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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Farrucos están

"La altanería inmotivada de buena parte de la tropa política que nos gobierna oscila entre lo intolerable y lo ridículo"

Supongo que el paciente lector también lo habrá observado, a poco que se entretenga alguna vez con un telediario. La altanería inmotivada de buena parte de la tropa política que nos gobierna oscila entre lo intolerable y lo ridículo, de modo que más que de sus palabras dichas frente a la cámara el espectador está pendiente de sus mohines, sus juegos de cejas y demás elementos de la expresión no verbal cuya potencia en muchos casos basta para echar en olvido, o no escuchar siquiera, la multitud de acertijos que sus palabras balbucean, esgrimen, proponen o frecuentan, cuando no todo al mismo tiempo.

Soraya Saénz de Santamaría, por ejemplo, parece tan encantada de haberse conocido que es todo un espectáculo verla caminar hacia el escenario, o hacia el micrófono, con ese salero que Dios le ha dado como de fallera mayor cuando sale de la calle de la Paz en la ofrenda fallera para enfilar muy resuelta la plaza de la Virgen. Una vez llegada ante el atril, comienza el espectáculo propiamente dicho. No es que ladre en lugar de hablar, no, no es eso. Es peor todavía. Su amplio repertorio de mohines es lo más parecido a una actuación desacertada de una actriz de revista, y difícil resulta hacer como que no se ven sus fruncimientos labiales, sus afirmaciones de cabeza mediante los que se autoafirma, o la traca final muchas veces circunfleja de unos ojos un tanto fraguistas que siempre terminan como demandando el aplauso de los suyos al tiempo que parecen afirmar que no queda nada más que añadir, esto es, que a nadie se le ocurra abrir la boca a continuación, ni siquiera para bostezar. Basta con aplaudir la faena torera.

No es lo mismo, ni de lejos, una Dolores de Cospedal, aunque tampoco puede afirmarse que sea exactamente lo contrario. Más bien se complementan, como esas hermanas gemelas de parecido tal vez escaso pero innegable. Algo más recia, como buena castellana, se planta como un árbol sin hojas, y debe la fuerza de su presencia a una barbilla voluntariosa más que a una peineta que la desfigura un tanto en lo que ella es, sin olvidar una mirada que en lugar de ametrallar, bucea, como quien en vano trata de salir a flote en medio de un océano en entredicho. Y en cuanto a la emisión de su voz, siempre firme, se diría que está repitiendo como un loro las indicaciones de una clase no muy avanzada de dicción.

Y para qué vamos a seguir con estos personajes, cuando Mariano Rajoy parece un galancete algo crecido de zarzuela campechana, Alberto Fabra viene a resultar como un gerente de hotel de cuatro estrellas siempre amable y obsequioso, Francisco Camps habría quedado muy resultón como fraile en la versión en cine de El nombre de la rosa y Olivas es lo más parecido que jamás se haya visto a su propio apellido, rellena, eso sí. Con todo, verlos salir en tromba da más miedo que risa, aunque resulten patéticos, así que no se sabe si largarse de aquí para respirar un poco ante tanta cochambre pascuera o hacerse pasar por el tumbao que resuelve no levantarse de la cama. Si la tiene.

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