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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

(In)solvencia

Expresaba hace unos días el ministro de Economía, Luis de Guindos, su convicción de que la presión que los mercados financieros siguen ejerciendo sobre España no se corresponde con la situación real del país, con los esfuerzos realizados, ni con el potencial de la economía española. “España es un país solvente”, afirmaba. Y no está solo el ministro en esa apreciación; coinciden varios analistas, nacionales y extranjeros, en señalar también y desde hace tiempo que hay una forma de exageración o de desproporción en la desconfianza que se le está aplicando a España, o si se prefiere, en la indiferencia que los mercados parecen mostrar hacia indicadores más positivos de nuestra situación económica: un déficit público muy inferior al de Italia e incluso al de Francia, por poner sólo un ejemplo.

¿En qué puede fundamentarse entonces esa obstinación de los mercados en no confiar? Si no es a criterios estricta u homogéneamente económicos, ¿a qué obedece esa dureza en el trato? Cabe pensar que si la razón no es sólo económica tendrá que ver también con lo político, en sus dos dimensiones de gobernanza y de convivencia. Y parece evidente que no puede ayudar en absoluto a la confianza exterior la tendencia interior de nuestra política al encontronazo más que al consenso; al sensacionalismo más que a la argumentación de debate; a la opacidad más que a la transparencia; al cortoplacismo mucho más que a la siembra de/con futuro (basta con ver las áreas a las que se aplican los recortes). Y tampoco ayuda a esa confianza la larga lista de casos de corrupción o asimilables que salpican nuestra vida pública en sus distintas instancias. Ni desde luego los altísimos niveles de economía sumergida que existen en el país, y las colosales dimensiones del fraude fiscal. En relación con este último, conviene recordar que, sólo en Euskadi, lo que se deja de recaudar cada año supera los 2500 millones de euros, es decir, todo nuestro presupuesto en Educación.

Todos son argumentos para la desconfianza exterior, porque sugieren que en el interior priman los intereses parciales sobre el interés general; el sentimiento de lo privativo sobre el de lo colectivo. La confianza que no consigue transmitir España tiene que ver, a mi juicio, con las dudas, perfectamente razonables, que suscita la imagen que el país tiene de sí mismo; su frágil sentido de lo común; su poco visible conciencia de navegar en el mismo barco. Con dudas, en definitiva, sobre su capacidad para, en estas circunstancias extremas, tirar al unísono de un carro compartido, en lugar de seguir tirando cada uno (comunidades autónomas, instituciones, partidos…) del suyo, en una dirección diferente, con riesgo, como en los suplicios medievales, de descuartizamiento del modelo. Creo que es este tipo de insolvencia la que más temen los mercados; y que sólo ganaremos confianza exterior, cuando demos más signos de confiar, internamente, los unos en los otros.

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