El último discurso de Allende
Acusatorio, lírico, con volúmenes dramáticos, cambios de tono, giros anímicos, soplos vitales y a la vez fúnebres. Es un discurso de muerte. Muerte y eternidad.
El último verdadero misterio del 11 de septiembre de 1973, misterio más escatológico que histórico, es el discurso final de Salvador Allende. Del resto sabemos casi todo lo que es posible saber: un proceso instruido en 2011 para establecer si el presidente fue asesinado o se suicidó, terminó por aclarar una miríada de detalles que podían estar pendientes; hasta los nombres de los oficiales que entraron a La Moneda ese día ya se conocen.
Algunos todavía no aceptan la idea de que el presidente se haya suicidado. Un asesinato sería mejor para simplificar la historia; sobre todo, para convertirla en derrota militar y no en fracaso político. El que inicia esta línea es Fidel Castro; más tarde la refrenda García Márquez. La familia guarda un ambiguo y prolongado silencio, acaso debido a sus múltiples vínculos de entonces con el castrismo. Años más tarde, Castro le dirá a un Hugo Chávez también asediado en el palacio de Miraflores, que no imite el gesto de Allende, que se rinda, que no se sacrifique inútilmente. Se lo dice, claro, a alguien que jamás lo imitaría, al comandante que morirá implorando por una hora más de vida. Ya tenemos una confesión de parte: para Castro, el suicidio de Allende ha sido un sacrificio inútil. Es curioso: Allende, que sólo una vez se expuso en un ridículo duelo a pistolas, sabía que la política puede costar la vida; Castro, que la expuso tanto más en la Sierra Maestra, parecía olvidarlo.
Tras los hechos, queda el discurso. Acusatorio, lírico, con volúmenes dramáticos, cambios de tono, giros anímicos, soplos vitales y a la vez fúnebres. Improvisado, pero de esas improvisaciones “que se ensayan muchas veces en la ducha”, como me dijo un testigo del momento en que lo pronunció. Sabemos que Allende era un gran orador, un virtuoso de ese Senado de los años 60 poblado de espadachines de la palabra. Pero esto es otra cosa. Es un discurso de muerte. Muerte y eternidad. Estas dos cosas sólo se juntan en el pensamiento religioso.
En su libro Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular (Taurus, 2023) el cientista político Daniel Mansuy escribe que el discurso de Allende deja “un veneno y un enigma”. El veneno, sospecho, es de naturaleza política: ese día cae la vía chilena al socialismo, vía electoral, de vocación mayoritaria y respeto de la ley. Más que la vía chilena, es la vía de Allende. En ninguna parte ha triunfado. Contradice a toda la línea revolucionaria que ha prevalecido en la Unidad Popular y en su propio partido, el socialista. Se aleja de los alambiques de la teoría marxista, de la más sencilla, la soviética, y de las más elaboradas, la foquista, la insurreccional o la trotskista. Y se opone, sobre todo, a la del héroe de la izquierda latinoamericana, de nuevo Fidel Castro, que está a punto de mostrar su propia hilacha. En el año que asume Allende, recordemos, fracasa en Cuba la zafra de los 10 millones de toneladas, que deja a los cubanos exhaustos y a Castro, indignado.
Como escribió Jorge Edwards, Castro veía a la historia como naturaleza y a la naturaleza como historia, ambas susceptibles de ser moldeadas por la fuerza. Para Allende, en cambio, las dos cosas tienen algo inefable: el médico sabe que la naturaleza es insumisa y el senador, que la historia es enigmática: “La hacen los pueblos”. Los pueblos, no los héroes. En su última hora, la historia se convierte únicamente en futuro; ha renunciado al presente.
Salvador Allende inventa en ese momento su propio fantasma, y lo echa a rodar por la patria: “Me seguirán oyendo”, dice, “siempre estaré junto a ustedes”. El fantasma castiga “moralmente” a quienes lo derrocan. Y usa “la patria”, ese término que nunca ha sido cómodo en la cultura marxista. No hay ni una palabra para la izquierda, ni la Unidad Popular, ni su partido. Ha ponderado, seguramente, esa omisión. Para definirse, no dice “socialista”, sino sólo “el intérprete de grandes anhelos de justicia”. Años más tarde, en la comodidad de París, Régis Debray escribirá: “La revolución no es una patria”.
El veneno expande su alcance: ¿por qué fracasó la vía chilena? ¿Porque nunca fue posible o porque muchos impidieron que lo fuese? ¿Qué pesó más: la acción de los enemigos o la falta de convicción de los propios aliados?
Vuelvo a la frase de Mansuy: el veneno y el enigma. Nos queda el enigma. Aquí entramos en el proceloso terreno de la moral política. ¿Por qué se mata un hombre asediado, pero no condenado a una muerte inevitable? ¿Por qué lo anticipa, ominosamente, su jefe de prensa, el sarcástico Perro Olivares, que se dispara en la cabeza en un pasillo? De acuerdo, un acto político no tiene que ser un suicidio colectivo. Pero es que la Unidad Popular simplemente no está en La Moneda, ni en sus alrededores; La Moneda la defienden sólo los que trabajan en La Moneda. El secretario general del Partido Socialista, Carlos Altamirano, huye a buscar refugio y se expondrá a riesgos increíbles para salir al exilio. A Altamirano tampoco le gusta el acto de Allende, y mucho menos el discurso. No es movilizador, no llama a la resistencia, no mira la tierra bajo sus pies: sólo mira a la historia. ¿Qué quiere decir “el pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse”? ¡Nada! ¡Esa no es una instrucción!
Cada socialista tendrá su opinión a partir de ese momento y casi ninguno podrá expresarla con sinceridad. El discurso convierte todo en escatología. La izquierda inicia el análisis de lo que llevó a la Unidad Popular y al presidente a esa situación; inicia el proceso que conoceremos como la renovación socialista, a la cabeza de la cual se pone, inesperadamente, Carlos Altamirano, en el exterior. En el interior, la descarnada autocrítica de Tomás Moulian y Manuel Antonio Garretón pone el acento en la incompatibilidad de la vía chilena con su condición de minoría, o al menos con una insuficiente acumulación de fuerzas. Ambos sociólogos notan que la izquierda ha desdeñado a los sectores medios, sin los cuales no se logra ninguna mayoría, y ha ignorado la evolución del Estado chileno durante el siglo XX, que ha dejado de ser oligárquico y se ha vuelto mesocrático. El polo revolucionario, y sobre todo el MIR, ni siquiera ha estudiado estas cosas, obsesionado como está en determinar en qué fase de la revolución nos encontramos.
Allende no ha hecho la tarea teórica. No es lo suyo. Simplemente, ha tratado de convencer a sus compañeros, pero sus compañeros le han cerrado una y otra vez la puerta. Hasta el último día. Allende no tiene más solución que romper con la Unidad Popular, pero eso le resulta casi más doloroso que el otro final. Esta es otra rareza no estudiada: ¿Por qué en la izquierda la sola discrepancia siempre suena como traición, por qué tantos se rinden a lo que tenga timbre de izquierda aunque sea una monstruosidad?
Al omitir a la Unidad Popular de su discurso, con su astucia de orador, Allende inventa también una ucronía: las cosas no tenían que ser como han sido. Y una vez que han sido como han sido, no tiene más salida que el acto final, el disparo. ¿Les parece mucho? Claro, es mucho. No es un gesto que invite a la moderación; no es un llamado a la calma.
La ucronía tiene un potencial tremendo: si mientras Castro empezaba a fracasar, Allende comenzaba a triunfar, ¿qué pasaría en toda América Latina, qué pasaría con Montoneros, Tupamaros, el ERP, Tupac Amaru, la ALN, el mundo del Che? ¿Y en Europa, África, Asia? ¿Qué pasaría con ETA, el IRA, las Brigadas Rojas, Lotta Continua, Baader-Meinhof…? Nadie ha imaginado esa fractura del tiempo. Por lo menos, nadie la ha escrito.
Mansuy nota que cuando llegan al disparo, los analistas más agudos, incluso Moulian y Garretón, se quedan sin lenguaje político. No hallan cómo analizarlo. El lenguaje, extenuado, se vuelve abruptamente crístico, religioso, salvífico. El sacrificio, el holocausto, la inmolación: vocablos que se encuentran en la Biblia, no en El Capital.
Pero esta falla hermenéutica tiene un problema: Allende lo ha anunciado muchas veces, en público y en privado, en discursos y en conversaciones. No es una decisión de última hora. Es lo que trata de decir mientras los compañeros le niegan las negociaciones. No sólo no le obedecen: tampoco le creen. Tres días antes, Erich Schnake estima que el presidente “exagera los peligros”. El PS, el Mapu, el MIR, tienen por “informantes seguros” a generales y almirantes… ¡que luego serán dirigentes del golpe! Nadie asumirá después esta chapuza, esta burla en sus propias narices.
Allende ya no exagera ni amenaza: suplica, implora. Su orgullo de doctor, ministro, senador, masón, repúblico, presidente, le impide decir que ve el precipicio. Insiste en que controla la situación, que tiene a todos en el bolsillo… No admite que nadie le hace caso. “Usted tiene que elegir, presidente”, le ha dicho Patricio Aylwin. “No se puede estar con Dios y con el diablo”. Allende ha hecho como que no escucha y ha cambiado de tema. Esa sordera selectiva es un indicio de su parálisis política. Aylwin lo interpreta como obstinación. Las dos cosas son ciertas, pero más la primera que la segunda.
En el repertorio de responsabilidades por el golpe de Estado, la de la Unidad Popular es enorme. Pero Allende no queda exento, no podría, por mucho que sea también la primera víctima. Para la izquierda es muy duro asumir estas cosas, pero mientras no lo haga, como escribe Mansuy, “no podrá tener una historia de la Unidad Popular digna de ese nombre”. Vivirá atada a un mito indescifrable y atará con ello a las nuevas generaciones. El presidente Boric, por ejemplo, cita a menudo al Allende del mito, el Allende desencarnado, que ya es un fantasma en un palacio en llamas, una abstracción que repite las inspiradas frases de su discurso final, vaciadas de legibilidad histórica, carentes de volumetría política.
Este es el enigma: ¿es la inmolación un acto desmedido o es la única respuesta para su soledad política cuando Chile está al borde de una guerra civil? Sabemos que esa idea le repugna al presidente; también lo ha dicho muchas veces. Y sabe que a algunos de sus partidarios les entusiasma inmensamente; a esos los ha tratado de “irresponsables y cobardes”. Pero entonces, ¿representa Allende el martirologio de la justicia social con recursos pacíficos o es el espantajo de un programa que nunca fue viable?
Mansuy ha hecho la tarea del intelectual y le ha hecho ver a la izquierda -a la que no pertenece- que tiene pendiente otra tarea intelectual. Palabra que deriva, como sabemos, de intelligere: comprender. ¿Qué conmemoración es posible sin comprender?
Para que esto no sea sólo elogios sólo diré que en su anexo de comentarios a otros libros habría preferido que Mansuy se dedicase a los que me parecen los mejores, los más perceptivos: Salvador Allende, una época en blanco y negro, el casi inencontrable y agudísimo texto de Alejandra Rojas; Allende y la experiencia chilena, del abogado Joan Garcés, acaso el más riguroso análisis propiamente marxista; y Salvador Allende, biografía sentimental, del periodista Eduardo Labarca, generalmente mal leído como una crónica chismosa, a pesar de que es el libro que más nos acerca al Allende vivo.
El de Mansuy se suma a esos libros que uno siempre llamaría necesarios.
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