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TV3, entre el control remoto y la democratización

La situación de “emergencia nacional”, el 'procés' y los políticos presos han servido de coartada para seguir gobernando con mano de hierro los medios públicos catalanes

Francesc Valls
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Logotipo de TV3Massimiliano Minocri

El regreso de CiU al poder en 2010 marcó un periodo prolijo en iniciativas. El Gobierno de Artur Mas se lanzó a la tarea de desgrasar el caldo del gasto público con la ayuda de su entonces aliado, el Partido Popular. De ese periodo datan los más duros recortes sociales aún no revertidos. La doctrina del tijeretazo, ahora anatemizada por el independentismo, fue elevada a virtud. El recorte se universalizó tanto que para elegir el consejo de gobierno de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA) pasó a ser suficiente la mayoría absoluta donde antes —con el tripartito de izquierdas— se exigía la mayoría de dos tercios. En 2012, Catalunya Ràdio y TV3 volvieron al orden natural pujolista: una llamada telefónica desde Palau y todos firmes.

Todo eso era entonces. ¿Qué sucede ahora, en la era de la revolució dels somriures, del mandato popular? Pues todo sigue en forma parecida que bajo el régimen pujolista. La situación de “emergencia nacional”, el procés y los políticos presos han servido de coartada para seguir gobernando con mano de hierro los medios públicos catalanes. Se ha hecho bandera de un pluralismo informativo que no se practica, ya que incluso durante la aplicación del artículo 155 “funcionó el control remoto a través de los directivos designados por los partidos del anterior Gobierno [Junts per Catalunya y ERC]”, afirmaba en su día la sección del Sindicat de Periodistes de Catalunya en TV3.

En julio de 2017, poco antes de la aplicación del ominoso 155, la ponencia parlamentaria aprobó por unanimidad deshacer el entuerto del Ejecutivo de Artur Mas y que los miembros del consejo de gobierno de la CCMA fueran elegidos por una mayoría de dos tercios de la Cámara. El final abrupto de legislatura, con proclamación de la república metafísica, arrojó los buenos propósitos democráticos a la papelera de la historia. A esta carrera de despropósitos hay que sumar que desde marzo del año pasado la totalidad de miembros del Consejo de Gobierno de la CCMA tiene su mandato caducado. Dos de los vocales se fueron a su casa, pero cuatro siguen: Núria Llorach, presidenta en funciones a propuesta de Junts per Catalunya; Rita Marzoa, secretaria a iniciativa de ERC; Antoni Pemán, por Unió Democràtica; y Armand Querol, por el PP. Como es evidente, la composición responde a criterios de representatividad anteriores a las guerras carlistas.

El caso es que en octubre de 2018 —empujados por Catalunya en Comú y la CUP— los partidos decidieron sin votos en contra que antes de las vacaciones de verano se aprobaría la reforma de la CCMA. Nadie es inocente y en otoño del año pasado hubo conatos de llegar a acuerdos sin pasar por vicaría de la ley. Durante unos meses incluso Ciudadanos, el azote del independentismo, o los “carceleros” del PSC tontearon con JxCat y Esquerra en pos de un acuerdo que obviase engorrosos trámites legislativos. Pero nada de eso fructificó. Y no fue hasta mayo pasado cuando se constituyó la ponencia parlamentaria para debatir la reforma de las leyes audiovisuales de 2017, una tarea que por su complejidad evoca trabajos de Hércules.

El pleno del Parlament de antes de vacaciones —a celebrar los días 23 y 24 de este mes de julio— debería votar esa reforma. Ha faltado tiempo —o voluntad— para que los ponentes se reunieran. Hay motivos, sin embargo, para la esperanza, pues el texto superará probablemente el trámite de comisión, aseguran fuentes parlamentarias, este mismo mes. O sea que si no hay elecciones anticipadas, en octubre se abordará la ley en el pleno.

El caso es que van pasando semanas. El Gobierno de Quim Torra es incompetente en casi todo menos en el control de los medios públicos. Incluso las propuestas surgidas en su día de sectores del independentismo, como las del exconsejero de Cultura Joan Manuel Tresserras, duermen el sueño de los justos, seguramente por ser excesivamente democráticas. Esquerra utiliza ese corpus doctrinal con la misma habilidad con que el papa Leon XIII toreaba a la modernidad en su encíclica Libertas: con una mano se agarra al indeseable status quo —en el que se mueve como pez en el agua—, mientras con la otra blande la tesis: democratización, despartidización y mejora presupuestaria.

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A estas alturas de la película nadie debería confundir libre mercado con oligopolio o lo público con lo gubernamental. Desgraciadamente, tanto en esta Dinamarca del sur que algunos pretenden que es Cataluña, como en la vecina y entrañable España, muchos siguen instalados en esa rentable confusión.

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