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Tribuna
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Dirijo un grupo ecologista y estoy en contra de un gran impuesto europeo a los conductores

El director de la federación europea de ONG Transport & Environment advierte de los peligros de la tasa que prepara Bruselas

Un atasco en Bruselas en medio de una fuerte nevada en 2019.
Un atasco en Bruselas en medio de una fuerte nevada en 2019.GEORGES GOBET (AFP)

“A las élites les preocupa el fin del mundo. A nosotros, llegar a fin de mes”. Ese era el grito de guerra del movimiento de los chalecos amarillos allá por 2018, en lo que comenzó siendo una protesta contra la subida de los impuestos al combustible para rápidamente convertirse en un movimiento de lucha por la justicia económica. A pesar de que lo que estaba en juego era mucho más que el coste de conducir, el impuesto propuesto se convirtió en un símbolo de la brecha entre las “élites” y la clase trabajadora de la periferia de las grandes ciudades. Al final, el presidente francés Macron dio marcha atrás en su decisión.

Con todo, desde su llegada a la presidencia de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, no ha dejado de darle bombo al tema de la tarificación del carbono. En este momento, su Comisión trabaja en una tasa europea sobre el carbono que se aplicaría a los conductores como parte del gran plan climático que se presentará en junio. Y es muy probable que esta medida sea del agrado de los economistas ortodoxos y del poderoso lobby automovilístico alemán, que lleva años presionando a los políticos en esta dirección.

La Comisión está estudiando la creación de un mercado de carbono para los carburantes para el transporte por carretera en el que el coste del diésel y la gasolina se incrementaría hasta conseguir una reducción de la demanda de petróleo acorde a los objetivos climáticos de Europa. Dado que la gente no cambia su comportamiento hasta que no se aplican subidas considerables en el precio del combustible, la lógica de “incrementar el precio del carbono todo lo que sea necesario” acabaría dando lugar a precios de 250 euros por tonelada o incluso superiores, que a su vez dispararían los precios del carburante en un 40% o en 50%. Según la teoría, la estrategia funciona a la perfección. Pero en la práctica, la gente se echaría a las calles.

Puede parecer extraño que un grupo ecologista se oponga a un plan para encarecer el diésel. A fin de cuentas, gravar los combustibles fósiles con impuestos más altos es beneficioso para el planeta. Pero lo que nosotros queremos es que se cumpla el Pacto Verde Europeo. La obsesión de la Comisión con la tarificación del carbono para los conductores implica serios riesgos. Estas son las razones:

En primer lugar, la Comisión no dispone de un plan fiable que justifique el impuesto al carbono. La clave para asegurarse el apoyo a los impuestos verdes reside en cómo se utilizan los ingresos que éstos generan. El ejecutivo de la UE quiere utilizar el dinero para devolver la deuda que ha acumulado como consecuencia de la crisis de la covid. Esto no convence a nadie, al contrario, alimentará las críticas de quienes se oponen a la solidaridad con las economías más afectadas por la crisis. Por ello, en lugar de esto, la Comisión debe usar el argumento más convincente sobre cómo conseguir el sueño europeo, cómo esos ingresos beneficiarán de manera directa a los profesores y profesoras, enfermeros y enfermeras y trabajadores de toda Europa, aquellos a los que precisamente más afectará el impuesto. La Comisión podría ofrecer a los europeos un pago único en concepto de dividendo climático o destinar el dinero a la inversión en viviendas o servicios públicos, como hospitales y escuelas, eficientes desde el punto de vista energético.

En segundo lugar, para contribuir a que los impuestos verdes se perciban como justos, es imprescindible ofrecerle a la ciudadanía una alternativa decente a los coches con motores contaminantes. Esto todavía no es el caso pero Europa cuenta con las herramientas necesarias para conseguir que los coches eléctricos sean accesibles para todos. Gracias a la normativa de emisiones de CO₂ vigente en la UE, las ventas de coches eléctricos se multiplicaron en 2020. La señora von der Leyen debería dejar de bailarle el agua al lobby automovilístico y eliminar gradualmente los vehículos diésel y de gasolina en los próximos 10 o 15 años, tal y como está previsto en el Reino Unido y California. Este proceso sí se podría acompañar de una modalidad limitada de tarificación del carbono, aunque debería hacerse pensando en precios bajos, similares a los que se han aprobado recientemente en el marco del plan de comercio de emisiones alemán. Es cierto que en ese caso ya no estaríamos hablando del flamante “mercado de carbono perfecto” que defienden los economistas ortodoxos y con el que sueñan los ejecutivos del sector automovilístico, pero al menos tendría posibilidades de ser adoptado.

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Por último, la gente se suele enfadar bastante cuando llega a la gasolinera y se encuentra con que han subido los precios. Sin embargo, estos precios dependen principalmente de los precios globales del petróleo. Y lo último que necesitamos es una subida de impuestos justamente cuando el precio del petróleo ya está por las nubes. Eso es lo que llevó a los chalecos amarillos a tomar las calles. Y estamos de suerte, porque es posible evitar que ocurra de nuevo. Bélgica disponía de un sistema en el que los impuestos a los carburantes solo pueden aumentar cuando los precios del petróleo están a la baja. Y funcionaba. Si no se toma la decisión correcta en este asunto, se estará poniendo en grave peligro el proyecto europeo.

Al ignorar estos tres puntos, la UE está cometiendo un error fatal. Digan lo que digan los líderes del sector y los economistas ortodoxos, lo que está en juego es el Pacto Verde Europeo y quizás también el futuro de la Unión. Macron dio marcha atrás, pero sobrevivió. Está por ver si la Comisión corre la misma suerte.

William Todts es director ejecutivo de la federación de ONG europeas Transport & Environment.

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