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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Malos tiempos para el cosmopolita catalán

Hace unos años nos hubiéramos limitado a llorar y recordar a Caballé. El idioma de la homilía nos habría dado igual

Rosa Cullell
Montserrat Caballé en una imagen de archivo.
Montserrat Caballé en una imagen de archivo.MARCEL·LÍ SÀENZ

Murió hace unos días una de las mejores voces del mundo, adorada por los amantes de la lírica y de las artes en general. Montserrat Caballé, nacida en Barcelona, se fue dejándonos en la memoria, en grabaciones que muchos conservamos como si fueran joyas, sus irrepetibles pianísimos y ese timbre brillante, limpio, que solo tienen las grandes sopranos del bel canto. Y resulta que, en su funeral, lo único que algunos echaron a faltar fue “un poco más de catalán”. Lo dijo en voz alta su amigo el tenor Josep Carreras. Luego, manifestó su respeto ante la decisión de la familia, pero ahí quedó eso, escrito en los periódicos. Otros no fueron tan respetuosos y lo escribieron en tweets, mostrando su extrañeza y disgusto. Montserrat, creían, también era suya. Como Cataluña.

Pero esas voces únicas, como los buenos libros, las grandes sinfonías, las piezas de teatro que te dejan pegado al asiento o las obras de arte que sobreviven a los siglos son de la humanidad. El arte, el talento excelente, es internacional; no tiene nacionalidad o tiene muchas, la de todos los que desean disfrutar de él. La Caballé, esa catalana universal, fue todo en la ópera (Ana Bolena, Lucrecia Borgia, Norma…), y nunca escondió su gusto por la Zarzuela, un género al que tantos compositores, como Albéniz, Penella o Chapí, aportaron arias inolvidables. Durante una entrega de premios en el Liceu, que se alargó innecesariamente, aproveché para preguntarle cuáles habían sido sus mejores momentos en los escenarios. Me miró seria, cansada, y me espetó: “Este no es uno de ellos”. La Caballé tenía un sentido del humor que podía acerarse cuando se hartaba o se aburría. Y ahí seguíamos, esperando, cuando volvió a girarse hacia mí y, sonriendo, dijo: “Uno de los más divertidos fue cuando canté El Gato Montés con Plácido Domingo”. Hacer de gitanilla, ponerse en la piel de Soleá, había sido uno de sus grandes momentos.

“El arte, el talento excelente, es internacional; no tiene nacionalidad o tiene muchas, la de todos los que desean disfrutar de él”

La gran diva, tan catalana, nunca dejó de ser española, y así se lo decía, claramente, a todo el que la quisiera escuchar. Ella, al margen de su lugar de nacimiento, es ya parte de nuestra historia. Porque la cultura ha sido una mezcla de mezclas y orígenes, antes y después de 1714. Hace unos años, en su funeral, nos hubiéramos limitado a llorarla y recordarla. Y el idioma utilizado en las homilías nos hubiera dado igual. Sin embargo, nuestra tranquila vida de seres orgullosamente bilingües se acabó con esa sentencia del Tribunal Constitucional que tumbó el nuevo Estatut y dio alas a un Procés de nunca acabar. Son tantos los símbolos que un catalán de verdad tiene que asumir, lucir y colgar en su balcón que no da tiempo político para nada más. Y así estamos, con el Parlament a medio gas, y utilizo ese prudente término para no ser tildada de exagerada por quienes se dedican a inventar complicadas tácticas que solo buscan votos a la desesperada.

Muchos de los catalanes-españoles, no solo llegados a Cataluña en las olas de inmigración de los años cincuenta y sesenta, siguen encerrados en el armario. Les cuesta decir —y es bien raro teniendo en cuenta que llevamos siglos hablando más de una lengua— que la cultura en castellano también es la suya. Y de tantas familias catalanistas como la mía. Lo dijo Sergio Vila-Sanjuán, en la presentación de Otra Cataluña, su último libro: “La cultura catalana no se puede entender sin la tradición en castellano”.

Echo de menos esos tiempos en los que independentistas (entonces solo lo eran de verdad los de ERC), socialdemócratas, comunistas y democristianos debatían en cualquier idioma, sin exigir el certificado de pata negra nacional. Pero hasta los insultos han cambiado. Hoy, si eres patriota has de demostrarlo, y si no lo eres has de pedir perdón por casi todo. Por creer que al arte no hay quien le ponga fronteras —“menudo tonto cosmopolita estás hecho”—, por considerar innecesario salir con una estelada al cuello el 11 de septiembre —“otro izquierdista de salón”— o por rechazar cobijarte en una rojigualda el Día de la Hispanidad —“a por ellos, oé”—.

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Mientras unos y otros (seres sin dudas ni contradicciones) siguen complicando la política hasta límites absurdos, el Parlament se ha convertido en un reality show, provocando que los ultras de cada extremo crezcan y el debate desaparezca. ¿Cuándo se aprobó por última vez en el Parlament o en el Ayuntamiento de Barcelona algo destinado a mejorar de verdad la vida de los ciudadanos? Mientras sigamos midiendo los funerales por el idioma utilizado (recuérdese el aniversario del atentado terrorista), Cataluña seguirá enferma, y no de cosmopolitismo.

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