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JAZZ DIANA KRALL

La voz con grano

La canadiense sigue haciendo lecturas recurrentes, pero combate sus inseguridades con momentos de sinceridad

“¡Oh, vaya lugar hermoso!”, se admiró Diana Krall nada más asomar por el Teatro Real, antes incluso de pulsar la primera nota en su Steinway. A veces considerada hierática y distante, la cantante y pianista canadiense quiso plantarle cara este miércoles a su propia leyenda y primar el calor sobre el divismo. Fue una intención manifiesta desde el mismo arranque, una de esas piezas de pulso indisimuladamente acelerado que deja margen para que todo el cuarteto esboce solos breves, nerviosos, excitantes. Una buena aportación de carne para el asador.

Krall se ha especializado en el repertorio ajeno, lo que no está exento de riesgos. Suyos son redescubrimientos de bellas antiguallas que, como Boulevard of Broken Dreams o Like a Butterfly That’s Caught in the Rain, convirtieron los bises en un postre en el que habríamos seguido hundiendo la cuchara. Pero corremos el peligro de la redundancia o la elección oportunista, como sucede cuando en I’ve got you under my skin o Corcovado (Antonio Carlos Jobim) no se aporta gran cosa, por mucho que a la primera se le imprima un acento facilón de bossa nova. O cuando, a renglón seguido, nos preguntamos qué necesidad habría de abordar la millonésima versión de Cheek to cheek.

Con todo, la mujer de Elvis Costello ha ido moldeando su presencia escénica y puede que, en sus múltiples visitas madrileñas, nunca la hubiéramos visto tan reconfortada. Sigue siendo dueña de una gestualidad incómoda: se recoloca una y mil veces en la banqueta, ajusta el micrófono como si fuera imposible acertar con el ángulo adecuado, sacude la melena rubia como si se tratara de un auténtico incordio. Pero fue ella sola, con sus tres acompañantes como meros testigos, quien protagonizó el momento más hermoso de la velada al aproximarse a A case of you, ese monumento de su paisana Joni Mitchell. Ella lo retorció y recreó casi musitándolo, con silencios y énfasis que iba encontrando por el camino. Y nunca, nunca había sonado tan propia, conmovedora y sincera. “Estoy aquí para cantarle al amor, que es lo que al final importa”, había advertido a la hora de abordar Let’s fall in love con esa voz sensual, etérea, que en la franja grave acurruca en el susurro. La suya es una voz con grano, como esas fotografías que, escasas de exposición, se vuelven turbias e intrigantes, no enseñan tanto como sugieren. Es el mismo misterio que anidó en el final suspendido de How Deep Is The Ocean, de Irving Berlin. Con todas las reticencias, al final no todo es pose en el universo de Diana.

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