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La dureza de ser psicólogo en una pandemia

“La gente sentía mucho miedo, mucha desesperanza: vivía dentro de una pesadilla. Veía situaciones muy duras y yo misma me sentí afectada”, dice una de las protagonistas de esta historia. ¿Está preparada para lo que viene ahora?

Therapist and patient in face masks talking in office
Malte Mueller (Getty Images/fStop)

Desde que la covid comenzó a repartir zarpazos, no hemos dejado de encomiar, con absoluta justicia, la labor de médicos, enfermeros y auxiliares. Todos ellos se han dejado la piel luchando contra los estragos de la pandemia —muchos han perdido la salud, y hasta la vida—. Pero hay otros sanitarios que también han trabajado sin descanso para restañar la herida abierta por el coronavirus. Son los psicólogos. ¿Cómo les ha afectado asomarse a los trastocados mundos interiores que deja la pandemia? ¿Están preparados para la ola de problemas de salud mental que se avecina?

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“Se ha dado una situación única, al menos en nuestro ámbito. Normalmente trabajamos desde nuestra perspectiva y vivencia pero, en esta situación, pacientes y profesionales estábamos bajo el mismo techo: todos sufríamos la pandemia. No es lo mismo trabajar un duelo con un afectado —por mucho que tú también tengas duelos— a que estés en el mismo lugar con las mismas circunstancias que él”, reflexiona Ignacio Blasco, psicoterapeuta que trabaja con menores en riesgo de exclusión social y un grupo de afectados por ludopatía.

En el caso de profesionales que, como Blasco, se vuelcan con colectivos que ya tienen una fuerte problemática previa a la pandemia, el reto de la atención durante este tiempo es aún mayor. Pero lo cierto es que, en estas circunstancias, no solo sus pacientes necesitan ayuda. “Somos los profesionales y tenemos que mantener el encuadre y la labor terapéutica, pero tenemos doble dificultad, porque esto nos ha pillado a contrapié y bajo la misma angustia. Para un psicólogo que trabaja con el sufrimiento de otros la terapia propia es fundamental y algo que particularmente a mí me ha ayudado mucho son los grupos de supervisión, en los que nos reunimos con compañeros a pensar y a hablar un poco de cómo estamos, de lo que sentimos, podemos compartir algún caso, alguna vivencia…”.

Las semanas de confinamiento total era muy duro para mí ir por la calle, totalmente sola y rodeada de coches de policía y ambulancias. Llegaba al hospital y sabía por qué el mundo se había parado. La situación era muy dura, pero te activabas y seguías trabajando, no había otra
Violeta López de Lerma, psicóloga del Hospital Rey Juan Carlos

Violeta López de Lerma es una de las cinco integrantes del equipo de psicólogos del Hospital Rey Juan Carlos de Móstoles, en Madrid. Hasta que la virulencia del coronavirus se impuso, su trabajo consistía en atender a aquellos pacientes cuya enfermedad les hubiera llevado a desarrollar síntomas como ansiedad, miedo y angustia. También participaba en los llamados programas de enlace, trabajando codo a codo con otras áreas para tratar, por ejemplo, trastornos de conducta alimentaria. Pero, cuando todo su hospital se vio arrasado por los ingresos por covid-19, su atención se centró en ayudar a los propios sanitarios, a sus compañeros.

“Empezamos a ver claramente que se estaban enfrentando a una situación totalmente desconocida y a muchas experiencias traumáticas. La gente te decía ‘esto es como venir a la guerra’ porque había falta de medios, falta de personal, una sensación de pérdida de control al cambiar de golpe todos los roles… Nos dimos cuenta de que empezarían a presentar síntomas de ansiedad y estrés agudo y dijimos ‘aquí tenemos que echar una mano”. Y así lo hicieron. Se pusieron manos a la obra y diseñaron, junto a otros 300 psicólogos de Madrid, un plan de choque para cuidar de los cuidadores. Establecieron dos grupos de ayuda, uno de mañana y otro de tarde. Para su sorpresa, ni un solo sanitario se acercó a ellos al principio.

No acudían porque no podían parar, por falta pura y dura de tiempo. La solución pasó por acudir directamente a aquellos lugares donde médicos, enfermeros y demás personal sanitario tomaban un breve café y prestar allí mismo la atención. Básicamente, les ayudaban a comprender que los síntomas que presentaban eran “normales y esperables”, y les daban estrategias “para ayudarles a parar un poco el pensamiento y a bajar la activación más fisiológica, con la que salían del trabajo y llegaban a él”. El resultado, cuenta la profesional, fue satisfactorio: al finalizar las improvisadas sesiones, los sanitarios les agradecían la labor y la angustia, o un tanto de ella, se disipaba. “Nosotros también nos aplicábamos lo que les decíamos a ellos, el autocuidado desde lo más básico: hacer ejercicio físico para soltar la tensión, hacer respiraciones para bajar el nivel de activación…”. La importancia de este proceso es fundamental para que un profesional pueda conciliar dos vidas, la suya y la de la persona a la que pretende ayudar. “Yo eso lo hacía, por ejemplo, antes de entrar al hospital y antes de entrar a casa. Había que bajar y romper, cerrar esa puerta y entrar en la otra, la de la familia”.

La otra gran pata de su trabajo durante la primera ola fue atender a los familiares de las personas que habían fallecido, una misión áspera que encararon prestando especial atención a que los duelos no se complicaran más de lo debido: “Cuando alguien enferma, normalmente la familia está con él y asiste al proceso, y eso permite que el familiar se pueda ir haciendo a la idea de lo que puede pasar y, en su caso, le permite despedirse. Pero la covid nos puso sobre la mesa una situación a la que normalmente no nos enfrentamos, el aislamiento de los pacientes”, explica López de Lerma. El trabajo de ella y de sus compañeros pasó entonces por recoger su dolor y acompañarles en el tránsito. “Me acuerdo del caso de un chico joven que vivía con los abuelos. El primero en enfermar fue él, luego cayeron sus padres y sus abuelos, y su abuelo falleció. La culpa de este chico era muy grande, y nuestro papel consistió en ayudarle a trabajar esa culpa, la rabia y la impotencia que se siente ante una situación así…”.

“Es muy duro para todos estar perdiendo la facultad de decidir. Hay mucha desmotivación, apatía, desesperanza, sentimientos de indefensión… No hay fórmulas mágicas, pero desde luego no se puede pretender estar feliz si no se siente así”.
Alejandra Berbel, psicóloga sanitaria

López de Lerma y sus compañeros siguen abordando el duelo de los familiares de quienes fallecen en su hospital, pero también a pacientes que han superado la enfermedad con secuelas que merman significativamente su calidad de vida. La sensación de desabrigo no ha desaparecido, y la experiencia les ha enseñado a abordar su obligación con ciertas precauciones. “Las intervenciones con el personal sanitario siempre las hacíamos en pareja, lo que permitía que, si en un momento dado la intensidad de la sesión era muy fuerte, uno podía llevar la voz cantante y el otro apoyar. Y al terminar, poder compartir esa experiencia, algo básico que nos permite hacer la digestión de lo que nos sucede”, relata la profesional.

Parece que van a necesitar cada lección aprendida. “La OMS dice que para el 2030 la salud mental va a ser el primer problema de salud pública del mundo, y yo creo que la covid ha pisado el acelerador aún más. Todavía no estamos viendo claramente los efectos, empezamos a verlos, pero va a haber un repunte de trastornos mentales. Empezamos a detectar patologías previas que se han agudizado por la situación de aislamiento, por la situación social y económica que atravesamos… Una parte importante de la crisis socioeconómica es esta. Y ahí vamos a ser más necesarios”. Pero, ¿están preparados?

“Nuestros servicios de salud mental del sistema público son muy deficientes. Es insuficiente la atención que se le da a la salud mental desde lo público”, dice López de Lerma. Una persona tarda unos 3 meses en llegar al psicólogo por la sanidad pública, calcula, y hay gente que ni siquiera sabe que hay atención psicológica pública. “Si pudiéramos abordar a tiempo el problema que presenta, podríamos prevenir su agravamiento. La periodicidad tampoco es la adecuada para una terapia de calidad: a lo mejor le podemos ver cada mes y medio o dos meses”.

No es extraño que las consultas particulares estén a rebosar, más ahora que durante la primera ola. La cotidianidad ha perdido su velo cotidiano, y eso ha hecho mella en personas que ya presentaban dolencias anteriores, pero también ha empujado a otras a buscar atención. “A uno de mis pacientes el estrés provocado por la situación de confinamiento, sumado a sus condiciones previas, le llevó a autolesionarse”, cuenta Alejandra Berbel, psicóloga general sanitaria, que remarca que la falta de libertad ha desestabilizado a gran parte de sus pacientes y que es ahora, precisamente, cuando más se acusa.

“Tuve un paciente que perdió a un ser querido y tuvo a otro mucho tiempo ingresado. Transmitir calma ahí es muy complicado. La gente sentía mucho miedo, mucha desesperanza: vivía dentro de una pesadilla. Ahí sí que veía situaciones muy duras y yo misma me sentí afectada”.
Alejandra Berbel, psicóloga general sanitaria

Berbel también es psicóloga infantil, y ha comprobado de primera mano los efectos que la pandemia ha tenido en los menores: “Tuve pacientes que estaban a gusto en casa y que no querían salir cuando empezaron a dejarles, debajo de eso subyacía el miedo porque habían estado dos meses completos sin pisar la calle. También me he encontrado perfiles de niños más miedosos y obsesivos, que salían y se quedaban bloqueados. Iban al parque y no sabían si podían tocar la arena, acercarse o no al columpio…”. Ante eso, ha tenido el complicado papel de infundir confianza (recordando todas las medidas de seguridad).

La sobrecarga y el estrés de la situación, nueva para todos, ha pasado a los psicólogos una factura por la que muchos, como Alejandra, acuden a terapia. “A mí me ayuda a limpiar, a oxigenarme y a poder digerir tanta carga”, dice. Aunque es una práctica habitual para estos profesionales desde mucho antes de que llegara la pandemia. Es fundamental y casi todas las corrientes la contemplan porque cuidarse a sí mismos es fundamental para que puedan seguir acometiendo su labor. Pero los profesionales de la salud mental tienen también sus reivindicaciones para que la sociedad cuide de ellos: el aumento de las plazas PIR y de la ratio de psicólogos clínicos figuran entre las principales. Necesitan ser escuchados, ahora más que nunca. Ellos son los responsables de frenar la otra pandemia: la del dolor silente y la amargura que nos deja la covid.

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