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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una batalla perdida

A los dueños de perros no se les puede indicar sus continuas transgresiones incívicas. Responden con una agresividad inusitada. El delirio perruno en Barcelona llega a límites casi surrealistas

J. Ernesto Ayala-Dip
Los jardines del Doctor Pla i Armengol.
Los jardines del Doctor Pla i Armengol.Cristóbal Castro

En el momento en que escribo este artículo, hace una semana que se inauguró justo en frente de mi domicilio, en el barrio del Guinardó, un nuevo espacio verde en Barcelona, los jardines del Doctor Pla i Armengol. En su lugar antes hubo un espacio desordenado, amplio pero lleno de caótica vegetación. Chatarra, casuchas y restos de vehículos desvencijados completaban un paisaje bastante deprimente. Solo detrás se intuía, más que verse, la línea del horizonte recortado por el Mediterráneo. Ya estábamos los vecinos tan acostumbrados al lamentable espacio, que nunca se nos ocurrió que en su lugar alguna vez existiera nada parecido a lo que hoy reina casi milagrosamente. Antes pensábamos que cuando se interviniera allí, se transformaría en boccato di cardinale para la especulación y el suelo edificable. (Hay que decir que era lo que mucha gente en el barrio deseaba, más tiendas, más gente, “más vida”). Pero un día se precipitó todo. La dueña de tan codiciado terreno, la doctora Pla (hija del Doctor Pla i Armengol y, dicho sea de paso, una de las pocas médicas en la España de entonces) muere y acto seguido se crea una fundación y se llega a un acuerdo con el ayuntamiento gobernado por Ada Colau, y en menos que canta un gallo se diseña y se anuncia el comienzo y el fin de las obras de ajardinamiento del cochambroso terreno. El trabajo llevó catorce meses, con solo dos meses de retraso según lo estipulado. El resultado es un pequeño cosmos de plantas, flores y árboles donde aves e insectos encontrarán su hábitat y las personas tendrán todo el mar de cara para otear sus cambios de luz según las nubes lo cubran o el sol lo ilumine.

Pero hete aquí que yo no lo pisaré. Ya me vale saber que está ahí. Saber que los árboles producen oxígeno y que uno solo puede absolver veintidós kilos de dióxido de carbono, el principal gas responsable del efecto invernadero, como ya se sabe. Saberlo que está ahí ya me llena de júbilo y de fe en la naturaleza. Ahora voy a explicar por qué he tomado esta tajante decisión. El domingo 15 entro a las 11 de la mañana, hora en que está anunciado su apertura e inauguración. Me paseo por sus caminos perfectamente trazados. Me detengo en los espacios destinados a la horticultura, me siento en uno de los 55 bancos, luego lo hago en una de las 40 sillas. Al final me arrimo a una de las 16 piedras de hormigón que sirven para sentarse en el sotobosque. Todo transcurre con normalidad y un cierto cosquilleo de satisfacción. Hasta que atisbo una pareja de jóvenes llevando un perro cada uno. Acababa de escuchar a uno de los jardineros que explicaba al público lo importante que era que no entraran caninos, dado el perjuicio que pudieran ocasionar sus orines, además de acampar descontrolados por el césped recién puesto a punto. No me sorprendió tanto ver perros, como que sus dueños hicieran caso omiso de la ostensible prohibición de entrar con ellos a los flamantes jardines. De pronto se apodera de mí una especie de desgana por el género humano. Trato de controlarme y no decir nada. Pero enseguida supe que no entraría más. Unos metros más allá, veo a otros visitantes también portando sus chuchos. De pronto una señora se dirige a ellos y les dice educadamente que no está permitido entrar con perros. Pero estos le contestan que ya lo saben y redondean su respuesta con un grosero “métete en tus asuntos, tía”.

Obviamente si escribo esto es porque trato de sacar algunas conclusiones sobre estos hechos. La primera de todas es que comienzo a dudar muy seriamente de que los animales, como se dice, ayuden a las personas a ser más felices y empáticas. La experiencia me dice que a los dueños de perros no se les puede indicar sus continuas transgresiones incívicas. Responden con una agresividad inusitada. La segunda conclusión es que el delirio perruno en Barcelona llega a límites casi surrealistas. Hace unos meses, unos metros antes de llegar a mi casa, una mujer llevaba un cochecito mientras hablaba con otra que iba a su lado. Claramente se referían al ocupante del cochecito. Cuál fue mi sorpresa cuando descubro que a quien se referían era a un perrito tocado con un gorro rojo. Hoy en Barcelona inspira más ternura un chucho que un niño. Y tercera conclusión, todo me hace pensar que esta batalla, a los que nos gusta los animales pero no tanto sus dueños, la tenemos perdida.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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