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Regina Santamaría: “Nunca he visto la gastronomía como un mundo elitista”

La hija de Santi Santamaría cuenta el lado más solidario de los negocios de restauración como punto a favor para la campaña #SoyPatrimonio2020. Toma nota, UNESCO

“Llevamos toda la vida escuchando a los demás. Somos médicos del alma, sanadores del espíritu”, Ricardo Sanz (Kabuki).
“Llevamos toda la vida escuchando a los demás. Somos médicos del alma, sanadores del espíritu”, Ricardo Sanz (Kabuki).Paloma Rincon Studio (Getty Images)

Un universo en el que cabemos todos. Pocas personalidades tan arrolladoras ha conocido la gastronomía española como la de Santi Santamaría (Sant Celoni, Barcelona, 1957; Singapur, 2011). Verso libre que se atrevió a criticar a laureados colegas, brilló en Can Fabes (en su ciudad natal) y en Santceloni (el restaurante en el hotel Hyatt Regency Hesperia, en Madrid), y su repentina muerte a los 53 años causó un tremendo impacto dentro y fuera del sector. El genial y polémico chef nos dejó, pero no su manera de entender la cocina ni su responsabilidad social, facetas que desde 2017 confluyen en el restaurante Universo Santi, situado en Jerez de la Frontera, creado a iniciativa de su hija Regina con el respaldo de la fundación Universo Accesible. Su equipo está formado íntegramente por personas con discapacidad. “Mi padre siempre estuvo volcado en causas sociales, en intentar ayudar a los que menos tenían o menos podían, colaborando con diferentes asociaciones. Cuando falleció, mi hermano y yo decidimos cerrar los restaurantes, pero quisimos seguir con esa faceta solidaria. Hablando con amigos suyos que siempre habían estado involucrados, nos pusieron en contacto con Antonio Vila, directivo de DKV en Cádiz, que estaba interesado en habilitar una finca en desuso llamada El Altillo, en Jerez de la Frontera, para iniciativas solidarias... Le dijimos que a la familia Santamaría le gustaría crear un restaurante solidario y, uniendo piezas, poquito a poquito, el proyecto salió adelante”.

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Con escuelas que cuentan con los mejores alumnos del mundo. Santamaría lo define como un restaurante-escuela en el que demuestran al mundo que las personas con discapacidades pueden formar parte de este especial oficio. “Estos chicos y chicas empiezan con un ciclo formativo, con una parte teórica en la que trabajamos muy de la mano con la Fundación Cruzcampo y la ONCE, y una parte práctica. Permanecen dos años en el restaurante, al término de los cuales algunos se quedan como parte del personal, y la idea es que los otros se reintegren en restaurantes gastronómicos, locales más casual o de tapas. Algunos llegan aquí después de haber hecho pinitos en este terreno: recuerdo a Alejandro, un chico con síndrome de Down, que había estudiado previamente en la Escuela de Hostelería de Málaga; otros proceden de ámbitos diferentes y se reinventan. Lo que intentamos es que tengan las mismas oportunidades que el resto. A través de la cocina puedes sacar muchísimas habilidades que a veces se desconocen. La mayoría tiene una gran vocación y pasión... Son verdaderos cracks. Yo, por mucho que estudiara, probablemente no aprendería a cocinar ni a trabajar en sala. Debes tener unas aptitudes que o las llevas dentro o no aparecen. Y sufrir una discapacidad no quiere decir que no puedas lograrlo. ¡Ojalá saliera de aquí un gran chef! Sería nuestro mayor mérito”.

Y una clientela de diez. “A nuestros comensales se les invita a entrar en la cocina, se les cuentan las historias personales del equipo y cuando se van lo hacen encantados, pues no solo han disfrutado de una experiencia gastronómica de nivel, sino conocido un proyecto que les llena”.

Que se alimenta de muchos oficios tradicionales. En su caso, hasta los uniformes los cosen personas en riesgo de exclusión social. “Sí, nos los hace una fundación que trabaja por la inserción de mujeres que han tenido problemas en sus hogares. Se intenta cubrir todo el ciclo, y demostrar a la sociedad que son perfectamente válidas para cualquier tarea”.

Y que nos da de comer. Qué mayor placer... “Nunca he visto la gastronomía como un mundo elitista. Mi padre empezó en un restaurante de pueblo dando pan y tomate y carne a la brasa. Es verdad que fue evolucionando hacia una creatividad, un producto y un servicio que le valieron tres estrellas Michelin. En Can Fabes trabajaban 60 personas para un máximo de 40 comensales; eso obliga a un precio elevado al que no todo el mundo puede acceder. Pero todos los cocineros quieren hacer llegar su cocina a diferentes perfiles dentro de la sociedad; ellos no guisan para una élite, sino para que la gente disfrute de su propuesta”.

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