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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Majestic como espejismo

No fue el pacto entre Pujol y Aznar en 1996 el que alimentó el independentismo, sino las decepciones en cadena de la década 2000-2010 agravadas por la indiferencia y el desdén del 'establishment'

La falta de voluntad o de capacidad de las élites españolas para entender lo que está ocurriendo en Cataluña a lo largo de los últimos cinco años resulta cada vez más llamativa. La culpa del proceso secesionista es de “los historiadores nacionalistas” (¿cuáles?) dedicados a “la nacionalización del pasado”, a la fabricación de “cuentos de hadas” (¿dónde? ¿en qué textos, más allá del infausto título de un simposio del que nadie parece haberse leído las actas?). O, alternativamente, todo es obra de los medios de comunicación públicos de la Generalitat, que dejan en mantillas al Völkischer Beobachter. O de la no menos famosa “espiral del silencio”, ese extrañísimo silencio que atruena cada mañana desde el 75% de las cabeceras con edición en Barcelona.

En cambio, la desbocada campaña del Partido Popular en 2005-2006 contra el nuevo Estatuto y su culminación con el recurso de inconstitucionalidad, todo eso nada tiene que ver con el escenario actual. Tampoco la displicencia del PSOE con respecto a Pasqual Maragall. Ni la mezcla de desdén e incomprensión de la intelectualidad española de izquierdas ante aquella iniciativa legislativa, por medio de la cual casi el 90% del arco parlamentario catalán pretendía acomodarse con España al menos para una generación.

Descartada la posibilidad de hacer lo que se recomienda ante cualquier conflicto —ponerse en el lugar del otro y tratar de entender sus razones—, la actual ortodoxia hispano-española está rizando el rizo de la impermeabilidad y del rechazo ante las aspiraciones de al menos la mitad de los ciudadanos de Cataluña. Y, en su ala más radical, aquella ortodoxia sostiene ya que el origen del problema separatista reside en las “cesiones” hechas durante décadas por los Gobiernos centrales al “chantaje nacionalista”. Singularmente, con el llamado “pacto del Majestic”.

Que no se trata de las acusaciones estrafalarias de algún lunático lo prueba la reacción que tuvieron, la semana pasada, los aludidos: la FAES elaboró y distribuyó a toda prisa un documento de 19 folios llenos de estadísticas y gráficos para desmentir que aquel pacto hubiese contribuído al “fortalecimiento del independentismo catalán”. Con el mismo propósito, José María Aznar publicó el pasado viernes, en un diario amigo, un artículo de página entera: Cataluña, el Majestic y la lealtad.

El de Aznar y la FAES es un esfuerzo que nos informa sobre cuál es ahora mismo la atmósfera en la Villa y Corte (¡que ellos aparezcan como sospechosos de lenidad retrospectiva ante el “desafío secesionista”...!), pero resultaba bastante innecesario: nadie que conozca mínimamente la historia política catalana reciente puede sostener que el Majestic espoleó la radicalización nacionalista. Nadie, excepto quienes consideren “entreguismo” cuanto no sea mantener la España Una, Grande y Libre, que los hay.

No, el acuerdo de investidura y gobernabilidad de 1996 entre PP y CiU no convenció a demasiada gente de que Aznar hablaba catalán en la intimidad. Pero sí hizo concebir a muchos nacionalistas de centro-derecha una esperanza: la de que, algo forzado por las circunstancias, el rejuvenecido PP fuese capaz de evolucionar en un sentido girondino, en una línea CDU alemana. Y, pese a episodios como el intento de la ministra Aguirre de recentralizar la enseñanza de las Humanidades, esa expectativa se mantuvo hasta 2000. Luego, el uso legislativo y gestual que Aznar hizo de la mayoría absoluta sustituyó aquella esperanza por una primera y profunda decepción.

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No, el acuerdo de investidura y gobernabilidad de 1996 entre PP y CiU no convenció a demasiada gente de que Aznar hablaba catalán en la intimidad

Vino a continuación un segundo desengaño, el del catalanismo de centro-izquierda (desde Maragall a ERC) que depositó sus expectativas en la palabrería de Rodríguez Zapatero para llevar a buen puerto el nuevo Estatuto, y acabó topándose con el cepillo de Alfonso Guerra, la sierra de Manuel Chaves y demás herramientas de la carpintería PSOE. Pese a todo, al Estatuto todavía le quedaba algo de substancia, y de ahí el voluntarioso esfuerzo por ratificarlo en referéndum, a mediados de 2006. En vano: recurso del PP y, tras cuatro años en el corredor de la muerte del Constitucional, una sentencia castradora y humillante en junio-julio de 2010.

No, no fue el Majestic el que alimentó el independentismo. Fueron las decepciones en cadena de la década 2000-2010, agravadas después por la indiferencia y el desdén del establishment (de Felipe González para abajo) ante las consecuencias tanto jurídicas como morales del triste desenlace de la apuesta neoestatutaria. Es de ahí de donde venimos, aunque muchos sigan empeñados en buscar falsos culpables.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

 

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