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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La batalla decisiva

Hará falta mucha inteligencia, mucha determinación para enfrentarnos al monstruo que nos devora. Y en esto, para mal del Ayuntamiento, no valen los gestos

Vista aérea de la capital catalana con la Barceloneta en prime plano.
Vista aérea de la capital catalana con la Barceloneta en prime plano. Carles Ribas

El mercado, clandestino o a cielo abierto, opera según sus propias reglas. Lo que pasó en La Mina, esa vigilancia extraoficial pero eficacísima de los pisos sociales pendientes de adjudicar que ha llevado a un concejal de Sant Adrià al juzgado, estaba delante de los ojos de quien quisiera verlo. “Los Manolos”, firma el cartel que desaconseja cualquier maniobra de ocupación. En La Mina no se juega, la autoridad es la autoridad. Pero La Mina no es el mercado convencional. El Mercado convencional es la Barceloneta, es ese piso rescatado por su dueña de las redes de un defraudador amparado por la distracción voluntaria de eso que llamamos “economía colaborativa” y que es una máquina de hacer dinero sin escrúpulos. Un piso que, en dos días, destapó 200 casos similares, 200, que se están produciendo delante de las narices de todos los posibles responsables.

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Las circunstancias no dan tregua, parecen ensañarse contra las buenas intenciones municipales y las expectativas de la gente que mal que bien aguanta todavía en las encuestas de valoración. “No estamos aquí para hacer cosas fáciles”, ha dicho Mercedes Vidal, concejal de Movilidad, comentando la insufrible octava jornada de huelga del metro, un conflicto que nadie entiende. Hace pocos días se producía en Barcelona una manifestación contra la especulación en la vivienda. Sabemos de desalojos diarios, crueles en el caso de desamparo o más silenciosos cuando los contratos se vuelven papel mojado para gente de clase media que hasta entonces podía pagar. Veía yo la mani, con las camisetas verdes de la PAH, y me preguntaba qué estaría pensando, ante esa imagen, Ada Colau. Me preguntaba si alguna vez se arrepiente de haber dicho, en campaña, que todos esos problemas de pobreza y de mercado y de turismo y de lo que fuera era por desidia del gobierno anterior y no por la clarísima impotencia que impone un sistema que sólo se puede modular —no combatir, modular— si se aúnan los esfuerzos de todas las administraciones. Veremos cómo sirve de poco el baremo de precios de alquiler de la Generalitat. Ada Colau debería pedir, en silencio y sin que nadie la oiga, disculpas a sus predecesores. No está consiguiendo mejores resultados que ellos.

Hace unas semanas, el CCCB trajo a Barcelona a Raquel Rolnik, una arquitecta de Sao Paulo que estudia —en universidades e instituciones— estos procesos de depauperación forzados por los mercados globales, los buitres que planean sobre las ciudades, tantas veces los hemos mencionado. Es una mujer menuda, enérgica, de cabeza rizada, que habla como si descubriera el mundo con las palabras, cuando de hecho no dice nada nuevo, aunque lo dice muy bien. Apunto sólo dos de las ideas. Todos podemos ser parte de este proceso, simplemente teniendo un plan de ahorros en un banco, que la entidad invierte allá donde no sabemos (excepto que operemos con la banca ética, de la cual se habla ya muy poco). El sistema nos engulle, al margen de los principios. Y la segunda, voluntarista, casi al finalizar su charla: detecta la aparición de insurgencias. Bravo. Movimientos populares, esa manifestación bajando por Laietana, ese sindicato de alquileres, la PAH que persiste, el voto que fue de esperanza a Ada Colau. Y también las alternativas de organización económica: desde cooperativas hasta, decía ella, okupaciones. El problema, sin embargo, está implícito en el diagnóstico: estamos luchando contra la economía global, contra capitales flotantes que ya no tocan la vida real excepto para violentar las reglas.

¿Cómo se contempla este problema desde las ventanas de la plaza de Sant Jaume? ¿Cómo se le hace frente sin establecer complicidades que deberían llegar a Madrid, al Parlament, a Europa? Es curioso que justo cuando esta impotencia se hace patente en las calles de Barcelona —víctima propicia porque es ciudad con vocación especulativa desde siempre— sean las nuevas alcaldesas las que proclaman que es el momento de las ciudades. Es verdad que son las ciudades laboratorios, pero por ahora el experimento lo está haciendo el sistema. Hará falta mucha inteligencia, mucha determinación para enfrentarnos al monstruo que nos devora. Y en esto, para mal del Ayuntamiento, no valen los gestos. La ciudad está en juego más allá de esos rincones simbólicos. La batalla requiere otras decisiones y no sabemos si Ada Colau, o alguien, está construyendo, o no, esa estrategia.

Patricia Gabancho es escritora

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