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Milei ahoga a los comedores populares: “Antes era difícil, ahora es peor”

Al menos cinco millones de personas en Argentina dependen de la comida que brindan estos espacios comunitarios, pero el Gobierno suspende las entregas de mercadería para revisar el modelo de asistencia

Una cocinera en el comedor popular en Bajo Flores, en Buenos Aires.
Una cocinera en el comedor popular en Bajo Flores, en Buenos Aires.Amanda Cotrim

Eudelia es la última frontera contra el hambre en su barrio. La mujer se las arregla para que a sus vecinos les llegue un plato de comida y a veces, cree, hace magia. Convierte cantidades insuficientes de arroz, zanahoria, cebolla, tomate y pollo en ollas de guiso que alimentan a decenas de familias en el barrio Fátima, un asentamiento popular en el sur de Buenos Aires. Más mujeres en Argentina, personas como Mónica, Reina o Librada, hacen ese trabajo que alimenta, al menos, a cinco millones de personas en centros comunitarios del país. Las filas en las puertas de estos espacios barriales han crecido en los últimos meses, mientras la pobreza escala y el Gobierno de Javier Milei suspende el envío de alimentos a comedores como el de Eudelia.

Eudelia Galeano, de 62 años, llega a las siete de la mañana al comedor. El espacio tomó el nombre del centro cultural que también funciona allí: Ni un pibe ni una piba menos. Es un lugar luminoso en la manzana cinco de la villa, como se llama en Argentina a los asentamientos de viviendas autoconstruidas. Hoy toca arroz con pollo y afuera la fila se forma desde las nueve de la mañana. Eudelia hizo el plan de comida para la semana el lunes, cuando le llegaron los insumos que le manda el Gobierno municipal para cocinar 150 raciones. Es la única ayuda estatal que reciben desde que el Gobierno nacional suspendió la entrega de mercadería para revisar el modelo de asistencia usado hasta ahora, analizar las necesidades “reales” y “asegurar que la ayuda llegue” a las personas que lo necesitan. La decisión del Ejecutivo sacó a las calles desde diciembre a los defensores de estos espacios, que este viernes volvieron a movilizarse en todo el país para reclamar alimentos bajo la consigna “La emergencia alimentaria no puede esperar más”.

Personas formadas para recibir alimentos en un comedor popular, en Buenos Aires.
Personas formadas para recibir alimentos en un comedor popular, en Buenos Aires.Amanda Cotrim

“No sé cómo hago”, dice Eudelia, que se las ingenia. Si le envían mercadería para hacer fideos con salsa de tomate, ella hace polenta, que rinde más; sale a ver cómo va la fila de gente y si es muy larga agrega agua a la olla para agrandar. A veces, además, las cocineras —sobre todo son mujeres— organizan actividades para juntar dinero y pagar, por ejemplo, las garrafas de gas: venden chipa (pan de harina de mandioca y queso) o budín de pan, organizan una rifa, hacen un bingo popular. Otra parte importante de los recursos de los comedores son autogestionados por las organizaciones sociales de las que forma parte muchos de ellos. Pero aun así falta y Eudelia ve cómo cada vez se junta más gente en la fila: “Antes era difícil, ahora es peor. Yo en mi vida pisé un comedor, ni cuando tenía a los siete hijos chiquitos. Pero ahora las hijas que tengo algunas van a comedores”.

Los comedores funcionan en Argentina, y en otras partes de Latinoamérica, como espacios barriales donde millones de personas complementan su alimentación y funcionan también como lugares de acompañamiento y socialización. Están coordinados, principalmente, por colectivos barriales, organizaciones sociales o la Iglesia católica. Hay casi 4.000 espacios registrados y validados por el Gobierno, de acuerdo con un pedido de información hecho por el Observatorio de la Deuda Social Argentina en 2022, aunque las organizaciones sociales elevan la cifra hasta 50.000. Solo los comedores que financia el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo con fondos del Gobierno nacional alimentan a 4,8 millones de personas.

Cuando la crisis golpea, la exigencia para estos espacios es mayor. Pasó durante la debacle de finales de 2001, la del corralito, cuando millones de argentinos se quedaron sin trabajo y en diferentes partes del país se organizaron ollas populares para ofrecer comida; también durante la pandemia de la covid-19. Hoy, que la pobreza alcanza al 57% de los argentinos, según las proyecciones del Observatorio de la Deuda Social, la demanda de alimentos vuelve a crecer. Su precio es uno de los que más subió el último mes —20,4%, de acuerdo con datos oficiales— y alrededor del 15% de la población no tiene ingresos suficientes para comprarlos. Además, Unicef estimó en 2023 que más de 3,5 millones de niños dejaron alguna de las comidas principales o modificaron las proporciones que comen.

Eudelia Galeano, cocinera de un comedor en el barrio Fátima.
Eudelia Galeano, cocinera de un comedor en el barrio Fátima. Amanda Cotrim

“No es la primera vez que pasamos una crisis. Yo ya pasé varias y los muertos los ponen los pobres, los ponemos nosotros siempre”, dice Mónica Troncoso, pastelera, fundadora de una cooperativa en la que trabajan ocho personas y cocinera en el mismo comedor que Eudelia. “El trabajo comunitario que hacemos para garantizar el derecho a la comida lo debería estar haciendo el Gobierno”, señala. Mónica asegura que desde diciembre no reciben secos, es decir, productos como arroz, garbanzos o fideos, ni el dinero que les permitía comprar productos frescos como lácteos, frutas o verduras. “La deuda que tenían con nosotros [Gobiernos anteriores] era grande, nos debían toneladas, pero este Gobierno ahora no baja nada”, afirma.

En el comedor, acopian bolsas de garbanzos, que no cocinarán por ahora porque hacerlo requiere horas de cocción a gas; hay yerba y sacos de té; no queda arroz y acumulan bolsas de un tipo de maíz que solo sirve para hacer palomitas. En enero, integrantes de La Poderosa, la organización de la que el comedor es parte, se comunicaron con funcionarios y les entregaron, según afirman, la documentación que requerían, pero aun así siguen sin recibir mercadería. Aseguran, incluso, que algunos de los comedores que coordinan en todo el país están en peligro.

La cocinera critica el drástico ajuste que aplicó el Gobierno, que recortó los subsidios al transporte y la energía y congeló las prestaciones sociales, como jubilaciones y algunas ayudas, pese a la inflación. Como consecuencia, el sector público argentino registró superávit financiero en enero. “¿A qué costo?”, se pregunta Mónica. “Hoy hay mucha gente muriendo en un hospital porque no tienen turno y tienen enfermedades complicadas; hay personas que se han quedado sin trabajo; hay personas que tienen que comer una vez al día o a veces ni eso por darle de comer a sus hijos. Somos gente que ha resistido mucho, pero ¿cuánto más tenemos que seguir sufriendo para llegar adonde ellos [el Gobierno] quieren llegar?”, lamenta Mónica.

La fila para recibir comida del comedor, en Barracas, Buenos Aires.
La fila para recibir comida del comedor, en Barracas, Buenos Aires. Amanda Cotrim

“¿Ustedes tienen hambre? Vengan de a uno”

A principios de febrero, la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, rechazó atender a los referentes de organizaciones sociales que se presentaron a protestar ante las puertas del ministerio para pedir alimentos. “Chicos, ¿ustedes tienen hambre? Vengan de a uno, que les voy a anotar el DNI, el nombre, de dónde son y van a recibir ayuda individualmente”, dijo la ministra. Las organizaciones tomaron al pie de la letra la propuesta y formaron una fila kilométrica, pero nadie fue recibido. Días después, en medios nacionales como La Nación trascendió la renuncia de un funcionario que “estaba a cargo de la distribución de la mercadería” a los comedores.

El ministerio que dirige Pettovello, que concentra las antiguas carteras de Educación, Trabajo y Desarrollo Social, pretende cambiar el modelo de asistencia que existía hasta ahora y “eliminar intermediarios” que, según acusan las autoridades, “desvían recursos”. Como parte de la nueva estrategia, ha dejado de enviar insumos a los comedores que consideran que no “cumplen con los requisitos” y, en cambio, ha firmado convenios con las iglesias evangélicas o Cáritas.

El ministerio cree, sin embargo, que la política “más eficiente” contra el hambre es el uso de la tarjeta Alimentar, un instrumento que el Estado entrega a madres o padres con hijos menores de 14 años para la compra de alimentos y que alcanza de forma directa a 3,8 millones de personas, según datos oficiales. El Gobierno anunció un aumento del 50% para ese plan. “Sabemos que el proceso de normalización de la economía que iniciamos cuando asumimos afecta sobre todo a los que menos tienen. Es por eso que estamos haciendo cambios de raíz”, respondió una portavoz a preguntas de este periódico.

“El ministerio tiene la preocupación de que el dinero se utilice como corresponde. Eso es valioso. El punto es que eso nunca puede hacerse interrumpiendo la alimentación de millones de niñas y niños”, señala Francisco Rodríguez, abogado de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia. “Ningún comedor volvió a recibir nada del Estado nacional y eso debería venir con una justificación muy grande. Pareciera que la búsqueda de eliminar intermediarios depende del tipo de organización que sea”, dice el Rodríguez. El abogado, además, advierte de que a pocos días del comienzo de clases “el Estado nacional tampoco ha activado la ejecución presupuestaria de los comedores escolares”, que brindan alivio a los exigidos espacios comunitarios.

A las críticas de las organizaciones sociales y civiles también se sumó la Iglesia católica. La Conferencia Episcopal expresó en un comunicado que “la comida no puede ser una variable de ajuste” e instó a las autoridades a entregar la ayuda “sin dilación”. Después se sumó Caritas, que firmó un convenio con el Gobierno por “más de 310 millones de pesos [285.000 dólares]” para la compra de alimentos. La organización católica destacó que las auditorías a los comedores son un “elemento fundamental”, pero insistió en “integrar a todos” los que “atienden a los más pobres” y en que “se les dé la ayuda necesaria para que puedan seguir haciéndolo”. “Hoy nadie puede asumir la cantidad y complejidad del trabajo social de manera individual”, advierte.

Una cocinera prepara la comida en el barrio Fátima.
Una cocinera prepara la comida en el barrio Fátima.Amanda Cotrim

Las hornallas no se apagan

Pese a las dificultades, miles de cocinas encendidas en todo el país aguantan como pueden. En el comedor Corazón Abierto, del barrio 21-24, en Buenos Aires, hace hoy mucho calor. Las hornallas están prendidas desde las siete de la mañana y se apagarán recién después del mediodía. El aire está impregnado del olor al aceite que burbujea y la cumbia entra por la puerta desde el pasillo angosto del exterior. María Isabel, Reina la llaman, dirige esta cocina y hoy trabaja con la asistencia de Liberada.

Ninguna de las dos cobra un salario por lo que hacen. Reciben un beneficio, el Potenciar trabajo, por el que hoy cobran 78.000 pesos cada una (unos 90 dólares). Las cocineras, sin embargo, reclaman “un salario digno”. En 2023, presentaron un proyecto de ley de reconocimiento salarial que tenga como piso el salario mínimo y que contemple vacaciones, jubilación y seguridad social.

“Mi vida es esto”, dice Reina y cuenta que su día transcurre entre su casa, el comedor y el hospital, donde se está tratando un cáncer. Ahora fríe los medallones que le entregó el Gobierno municipal para las 250 personas inscritas en este comedor; el puré de papa y calabaza quedó listo temprano. Entregarán también algunas manzanas, pero no son suficientes y han preparado un dulce para que nadie se quede sin postre. “Si el Gobierno no envía, tengo que ir solucionando. No puedo estar esperando a que el Estado me solucione mientras tengo ahí a la gente”, dice la mujer.

Una niña espera sentada junto a la cola para recibir comida.
Una niña espera sentada junto a la cola para recibir comida.Amanda Cotrim

Afuera del comedor, que coordina la organización peronista Barrios de Pie, empieza a formarse una fila de familias con tuppers para llenar. Cuentan que “todo cuesta”, que “no hay nada barato”, que “en la mesa siempre falta algo”, que carne ya no se puede comprar y fruta tampoco. “A veces nos miramos a la cara y nos preguntamos qué vamos a comer”, dice María Curioso Torres, de 74 años, que desde hace un año acude al comedor. Son personas que no tienen empleo o que solo consiguen trabajos temporales en los que les pagan por hora; hay quienes encuentran empleos de jornada completa, pero la paga es poca y no tienen con quien dejar a sus hijos; hay quienes ya son demasiado grandes y están enfermos.

“A las 11.00 ya me están tocando la puerta. Algunos chicos comen para ir al cole y dependen de esta comida”, cuenta Reina, que se ve cansada. Tiene el brazo hinchado por el esfuerzo y se abanica con el delantal. Cuando la fila se acaba, Reina y Librada se quedan un rato más porque una mujer les avisó que llegaba demorada. Aparece menuda, corriendo y transpirada con su bebé en un brazo y después se aleja por el pasillo con la bolsa de comida que le pesa en el otro brazo. Las personas no faltan ningún día y hay 80 que aguardan en lista de espera. Reina ahora sí se prepara para irse: “Es difícil decir no hay más”.

Hombres llevan alimentos a los comedores en un barrio popular de Buenos Aires.
Hombres llevan alimentos a los comedores en un barrio popular de Buenos Aires. Amanda Cotrim

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