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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El desencaje (europeo) de las políticas sociales

La Unión Europea no puede seguir contemplando de pasivamente el gran aumento de la desigualdad interna de cada país

Joan Subirats

La Unión Europea cerró la llamada “cumbre social” de Gotemburgo del pasado viernes con una declaración en la que se trataba de reforzar el maltrecho pilar social europeo. Decía Xavier Vidal-Folch en estas mismas páginas que la noticia era buena, ya que ponía de relieve que los mandatarios europeos querían responder a la situación cada vez más generalizada de precarización social. Como síntoma de reconocimiento es cierto que ello es más que cero, pero queda muy lejos de lo que sería necesario. Sin duda, dados el pasado comunitario, siempre muy reticente a incorporar medidas sociales que acompañaran la unidad de mercado, ello demuestra que alguien en Bruselas ha visto que las señales de alarma habían superado todos los límites. Pero el evidente simbolismo de la declaración de Gotemburgo, en que se recogen veinte nuevos derechos sociales, generalmente de carácter complementario a los ya existentes en cada país, no puede ocultar su endeblez y fragilidad.

No es ninguna novedad que las reticencias para avanzar hacia un modelo social de carácter compartido en toda la Unión Europea han sido enormes. Ya en la etapa fundacional, el Comité Spaak dictaminó en contra de quiénes querían incorporar las políticas sociales en el mismo nivel que las políticas de unidad de mercado. Mientras esas últimas se convirtieron de hecho en la razón de ser y en el fundamento de la construcción comunitaria, las políticas sociales se entendieron siempre como patrimonio de los pactos específicos que en cada país se habían dado, respetando su propia idiosincrasia y su propio modelo de bienestar. No es extraño pues que, como analizó Esping Andersen, tengamos distintos modelos de bienestar en Europa, y que difícilmente un sueco aceptaría el sistema sanitario francés, o que un alemán se encontrará a gusto en el peculiar sistema de protección británico. Y esas diferencias y reticencias siguen vivas.

Es cierto que Gotemburgo muestra que la UE no puede seguir contemplando pasivamente lo que está aconteciendo. Y lo que acontece es el gran aumento de la desigualdad interna en cada país, las crecientes dificultades financieras para dar respuesta a las demandas de protección social que siguen aumentando, las incertidumbres sobre el futuro del mercado de trabajo, o la notoria existencia de trabajadores pobres que no llegan a final de mes y que deben recurrir a los servicios sociales, que cubren subsidiariamente lo que las empresas vergonzosamente no asumen. La Unión Europea se había refugiado en las políticas de reconocimiento, en materia de género por ejemplo, pero ello si bien enriquecía la capacidad de atender la diversidad en momentos de una cierta estabilidad, no cumple su función frente a los graves problemas de desigualdad en renta que no solo no se atemperan, sino que aumentan y se enquistan.

No es fácil imaginar que un sistema pueda ser políticamente estable si en ese sistema las promesas de ascenso social vía educativa se van esfumando, y van siendo cada vez más determinantes la herencia económica y el entramado social de contactos de cada quién para explicar los factores crónicos de desigualdad. Las dos principales bases de legitimidad democrática que era la participación social en la toma de decisiones y la capacidad de redistribuir renta a través de políticas fiscales que lo permitieran, están hoy en claro retroceso. Por una parte, por la creciente sensación que las decisiones esenciales no están ya en manos de los estados. Y por la otra, por la también evidente capacidad de evasión y elusión fiscal que drena las capacidades redistributivas de esos estados.

Las medidas de Gotemburgo apuntan bien (por ejemplo con la autoridad europea en temas de empleo, o con un salario justo que permita vivir decentemente), pero no acaban de alcanzar en el blanco ya que simplemente no hay nadie que dispare. No son vinculantes. Se dejan al arbitrio nacional. De hecho son más dotaciones complementarias y trasladables individualmente a otros países, que derechos sociales europeos. La base sigue siendo nacional, el relato es europeo. Pero frente a un futuro que ya no es lo que era, frente a las incertidumbres, desconfianzas y temores de unas clases medias que se ven al borde del abismo, todo ello suena a poco. Si es difícil formar gobierno en Berlín, más aún lo es construir capacidades gubernamentales en Europa capaces de hacer frente realmente y con medidas concretas y no retóricas a esos denostados populismos que son, como mínimo, expresión de un malestar muy extendido. Deberíamos acompañar esos gestos en la esfera europea, con el fortalecimiento de las capacidades locales para acercar competencias (insuficientes) con incumbencias (crecientes e insatisfechas). Solo así iremos mejorando los encajes de unas políticas sociales cada vez más necesarias y cada vez más insatisfactorias.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UB.</CF>

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