La edad de plástico, del Golfo y de tantas otras cosas
El silencio pasmoso de las izquierdas, especialmente de la socialdemocracia que es lo único que se mantiene a duras penas en pie, es criminal

Desde que ingresara por segunda vez a la Casa Blanca, el presidente Donald Trump ha revertido una gran cantidad de órdenes ejecutivas del ex presidente Biden, utilizando el mismo instrumento: tan solo en el primer día, Trump eliminó 78 órdenes ejecutivas de su predecesor. Si bien las órdenes ejecutivas en el presidencialismo estadounidense no pueden crear “nuevos poderes legales para un presidente”, estas directivas sí obligan a sus subordinados en el Poder Ejecutivo a realizar ciertas acciones (o abstenerse de hacerlo), siempre y cuando no contravengan a las leyes o a la Constitución (es lo que explica que, en algunos temas, jueces federales hayan paralizado por algún tiempo la aplicación de estas órdenes). De allí que, en los países latinoamericanos, la tentación de gobernar por decreto tenga una larga tradición, con consecuencias nefastas para democracias débiles.
Lo sorprendente en Trump es que esta forma de gobernar se da en una de las democracias más antiguas del mundo, en la que se inventó esa bella forma de gobierno conocida como checks and balances: pues bien, es esa belleza institucional la que está siendo puesta a prueba en un contexto en el que los tres poderes teóricamente orientados a contrarrestarse unos con otros (Ejecutivo, Legislativo -en sus dos cámaras- y Judicial) se encuentran dominados por el conservadurismo más extremo del Partido Republicano. Es así como, recién investido como presidente, Trump firmó decenas de estos documentos, mediante puestas en escena muy trabajadas: no es una casualidad si la dimensión teatral de la política populista (especialmente de extrema derecha, el mundo dominante del populismo) está cumpliendo un rol central, ya sea en modo teatro o festival. Es con este trasfondo dramatúrgico que el presidente Trump ha firmado órdenes ejecutivas sobre temas extraordinariamente delicados, colindantes con la violación de derechos, libertades y de la civilización liberal. El retiro de la Organización Mundial de la Salud (OMS), bajo el cargo a estas alturas clásico de tratarse de una organización que promueve una agenda progresista, es uno de ellos.
Pero la lista de reversiones controversiales se alarga cada día: desde la expulsión expedita de inmigrantes ilegales hasta el alza unilateral de aranceles comerciales, pasando por una posible anexión de facto de Gaza y de Groenlandia, o el cambio de nombre del golfo de México por el golfo de América. Este último ejemplo es muy interesante, ya que se refiere al poder de nombrar las cosas de otra forma y de alterar la realidad: es así como nos hemos enterado, por estos días, que los periodistas de Associated Press tienen prohibición de ingresar al Despacho Oval y al avión presidencial, por no escribir en sus notas golfo de América en lugar de golfo de México. Este episodio nos habla de la enorme ambición de la administración Trump: modificar la realidad mediante violencia cartográfica, a sabiendas que nombrar unilateral y persistentemente una zona en el mapa es crear realidad, lo que se puede conseguir a punta de hábitos inducidos por un Estado poderoso que domina la elaboración de los mapas. Hay que tomarse muy en serio estas reivindicaciones de nombres: recordemos que en un plano eminentemente local y en el contexto de una crisis, el Chile del estallido social, el poder de las protestas para modificar la realidad fue tal que hasta google maps cambió por un rato el nombre del epicentro de las movilizaciones, pasando de Plaza Baquedano a Plaza Dignidad.
Si lo anterior ya es sumamente grave, el retorno al plástico (back to plastic, posteó en la red X el presidente Trump) define la naturaleza anti-científica de la Administración estadounidense. En abierto desafío a lo que sabemos de los efectos nocivos del plástico sobre el medioambiente, una de las órdenes ejecutivas de Trump vilipendió la prohibición del ex presidente Biden de los 500 millones de bombillas de plástico anuales que invaden a los Estados Unidos. Puede sonar trivial, pero el efecto nocivo del plástico y sus casi dos siglos en degradarse es un hecho bien establecido por la comunidad científica. Poco importa, del mismo modo en que resulta indiferente que el nuevo secretario de salud de Trump sea un reconocido activista anti-vacunas.
Qué duda cabe: el mundo está viviendo una verdadera revolución conservadora, lo que ya se venía observando en Europa desde hace una quincena de años. No es un azar si la primera ministra italiana Giorgia Meloni afirmó, en modo teatral en uno de los festivales de la internacional reaccionaria, que “la única manera de rebelarnos es preservar lo que somos, la única manera de rebelarnos es ser conservadores”. La pregunta de fondo, de última instancia como decía Marx es ¿qué significa preservar lo que somos? ¿Existen límites a esa voluntad de conservación? ¿O se trata de conservar a toda costa y a cualquier precio los modos de vida de Europa y Estados Unidos, incluso rechazando lo que la ciencia nos enseña?
Mientras la respuesta a estas preguntas solo la entreguen los propios interesados en la preservación del mundo y sus jerarquías, no hay otra alternativa que el iliberalismo y todos los males que este simulacro de democracia denuncia.
El silencio pasmoso de las izquierdas, especialmente de la socialdemocracia que es lo único que se mantiene a duras penas en pie, es criminal.
Es hora de despertar de una larga siesta.
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