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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Emoción y convivencia

El problema está en esta franja juvenil sin expectativas, que cultiva un resentimiento sordo, a la que llega un mensaje que le promete un camino de venganza y de poder

Un aplauso más largo de lo que tocaba. Una plaza más llena de lo que hubiera podido ser. Una Rambla otra vez pletórica de gente, aunque de gente triste. Eso era el viernes por la mañana Barcelona; un poderoso testimonio de comunidad, de compartir algunas cosas básicas. Las que poblaron los discursos institucionales, correctos, inclusivos, sembrando concordia allá donde el horror pretende poner odio. Dando la mano, dando las gracias. Emocionados, nuestros representantes, de ver que la ciudad y el país no fallan, que cada persona implicada ha estado en su lugar, en fin, que las cosas siguen igual aunque la ciudad esté herida por ese rayo ciego del terror. Me gusta especialmente la imagen del Consistorio en pleno, todos los concejales con la alcaldesa Ada Colau abriendo paso, caminando por la Rambla hacia la plaza Catalunya. Caminando, que es hacer camino al andar. Deteniéndose en el punto exacto del ritual de las bujías y los peluches y las flores, allá donde el ciudadano quiere dejar su mensaje de solidaridad.

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Ya sé que todo es muy simbólico, que la realidad es otra cosa. No estoy diciendo que toda esta emoción sea mentira, que no lo es en absoluto, sino que estos valores que defendemos con tesón cuando son atacados pasan tranquilos por nuestras vidas, por nuestras ciudades, cuando los días son otros. Sabíamos que podía pasar y sabíamos que pronunciaríamos esas mismas palabras que se dijeron. Ahora bien, no se puede dejar la respuesta solo a la emoción. Hay que construir. El yihadismo no responde a parámetros racionales, ni está enraizado en la comunidad musulmana de Barcelona. Es un elemento exógeno y extraño, que crece como crece el mal, subrepticiamente. Que nos llega rebotado desde otras experiencias y violencias. Y no es Barcelona un caso aparte de lo que pueden ser barrios similares en otras ciudades europeas.

No se trata de religión, ni se trata siquiera de integración. Es cierto que Barcelona no tiene una gran mezquita en el Raval, que se apaña con oratorios, pero el problema del terrorismo no está en la religión, aunque este debate lo tenemos pendiente. He dicho integración: es obvio que el Raval es, en si mismo, un gueto. Un gueto amable. Se concentran, pues, determinados problemas, que están bien detectados: desde las escuelas con altísima inmigración y bajos rendimientos (no siempre las dos cosas) a una población que sale poco del barrio, que usa poco la ciudad, que no la siente suya más que en ese trozo que habla su lenguaje y vive su estética. Pero en casos de migración masiva, cada comunidad —mejor dicho, cada individuo, aunque es difícil separar individuo y comunidad— tiene que elegir el grado de integración que le es útil y estimulante. No hace falta que haya un solo baremo. Es una decisión personal de quien llega, y no tiene por qué presentar problemas.

El problema está en esta franja juvenil sin expectativas, que seguramente se siente un poco marginada y fuera de lugar, que cultiva un resentimiento sordo, a la que llega —por las vías que sean— un mensaje que le promete un camino de venganza y de poder. Una identidad. Justo cuando la vida hace que la violencia sea atractiva (la violencia fascina a los jóvenes, aunque sea de forma teórica). El cóctel, bien trabajado por aquellos que mueven los hilos desde la red global, a veces explota. Sólo a veces. La pregunta es qué hace la comunidad musulmana para detectar estos casos, raros y minoritarios, o los mensajes inflamados de algunos imanes díscolos. Porque si la comunidad no se abre a detectar y denunciar y desactivar, poco se podrá hacer desde fuera. Y no dudo que las condenas al atentado, que han aparecido puntuales, han sido sinceras.

El Ayuntamiento mantiene, desde hace años, canales de interlocución con los representantes de la comunidad musulmana, una comunidad que no tiene una única voz. Pero tengo la impresión de que este diálogo es retórico. Que es de protocolo. Es un poco la tónica de la participación, incluso hoy, cuando el Ayuntamiento debería potenciar la consolidación de eso que Joan Maragall llamaba “el factor ciudad”, y lo decía hace poco más de cien años, cuando estallaban bombas cada semana. Factor ciudad es la comunidad, la pertenencia. Compartir con extraños lo que nos une y nos hermana. ¿Es así como vive la comunidad musulmana en Barcelona? Lo dudo, por más pacífica e indiferente que sea nuestra convivencia.

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Patricia Gabancho es escritora

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