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OPINIÓ
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Por qué no lo decían?

También hemos llegado hasta aquí por culpa del silencio casi cómplice de las élites

Jordi Ibáñez Fanés
Josep Borrell en la manifestación del pasado domingo.
Josep Borrell en la manifestación del pasado domingo.Quique García (EFE)

En la manifestación del pasado domingo en Barcelona, Josep Borrell puso el dedo en la llaga: los que ahora se van, los grandes bancos, las grandes empresas, ¿por qué no habían dicho nada antes? ¿Por qué han callado todo este tiempo? Lo avisó José Manuel Lara (e.p.d.) en su momento, es cierto, y eso le honra. Porque el valor de decirlo, naturalmente, radicaba en decirlo en público. Que lo dijesen en privado puede comparecerse con la consabida discreción del banquero o del empresario, que guarda silencio para no alarmar o desairar al accionariado y a los clientes.

Pero representarse algunas de las conversaciones que sobre esto han podido tener lugar entre, digamos, Oliu o Fainé y Junqueras o Puigdemont —o Mas—, inevitablemente alimenta la más cruel de las imaginaciones. Porque el hecho es que la punzante pregunta de Josep Borrell entraba muy adentro en las carnes de la más selecta sociedad catalana y dejaba al descubierto algo que estos días se está viendo con toda claridad: la alarma de unas élites tanto tiempo calladas, por lo menos en público, y tan exquisitamente equidistantes entre el Gobierno y la Generalitat.

El frenazo que ha tenido como portavoces a Santi Vila, al exconsejero de economía Andreu Mas-Colell y al mismísimo Artur Mas se ha oído desde lejos. Proponer a estas alturas un alto el fuego —¿por qué no la bandera blanca directamente y somos por fin un poco honestos?—, o una especie de bienio de bondad táctica ingenuamente anunciado urbi et orbe, nos remite a la famosa advertencia de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. ¿Y qué fue lo que dijo y no dijo Mas en el Financial Times? El matiz tiene una enjundia hermenéutica de lo más apasionante. No dijo que “no estamos preparados para ese viaje”, sino que “debemos prepararnos mejor para ese viaje”. En cualquier caso parece que hay una relación directa entre el pánico y hartazgo en el mundo financiero y empresarial y ese frenazo. Es decir, que del chicken game hemos pasado al chicken run. ¿Pero a quién le sorprende eso? Ponerse en lo peor equivale hoy a acertar.

La pregunta de Borrell enriquece mucho la consabida cuestión de cómo hemos llegado hasta aquí. Y lo hace dando una parte de la respuesta, tan digna de estudio y reflexión —para aprender de los errores— como la que más. Esa respuesta viene a decir que también hemos llegado hasta aquí por culpa del silencio casi cómplice de las élites.

Y hay que calibrar ese silencio como el acompañamiento necesario para que funcionase algo decisivo, algo determinante para comprender estos últimos cinco años de enloquecimiento colectivo. Que la CUP quiera albanizar Cataluña o que ERC anhele una República Catalana, todo esto forma parte del orden natural de las cosas políticas en este país. Pero que la vieja Convergencia se lanzase por un camino que históricamente siempre le había sido ajeno al catalanismo de la gent d'ordre, esa ha sido la gran novedad, ese ha sido el desplazamiento de carga que ha desequilibrado al país entero y lo ha desquiciado políticamente.

Las razones de esta deriva se han mencionado hasta la saciedad, y es inútil repetirlas. La sentencia del Estatut del 2010 no debe verse entonces como ninguna gota que colma ningún vaso condenado a desbordarse, sino como la consecuencia, sin duda nefasta, de una táctica política que se remonta al primer tripartito de Maragall y en la que Artur Mas hizo de pirómano y bombero, y luego de pirómano otra vez. Si a ello se añade la crisis de autoridad que la debacle andorrana y familiar de Jordi Pujol provoca, dejando un vacío simbólico que sólo se llena de desorientación y precipitación -es decir, de huida hacia adelante-, entonces se comprenderá que este mismo hombre, siempre ese mismo Artur Mas con el que empezó todo -dejemos descansar hoy a Rajoy-, no puede haber salido de ninguna ensoñación de cinco años, sino que simplemente sigue atrapado en el mismo juego de siempre: el de descomponer todos los infinitesimales de una ruptura en la que en realidad ni él mismo debe de creer, porque lo suyo siempre fue un puro jeribeque, una representación al servicio de otra causa. Y si al final ha acabado creyendo en algo ha sido más que nada por dotar de contenido su propia obstinación.

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Pero para que el juego le funcionase —un juego nada irrelevante: gracias a él apagó el fuego social de 2011 con el contrafuego nacional de 2012— necesitó del silencio de esas mismas élites que ahora optan por desplazar sus sedes sociales fuera de Cataluña. Ellas le siguieron cuando le vieron desactivar la polarización izquierda-derecha en lo peor de la crisis. Por eso guardaron silencio. ¿Quién se iba a imaginar que el otro incendio avanzaría tan deprisa y amenazaría con arrasarlo todo? Cuántas, cuántas lecciones de historia estos días…

Jordi Ibáñez Fanéz es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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