo y el agua. Debido al exiguo balance hídrico de las zonas áridas, los procesos de regeneración de sus recursos naturales son muy lentos. La naturaleza puede tardar siglos en fabricar un centímetro de suelo o en rellenar un acuífero de agua, pero un cultivo mal gestionado, en combinación con una lluvia torrencial, puede liquidar ese suelo en cuestión de horas.
La vegetación, sus raíces y hojarasca retienen el suelo e incrementan su fertilidad y capacidad de infiltrar y retener agua. Si desaparece la cubierta vegetal, el suelo queda expuesto a la acción erosiva del agua y el viento. Según las estadísticas oficiales del Inventario Nacional de Erosión de Suelos, cada año se pierden por erosión más de 500 millones de toneladas de suelo fértil en nuestro país. Los datos apuntan a que más de un tercio de la superficie española soporta erosiones que se califican como graves o muy graves. En nueve comunidades autónomas, el promedio de pérdida anual de suelo está por encima de lo que se considera tolerable,12 toneladas por hectárea y año. Con la pérdida del suelo no solo perdemos la base de nuestra seguridad alimentaria ―más del 98% de las calorías que ingerimos proviene directa o indirectamente del suelo― sino que lo hace además un almacén fundamental de agua.
En España, así como en otras partes del mundo, por ejemplo, Irán, California, Noroeste de China, Perú, Arabia Saudí y Norte de África, el regadío se ha convertido en un potente agente desertificador. Si bien el regadío contribuye al desarrollo de las regiones áridas, cuando crece de manera desmedida, sobreexplota y/o contamina con fertilizantes, pesticidas y salmueras, nuestras aguas superficiales y subterráneas. Al hacerlo estamos construyendo un modelo de crecimiento y riqueza efímero que acaba degradando el principal recurso que lo sustenta, el agua, dejando detrás un territorio sin su principal activo para enfrentarse a un mundo cada vez más árido. Debemos recordar que un aspecto clave para que nuestros ecosistemas puedan albergar vida, así como para nuestro bienestar y desarrollo, es el agua que los sustenta. Y esa agua en muchos ecosistemas está fuertemente determinada por los aportes de los acuíferos, que son los que estamos sobreexplotando, contaminando y agotando con la agricultura y en algunos lugares también con la ganadería intensiva. El declive de nuestros humedales ubicados en las zonas áridas, con el Mar Menor, Doñana, o las Tablas de Daimiel a la cabeza, es un buen ejemplo, pero no el único, de las graves secuelas de un crecimiento desmedido de la agricultura intensiva en nuestro territorio. Pese a estas claras señales de alerta, que se vienen dando desde hace décadas, nuestro país ha continuado en estos años la puesta en regadío de miles de hectáreas ―entre 2011 y 2021 hemos pasado de 3,47 a 3,88 millones de hectáreas de regadío―, a lo que suman decenas de miles de hectáreas de regadío ilegal. Paradójicamente, buena parte de este crecimiento del regadío se da en especies tradicionales de secano, como el olivo, la vid y el almendro.
No solo el uso desmedido de los recursos naturales puede resultar en problemas de desertificación. El abandono del medio rural, acostumbrado desde hace milenios a nuestra presencia y gestión, contribuye a crear paisajes altamente inflamables. Dicho abandono, unido a la herencia de una política que ha promovido durante décadas la plantación de monocultivos forestales y al cambio climático, explica los portentosos incendios forestales que sufrimos en la actualidad, que arruinan economías, suelos y bosques. Al uso agrario o su ausencia se ha de sumar la enorme transformación del territorio en el último medio siglo. Un proceso que no tiene reparos en sustituir hábitats naturales para implantar infraestructuras, equipamientos, viviendas y regadíos intensivos, dejando los escasos espacios naturales a modo de islotes con una creciente presión antrópica.
¿Qué podemos hacer para frenar la desertificación de nuestro territorio? Lo primero debería de ser acabar con el regadío ilegal y limitar el legal, cuyo crecimiento es simplemente insostenible. Siendo el regadío un uso fundamental en las zonas áridas, es necesario acoplar su superficie a los recursos hídricos disponibles, que van a ser cada vez más menguantes debido al cambio climático. Con el regadío se da un ejemplo clarísimo de lo que se llama paradoja de Jevons: cuanto más eficientes somos en el uso de un recurso, más lo usamos.
A la vista está que el consumo de agua por parte del regadío ―respecto al volumen de reservas de agua disponible, que en el caso de las aguas superficiales ha menguado casi 20 puntos porcentuales en la última década― sigue aumentando pese a los millones de euros que se invierten cada año para mejorar su eficiencia. Solo en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia se prevé invertir 332 millones de euros públicos para este fin. Si realmente estas inversiones fuesen efectivas, veríamos un aumento de las reservas de agua o al menos no su disminución, conforme mejora la eficiencia, lo cual no es el caso porque cada vez hay más superficie regada. Además, la agricultura de regadío, igual que la ganadería, está siendo acaparada por inversores completamente ajenos a esta actividad y que tienen como objetivo prioritario la maximización de los beneficios en el corto plazo. Esto lleva asociado una serie de impactos nada desdeñables. Al deterioro de bienes comunes como las aguas subterráneas se añaden condiciones laborales precarias para bajar los costes de producción, el santo y seña de la producción a gran escala, un agudo estrés mental para los agricultores y ganaderos que sufren la tensión entre proveedores y grandes distribuidoras y una mala distribución de la riqueza. Quizás sorprenda que la renta per cápita más baja de los municipios españoles es aquella donde la agricultura de regadío es la principal actividad económica.
Debemos ir adaptando la agricultura de regadío y secano, porque con un clima más árido e impredecible, será cada vez más difícil llevarla a cabo tal y como la veníamos realizando hasta ahora. Ello pasa por reconvertir parte del regadío a cultivos mejor adaptados a condiciones climáticas más áridas, como las aromáticas, el algarrobo, el aloe vera y otros con usos cosméticos y medicinales, que solo necesitan riegos de apoyo puntualmente o en función de las precipitaciones no necesitar riego en absoluto, y que puedan permitir cierta productividad en condiciones climáticas más secas que las que tenemos hoy en día. Asimismo, es también clave apoyar la investigación agronómica que se realiza en nuestro país, que debe centrar sus esfuerzos en obtener variedades de cultivos fundamentales, como los cereales, mejor adaptadas a las condiciones climáticas que vamos a tener en el futuro.
Otras medidas que son necesarias llevar a cabo incluyen reducir el desperdicio de alimentos ―según datos oficiales del Ministerio de Agricultura, en España no se han comercializado casi 64 millones de kilos de fruta y verdura aptos para el consumo entre diciembre de 2021 y diciembre de 2022―, descarbonizar nuestro modo de vida, prestando particular atención a los cambios en nuestros hábitos alimentarios, por ejemplo, reduciendo nuestro consumo de carne roja y de comidas de baja calidad nutricional con mucho impacto ambiental, como la bollería y los snacks, e incrementando el de frutas, hortalizas y legumbres.
Debemos restaurar los ecosistemas degradados, seleccionando vegetación adaptada a las condiciones ambientales presentes y futuras y proteger nuestros suelos, por ejemplo, triturando o compostando los restos de las cosechas y podas, que en muchos sitios hoy en día se queman, para posteriormente incorporarlos al suelo. Fomentar la ganadería extensiva, lo que puede revitalizar zonas interiores, gestionar nuestras masas forestales para adaptarlas a un clima más árido y minimizar la cantidad de combustible que atesoran y reducir la importación de soja, que causa estragos en lejanos ecosistemas, son también medidas que deberían realizarse.
España es el país de Europa con efectos más evidentes del cambio climático. Y uno de los territorios con mayor riesgo de desertificación del mundo, resultado de un desarrollo que depreda recursos naturales hasta la extenuación para maximizar el beneficio económico a corto plazo a costa de los ecosistemas naturales y su propia sostenibilidad futura. Las soluciones necesarias para luchar contra la desertificación requieren de voluntad social, diálogo entre todos los actores implicados y acción política decidida y coordinada entre administraciones, algo que por desgracia no está ocurriendo hoy en día. Como bien dice Gandalf, “todo lo que tenemos que decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado” y hemos de decidir si lo utilizamos para seguir desertificando nuestro territorio, legando un país con muchas menos opciones de albergar un entorno y una economía saludable, o trabajar decididamente para revertir su degradación.
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