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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Memoria: dispara y olvida

“Así te harás un hombre y sabrás lo que es la vida”, argumentó mi madre para que dejara de lloriquear porque me iba a la 'mili'

Carles Geli
Un niño apunta con una ametralladora en las jornadas de puertas abiertas en el cuartel de El Bruc.
Un niño apunta con una ametralladora en las jornadas de puertas abiertas en el cuartel de El Bruc. MASSIMILIANO MINOCRI

“Así te harás un hombre y sabrás lo que es la vida”, argumentó mi madre para que dejara de lloriquear porque me iba a la mili. ¡Y saber que a los 17 años Thomas Edward Lawrence, predestinado Lawrence de Arabia, ya se había escapado de casa en bicicleta para presentarse a la Royal Artillery!, me confrontaba para infundirme ánimos, yo, a mis 23, aún más acobardado por si me declaraban prófugo, lo que unido a ser recién titulado en periodismo sin visos de trabajo me abocaba a una angustia sartreana tremebunda… En fin, abreviando: que tras largo periplo por la geografía castrense de España acabé mi servicio militar en el "Acuartelamiento de El Bruch" de Barcelona, al ladito de la línea 3 del metro (lejos del glamour del eje ferroviario Berlín-Bagdad alemán que tanto obsesionaba a los mandos ingleses de Lawrence), a 15 paradas de casa, pues, para disgusto mayúsculo de mi progenitora. Aún así, tras licenciarme del Ejército juré que nunca más pisaría la caserna. Lo cumplí durante 29 años, hasta el pasado sábado.

Sabía que la magdalena proustiana tornaría en pesadilla. Y en el primer tenderete del engalanado patio de armas con motivo de las puertas abiertas del Día de las Fuerzas Armadas asomó ya un flashback negro. Como en un mercadillo, junto al fusil Barret M-95 y el lanzagranadas AG-36 (“uy, está fabricado en Alemania y garantizan miles de disparos sin encasquillarse”, exponía el soldado con el entusiasmo del vendedor de electrodomésticos a comisión) había un HK G-36, “más fácil de desmontar y ligero que el CETME”. ¡Qué dijo! ¡Oh, aquellos CETME, cuánta mili encima!: buena parte de los de mi compañía se cargaban mortalmente dándole un seco golpe en el suelo y si quería disparar al centro de la diana debía apuntar, con el mío, al cuadrante inferior izquierdo. Tales virtudes tecnológicas forzaron mi única acción violenta en 12 meses: amenacé con un culatazo en los dientes a uno que le dio por hacer el Rambo en el camión que nos transportaba a prácticas de tiro con balas reales en el cargador.

Ya estaba en situación: mucho crío, ondeando una bandera española de plástico, iba de camuflaje como sus progenitores; una rubia platino enfundada en ajustados pantalones caqui, botas militares y una camiseta negra donde, bajo fondo rojigualdo, se leía “La Legión, orgullo patrio”, se cruzó con un señor entrado en años y barriga, gafas de sol y boina negra de paracaidista, mientras el ronco hilo musical dejaba caer el pasodoble del Soldadito español. Tuve así que reprimir no encaramarme a la torreta de la ametralladora del tractor oruga Tom (“no es estanco: el agua llega hasta el pecho, te acostumbras”, decía su conductor) o al de sugerente nombre VAMTAC, decepcionantes siglas de Vehículo de Alta Movilidad Táctico (todo es muy lógico y lineal en el Ejército: ordenar y cumplir). Más costaba contenerse ante el imponente tanque Leopardo 2E. El ejemplar, bautizado Brunete, de 2004, tenía un “precio estimado de 7.067.589,80 euros” (así se estima en el Ejército). Y me contuve de interrumpir al suboficial sobre si era tarifa de concesionario, enfrascado en informar a la siempre experta audiencia: “¿Puede llevar ametralladoras más grandes que las de 7,62?”, inquiría el hombre enjuto de las rayban que ya había provocado admiración por sus aavezadas intervenciones en la sección de fusiles.

El precio me transportó a las 500.000 pesetas de 1986 que uno de los hijos Pujol-Ferrusola iba preguntando si tenías, como calderilla, para invertir en bolsa, cuyas cotizaciones consultaba cada mañana en la prensa mientras supuestamente hacía la mili. “Me han avisado de una oportunidad que puede estar bien”, solía decir. Era de los poquísimos que iba de paisano para facilitar su salida y entrada del cuartel, conseguidor nato de los pedidos más extraños de la alta oficialidad, como la renovación, fuera de plazo, claro, del permiso de caza del coronel.

En un halo de irrealidad que el calor acentuaba, en el puesto de un GRS (Grupo de Reserva y Seguridad; la lógica, ya saben) de la Guardia Civil, porras, cascos, escopetas y escudos conformaban la sección “control de masas”, precedida por una imagen de unos antidisturbios en plena acción callejera. Entre las brumas reverberantes del mediodía, surgió un joven de larga melena y camiseta heavy de Metallica que sacaba fotos, que se me antojó o bien figurante de supuesto agente provocador para una inminente exhibición del GRS o que su impunidad sólo se explicaba por ser hijo descarriado de algún mando.

Bajo los acordes del Ardor guerrero, pasé de largo de las tentadoras rebajas en llaveros, camisetas y gorras (más baratas que cuando uno debía acudir al mercado negro cuando te la robaban en la mili en una de las periódicas plagas de sustracciones) y también del simulador de cabina de un F-18 Hornet, disuadido por la cola y el inquietante lema del grupo: “Quien ose, paga”. Me detuve, eso sí, ante el URG VAMTAC-S3, cacho vehículo que regresaba, visibles algunas cicatrices, de siete años en Harat (Afganistán), algo que el San Bernardo de los zapadores, iconoclasta, no respetó al miccionar en una de sus ruedas. “No me jodas, que ha de durar 10 años más”, le soltó el soldado. En el capó, una militar: en realidad, no había puesto en el que no hubiera representación soldadesca femenina, en una estudiada mise-en-scène sólo igualada en lo políticamente correcto en una exposición sobre transmisiones: junto a la foto de unos Requetés en una trinchera en funciones de propaganda con un gramófono, otra de dos militares republicanos manejando una radio…

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“¡Vamos soldado, vamos!”, ponía de atrezzo sonoro un militar a la niña que, banderita rojigualda pintada en la mejilla con un stick maquillador de los soldados, se arrastraba en una minipista americana, como uno huyó reptando debajo de la litera una larga noche en la que un brigada macerado en alcohol apuntó inopinadas inclinaciones sexuales… Suerte que el imponente helicóptero Tigre y el casco de su piloto que puede dirigir con la mirada la ametralladora me devolvió a la realidad. O no: el emblema de la compañía, manchega, es el Post tenebras spero lucem del impresor del Quijote.

Suficiente. A la salida, imposible reprimir la mirada de soslayo a una de las garitas donde uno dejó jirones de su vida en madrugadas absurdas combatidas contando coches de la Diagonal. Hoy, no se ve a nadie: sobresale del torreón una cámara de seguridad. No hay reproche, ni a la madre, ni a la madre patria. Pasan cosas en la vida; hay momentos, susurros de la nostalgia. Y desafíos de la memoria; la mía me devolvió el tipo de funcionamiento del armamento del Tigre: “Dispara y olvida”.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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