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Ripoll lucha contra el estigma

La irrupción de partidos xenófobos marca el aniversario del 17-A en el pueblo donde se criaron los yihadistas

Fotos y vídeo: Gianluca Battista.

Chaimae, de 22 años, estaba de vacaciones en su Marruecos natal el día de los atentados de Barcelona y Cambrils. Cuando vio en Instagram que su excompañero de clase Moussa Oukabir era uno de los terroristas —muerto por la policía— llamó a sus amigas en Ripoll porque no se lo creía. “Era muy buena persona”, dice.

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La chica, que lleva velo y vive desde los nueve años en la localidad gerundense, entró en pánico. “Tenía muchísimo miedo. Pensaba: “Si voy a Ripoll me matarán a mí también. Me harán algo porque soy musulmana como ellos”, rememora. A los pocos días su temor afloró cuando, en un supermercado, un anciano la llamó “terrorista” y le espetó que volviera a su país. Pero mucha gente la defendió.

Dos años después del fatídico 17 de agosto, Chaimae asegura no haber sufrido ningún otro episodio de islamofobia. “Nos respetan muchísimo”, afirma en un parque en Ripoll. Aún así, la joven, que declina dar su apellido, teme que ser musulmana la perjudique para hallar trabajo. “Lo entiendo, porque unos chicos han hecho cosas muy malas”, dice en un catalán perfecto.

Tras una fachada de normalidad, un silencio tenso —acompañado de recelos de fondo como los de Chaimae— reina en Ripoll. Este municipio, de unos 10.000 habitantes en la Cataluña interior, sigue herido e incrédulo. En permanente introspección. Todavía preguntándose cómo, sin que nadie sospechara, nueve chavales de cinco familias marroquíes que entonces tenían entre 17 y 28 años, nacieron aquí o llegaron de pequeños y estaban teóricamente integrados —la mayoría tenían empleo, hablaban idiomas y no eran pobres— cayeron en las garras del yihadismo y se volvieron contra su país de acogida. Mataron a 16 personas e hirieron a 180. Sus familiares siguen viviendo en el pueblo. Tras los ataques, mucha gente les insultó, según una marroquí que pide el anonimato.

Muchos en Ripoll no quieren hablar de los atentados, como si hacerlo reabriera el trauma. El ayuntamiento no ha organizado este año ningún homenaje. Algunos vecinos deploran que la localidad haya quedado manchada. Otros admiten desconfianzas y una brecha social, pese al esfuerzo de las autoridades y la comunidad musulmana por evitar tensiones. Un 11,2% de la población de Ripoll es extranjera, según datos de 2018, por debajo de la media catalana (14,2%), pero lejos del 1,8% que había en 2000.

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La brecha se ha agrandado en el último año con la irrupción de dos partidos xenófobos, que han explotado el impacto del 17-A. Front Nacional de Catalunya (FNC) y Som Catalans lograron un 9,4% y un 2,1% de votos respectivamente en las municipales de mayo. El primero obtuvo un concejal y rozó el segundo. Antes de las elecciones, los cuatro partidos con representación en el consistorio —PDeCAT (que revalidó la alcaldía), ERC, CUP y PSC— se comprometieron a aislar a ambas formaciones.

Los dos partidos ultras casi duplicaron el porcentaje de votos de la xenófoba Plataforma per Catalunya en 2011, cuando logró un edil que perdió cuatro años más tarde. “Defendemos un control exhaustivo de la inmigración para evitar continuar siendo minoría y diluidos en nuestra propia tierra”, explica Sílvia Orriols, la concejal del independentista FNC. Critica que el ayuntamiento facilitara asistencia psicológica a los familiares de los yihadistas y pide vetar el hijab entre los funcionarios.

Som Catalans reclamó el cierre de la mezquita Annour donde ejercía de imán Abdelbaki Es Satty, el cerebro de la célula del 17-A . El templo está en unos bajos en una calle estrecha. Pasa totalmente inadvertido. El nuevo imán, Mohamed El Onsri, se declara harto de visitas de periodistas. “La cosa ahora está bien. No hay problema. Hago mi rezo y me voy a casa”, dice. Sostiene que nunca se habla de los atentados, ni siquiera con los padres de los terroristas que acuden a rezar, aunque admite que deberían haber vigilado más a sus hijos.

El Onsri, de 62 años, se jacta de haber sido investigado a fondo y confirma que Hammou Minhaj sigue siendo secretario de la mezquita. Él fue quien contrató a Es Satty, un extraficante de droga que había sido despedido de la otra mezquita de Ripoll. Los Mossos d’Esquadra sospechan que Minhaj les mintió sobre sus contactos con los yihadistas, según el sumario del 17-A.

Òscar Pérez, de 36 años, conocía de vista a todos los terroristas y jugó al fútbol con Driss Oukabir (hermano mayor del fallecido Moussa), detenido en Ripoll y encarcelado por alquilar la furgoneta del atropello de las Ramblas y por fabricar explosivos. Sostiene que Ripoll es “muy integrador” pero que, como en muchos otros municipios, se acaban creando guetos. “Si esto ha pasado aquí, ¿qué no puede pasar en otra parte que no esté congeniada?”, se pregunta.

La familia Oukabir sigue viviendo en un bloque de apartamentos a las afueras de Ripoll. Dos hijas trabajan en un restaurante al otro lado de la calle, junto a un edificio del que cuelga una bandera franquista, una excepción en un pueblo repleto de símbolos independentistas. Cuando se pregunta en el restaurante si las chicas todavía son empleadas, una responsable responde encogiéndose de hombros: “Claro, la vida sigue igual”.

Un plan de convivencia con las familias de los terroristas

Desde los atentados, la mezquita Annour —donde ejerció como imán Es Satty, el cerebro de los atentados de hace dos años— ha organizado jornadas de puertas abiertas y almuerzos en la calle. El Ayuntamiento de Ripoll ha impulsado un plan de convivencia que incluye grupos de trabajo en los que participan hermanos y primos de los terroristas. “El objetivo es conseguir una sociedad mucho más inclusiva”, dice la directora del Consorcio de Bienestar del Ripollès, Elisabeth Ortega, quien reconoce que, antes del 17-A de 2017, los indicadores sobre una supuesta integración fallaron y la relación con la comunidad musulmana era “muy distante”.

Ortega minimiza el auge del discurso xenófobo en Ripoll. “Tampoco es una gran preocupación. Es importante hablar alto y claro, y poder conversar. No siempre es necesario llegar a consensos”, esgrime. Pilar Anfruns, de 69 años, votó a la CUP en mayo, pero admite recelar de los musulmanes. “No soy racista, pero son gente cerrada”, dice en un puente sobre el río Ter por el que caminan mujeres con velo.

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