La banalidad del mal inmobiliario
El negocio de unos, que especulan con pisos, es el drama de otros, que se ven desahuciados
ESCENA 1 / interior / noche. Estoy en una taberna de la calle San Bernardo, barra de madera y patatas alioli, escucho hablar de Pablo Neruda. Se trata del dueño de la tasca, un señor mayor, calvo, con camisa, y una mujer en su segunda juventud, rubia, vestida de negro, con gafas de pasta. Admirable, pienso, hablando de poesía por los bares. Me acerco a poner la oreja.
Resulta que no hablan del poeta sino de la calle Pablo Neruda, en las profundidades de Vallecas, donde el tabernero tiene un piso para reformar. Lo enseña orgulloso en la pantalla del su smartphone. “Ahí lo vas a vender bien”, dice ella, que parece trabajar en el negocio inmobiliario. “Además tengo otros en Lavapiés, en la Puerta del Sol”, dice él. “Uy, en Lavapiés vuelan, está la cosa muy bien”, dice ella. “Bueno, ahí los tengo de alquiler”, dice él. “Ahora mismo están los alquileres tan altos que casi compensa más que el piso turístico, que es un engorro”, dice ella. “Eso me lo tengo que pensar”, dice él. “Nosotros hemos subido 300 euros todos los pisos”, dice ella. “Y la gente entra, es que está todo muy bien”, dice él. “Hemos comprado bastante, por muchas zonas: solo hay que echar a los bichos que viven dentro”, dice ella. Son gente normal, una noche cualquiera, en un bar cualquiera. Quieren los pisos para especular.
ESCENA 2 / interior / día. Estoy en una reunión de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Está llena de gente normal, que ha perdido o puede perder su casa. Aquí se enfrentan a los bancos y a los partidos políticos: lo que aquí hacen es política de verdad, más de verdad que la que vemos en las redes, en las tertulias, en los titulares. “Lo peor es el desahucio vital”, me cuenta el presidente Luis Chamarro, “que no solo es perder la casa, sino perder la salud, romper el matrimonio, venirse abajo”. Aquí se dan apoyo legal, pero también emocional. La gente va llenando las sillas: muchas señoras, muchos señores, algunos procedentes de otros países, algunos jóvenes.
Una mujer viene por primera vez, le cuesta contener las lágrimas: “Mi casera me ha dicho que me vaya antes de fin de mes”, dice. “Llevo viviendo ahí desde 1997”, dice. “Ahora me quiere subir 300 euros”, dice. “¿Dónde tienes el piso?”, preguntan los compañeros, que a base de bregar son expertos en tejemanejes bancarios y leyes hipotecarias. “Donde el mercado de La Latina”, dice ella. “Entonces quieren poner piso turístico, fijo”, dicen. “No te derrumbes”, dice el presidente, “tú solo piensa en que tienes que traer el contrato a la próxima reunión, y que con nosotros no te va a pasar nada, no te van a poder echar así como así”. Son gente normal, no quieren los pisos para especular. Quieren los pisos parar vivir.
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