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De mar a mar
Columna
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Chile y el separatismo indigenista

El impulso para una reorganización radical del Estado chileno también ofrece incógnitas misteriosas cuando se lo proyecta sobre las relaciones internacionales

Carlos Pagni
Indígenas chilenos en una manifestación el 10 de marzo de 2021.
Indígenas chilenos en una manifestación el 10 de marzo de 2021.CELESTINO ARCE LAVIN / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO

El indigenismo se ha convertido en uno de los fenómenos más llamativos, novedosos y, en alguna medida, inquietantes de la vida pública latinoamericana en lo que va del siglo XXI. La reivindicación de los derechos de las comunidades originarias de la región ha ido abriendo paso a un movimiento minoritario, pero también hiperactivo, hacia el separatismo. Es decir: aquella reivindicación de derechos está tomando cada vez más a menudo la modalidad de un reclamo de soberanía que entra en conflicto con los Estados que se fueron modelando desde las guerras de independencia. El proceso, que se despliega con características diferentes según cuál sea el país, está adoptando en Chile un curso que, hasta hace pocos años, hubiera sido inesperado.

La Convención Constituyente, que viene sesionando en el palacio Pereira de la ciudad de Santiago desde el 4 de julio del año pasado, tiene a consideración dos borradores de artículos para incorporar a la nueva ley fundamental. El primero dice lo siguiente: “Chile declara a América Latina y el Caribe como zona prioritaria en sus relaciones internacionales. Se compromete con el mantenimiento de la región como una zona de paz y libre de violencia, impulsa la integración regional, política, social, cultural, económica y productiva entre los Estados, y facilita el contacto y la cooperación transfronteriza entre pueblos indígenas”.

El segundo artículo establece: “El Estado se organiza territorialmente en regiones autónomas, comunas autónomas, autonomías territoriales indígenas y territorios especiales. Las entidades territoriales autónomas tienen personalidad jurídica y patrimonio propio y las potestades y competencias necesarias para gobernarse en atención al interés general de la República, de acuerdo a la Constitución y la ley, teniendo como límites los derechos humanos y de la Naturaleza. La creación, modificación, delimitación y supresión de las entidades territoriales deberá considerar criterios objetivos en función de antecedentes históricos, geográficos, sociales, culturales, ecosistémicos y económicos, garantizando la participación popular, democrática y vinculante de sus habitantes, de acuerdo con la Constitución y la ley”.

Como todo texto legal, lo que están imaginando los constituyentes chilenos estará sometido a la interpretación de los jueces. Sin embargo, ya se abre un mar de incógnitas. ¿A qué se refiere la fórmula “cooperación transfronteriza”? ¿Qué clase de “diplomacia” realizarán las comunidades indígenas chilenas con las que están radicadas en los países limítrofes? Es una pregunta pertinente porque la presencia de mapuches en Chile y en la Argentina viene alentando, entre los sectores más movilizados de esas comunidades, la pretensión de que se reconozca un nuevo Estado, el Wallmapu, a uno y otro lado de la Cordillera de los Andes. Es cada vez más frecuente que esos reclamos se canalicen a través de una violencia que está desafiando el sistema de seguridad en la región. Esos conflictos, que hasta ahora son subnacionales, ¿están destinados a convertirse en internacionales?

El impulso para una reorganización radical del Estado chileno, distribuyendo un poder centralizado entre distinto tipo de regiones, comunas autónomas y autonomías indígenas, también ofrece incógnitas misteriosas cuando se lo proyecta sobre las relaciones internacionales. En especial si se combina el contenido de los dos textos. Hasta ahora, el sujeto de la política exterior chilena fue el Poder Ejecutivo a través de la Cancillería. Pero la nueva normativa abre la puerta a nuevos actores, como los pueblos originarios, por ejemplo, con derecho a establecer su propia diplomacia.

Esta innovación tendrá un impacto inevitable sobre áreas de administración compartida interestatal. Por ejemplo, entre Chile y la Argentina existen protocolos para la gestión de recursos hídricos, mineros y ambientales. La instauración de nuevos sujetos, con atribuciones en la cooperación transfronteriza, promete dar a estos vínculos bilaterales una complejidad desconocida.

Habrá que esperar al próximo 4 de septiembre para conocer la suerte del experimento institucional chileno. Ese día se celebrará un referéndum para aceptar o rechazar la nueva carta magna. Las encuestas indican que la aprobación no supera el 45%. Un escasísimo consenso para una iniciativa que, cuando se lanzó, en medio de un estallido social, contaba con la simpatía de casi el 80% de la ciudadanía. Mejor no pensar en un escenario traumático: que la nueva Constitución, para cuya sanción se requiere el 50% de los votos más uno, sea ratificada por un número muy ajustado de votantes.

La aspiración de la Convención Constitucional chilena de asignar a los pueblos originarios el carácter de unidades primarias sobre las que descansa el Estado nacional clásico, forma parte de una corriente que se ha generalizado cada vez más en América Latina. El expresidente boliviano Evo Morales es el inspirador de una agrupación denominada Runasur, que se propone organizar un continente plurinacional, con la participación de dirigentes bolivianos, ecuatorianos, venezolanos y argentinos. El punto de partida de esta iniciativa fue una reunión organizada en La Paz a comienzos de mayo del año pasado. Esa fundación sufrió su primer accidente en Perú, cuando Morales debió suspender un encuentro del nuevo club por la reacción que provocó en la dirigencia de ese país. El Congreso peruano declaró a Morales persona non grata.

Los peruanos que repudiaron al expresidente de Bolivia sospechan que detrás de sus movimientos reivindicativos se esconden aspiraciones territoriales. Sobre todo, la que más obsesiona a los bolivianos: conseguir la salida del Pacífico. La creación de una nueva nación aymara, recortada sobre territorios de Perú con costa marítima y extendida hacia Bolivia. Los chilenos miran el proyecto de Morales con mucha inquietud, sobre todo por la inestabilidad que puede crear en la empobrecida provincia de Parinacota, que limita al norte con Perú y al este con Bolivia, y en la que la población local en las dos últimas décadas ha sido sustituida por una incesante corriente migratoria.

Los Gobiernos de izquierda, como los que están al frente de Chile, Bolivia, la Argentina o Perú, se sumergen en una gran perplejidad frente a la expansión del secesionismo indigenista. Esa corriente tiene un tinte anti-imperialista que se superpone con la animadversión a los Estados Unidos que domina al populismo nacionalista de la región. En este sentido, produce simpatía. Sin embargo, la pretensión de que se reconozcan nuevos territorios soberanos de los que serían titulares esos pueblos originarios supone un ataque a una institución sacralizada por todas las variantes de la izquierda: el Estado entendido como organizador principal de la sociedad.

La crisis del concepto mismo de soberanía tiene otras consecuencias. Por ejemplo, para los inversores privados, nacionales o internacionales, que deberán tratar con estas nuevas unidades autónomas. Un desafío especial para las empresas de origen europeo, sobre todo español, que han sido puestas en la mira de la reivindicación indigenista. La manifestación más llamativa y extravagante de esta pulsión estuvo a cargo del mexicano Andrés Manuel López Obrador, cuando en marzo de 2019 le envió una carta al rey Felipe VI exigiéndole que pida perdón por la conquista de América. Es difícil imaginar la evolución de estos sentimientos. Pero, en caso de profundizarse, llevan el germen de una nueva fobia: a la que muchos políticos e intelectuales latinoamericanos sienten por los Estados Unidos, se sumará una mucho menos conocida, por Europa.

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