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La angustia quiere acabar con todo

Hollywood ha ido modelando la mentalidad contemporánea de un modo irreparable

'Objetivo: La Casa Blanca', de Antoine Fuqua (2013), uno de los productos de destrucción del mundo que suele ofrecer la meca del cine.
'Objetivo: La Casa Blanca', de Antoine Fuqua (2013), uno de los productos de destrucción del mundo que suele ofrecer la meca del cine.

La industria cinematográfica de los Estados Unidos es una cadena de producción que no descansa ni tiene fiestas que guardar. A su catálogo pertenecen las superproducciones que se estrenan simultáneamente en todo el planeta y las ficciones de serie B que inundan la programación televisiva del mundo libre. De ser una pausa para el reposo, la industria del entretenimiento ha pasado a ser la autoridad que guía el comportamiento de una población emocionalmente traumatizada e intelectualmente maltratada. Como sede de la nueva religión mundial no debe ser desdeñada. No en vano Hollywood (bosque sagrado) imita con sus fantasías las sentencias de las divinidades antiguas.

La mercancía narrativa de la Meca del cine (formidable metáfora para la moderna religión del mercado) ha ido modelando la mentalidad contemporánea de un modo irreparable. Hará falta ser un antropólogo marciano para reconocer la eficacia con que los guionistas han organizado el imaginario universal. Su principal obsesión, la necesaria destrucción del mundo, se desliza entre las banalidades de cualquier argumento cinematográfico y desde allí pronuncia su promesa de castigo y redención. La audiencia masiva, sometida a la ansiedad de la existencia, se siente intrigada por el desenlace profético del malestar.

La factoría de ficciones cinematográficas se ha puesto al servicio de un doble compromiso: por un lado, debe sosegar los síntomas de un conflicto patológico; aunque por otro, debe garantizar que siga siendo incurable. Las pulsiones que dominan el imaginario estadounidense, las que elabora con magistral destreza su industria del entretenimiento, se distinguen por esta doble condición: mientras exorcizan la angustia comunitaria, la excitan.

Para entenderlo hace falta adoptar una nueva perspectiva y sustraerse a la fascinación de las candilejas. La serie House of cards, por ejemplo, no debe leerse como una crítica al despiadado ejercicio del poder que ejercen los políticos en Washington, sino precisamente como su más depurada apología: su didáctica enseña a la audiencia de qué va el juego.

Las líneas maestras de la gran obsesión americana rigen la narrativa audiovisual del cine y la televisión: las armas de fuego como emblema heroico del pionero que ante el peligro se las arregla solo y por su cuenta; los automóviles, sistemáticamente destruidos una y otra vez, venga o no venga a cuento; la añoranza por el melancólico espíritu de las praderas en un Far West exento de indios; los zombis, los muertos vivientes como metáfora de la sospecha que atenaza el cuello de cada espectador: la de no estar vivo del todo; la morbosa recreación de todo cuanto asesino en serie, secuestrador, caníbal, violador o pederasta aparece en la crónica de sucesos; la inminencia de la catástrofe final, ya sea atómica, ambiental o cósmica, evocada con mecánica insistencia: desde El Planeta de los simios hasta la demolición de la Casa Blanca por los enemigos venidos del espacio estelar. Todo argumento gira alrededor de lo mismo: trasgresión, crimen, culpa y castigo. La pulsión dominante, la obsesión nacional recurrente, que alienta el deseo de acabar con todo de una vez.

Miles y miles de horas de programación televisiva, reproducen, emiten y esparcen las semillas de esta pulsión violenta y suicida. Un país que elabora, exporta y celebra estas obsesiones como si fueran obras de arte es un país que, obviamente, tiene un problema. La causa habrá que buscarla en un extraño conflicto de identidad: los ciudadanos estadounidenses no saben quiénes son. ¿Qué se puede esperar del único país del mundo que no tiene nombre?

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