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Elecciones Argentina 2023
Columna
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El caos argentino

El país se ha vuelto reaccionario: cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente es votado para reaccionar contra él, desarmarlo, y dedicarse a producir los suyos

Personas buscan sus nombres en las listas de votación en las elecciones primaria en Argentina, en noviembre de 2021.
Personas buscan sus nombres en las listas de votación en las elecciones primaria en Argentina, en noviembre de 2021.Natacha Pisarenko (AP)
Martín Caparrós

Lo siento. Quería titular esta columna “El caso argentino” y las palabras, como suelen, se rieron de mí: con una mínima pirueta se volvieron “El caos argentino”. Las palabras, ya sabemos, dicen mejor que las personas: la Argentina es un caos. En la manada de preguntas sin respuesta que recorre el mundo cojea una que me han hecho tanto: ¿por qué ese país rico en recursos, bien dotado, bien poblado, está como está? Hoy, si alguien me lo preguntara, le diría que, para buscar respuestas, mire sus elecciones.

2023 es impar, o sea que es año electoral en la Argentina. También lo es en España: eso significa que un día de fin de mayo habrá autonómicas y municipales y, quizás, en diciembre, nacionales. En Argentina, si algún dios no lo impide, este año habrá diez o doce fechas de votar.

La Argentina tiene 24 provincias o distritos. Por ahora sabemos que dos de ellos elegirán gobernador el 16 de abril; otros tres, el 7 de mayo; cuatro más, el 14; el 11 de junio solo uno. Estas son las citas confirmadas: entre junio, julio, agosto y septiembre debe haber elecciones en una docena de provincias más.

Todo esto porque sus gobernadores –que suelen llevar muchos años en sus sillones– quieren separar sus sufragios de los nacionales. La mayoría son peronistas que tienen miedo de la mala elección que le suponen a su partido en la presidencial y quieren reelegirse antes para no cargar con ese lastre en sus boletas.

Esta confusión y dispersión muestra cómo el país se ha convertido, en las últimas décadas, en una confederación inestable de feudos estabilísimos, donde cada jefe provincial retiene el mando durante décadas e impone condiciones al jefe nacional –como, por ejemplo, esta de separar sus elecciones para no comprometer su poder en la búsqueda de una opción común. Esta confusión muestra, también, el talante de esos jefes: yo me salvo y el resto que se mate.

Y, para completar el panorama, el 13 de agosto se prevén las elecciones más inverosímiles. Se llaman PASO –Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias– y mandan a todos los ciudadanos a votar en las internas de los partidos. Las instituyó el matrimonio Kirchner en 2009 “para favorecer la democracia interna partidaria” y, desde entonces, su partido siempre presentó un solo candidato: su jefa sigue eligiendo el suyo a dedo y lo hace votar en esas internas que no pueden decidir lo que ya está decidido. O sea que las PASO, esa gran movilización de 25 millones de electores y 170 millones de euros, son una súper encuesta pagada por el Estado que anticipa sin mucha precisión los resultados de la presidencial.

Porque entre una y otra pasan dos meses, y en dos meses argentinos pasan muchas cosas. Su primera vuelta será el 22 de octubre; la segunda el 19 de noviembre. En ese momento la Argentina va a haber tenido una o dos elecciones por mes desde abril, diez o doce fechas de circo politiquero, un año de pura especulación electoral. Así, no es extraño que la democracia tenga cada vez menos prestigio, menos partidarios, menos votantes.

Por supuesto, mucho peor es que 18 millones de argentinos vivan bajo la línea de pobreza, que cuatro millones no coman suficiente, que la inflación anual llegue al 100%, que haya tan pocas esperanzas. Pero este desparramo de elecciones muestra la dificultad de gobernar un país descuartizado y la perfecta incompetencia de los partidos que lo hacen. A nueve meses de la presidencial los dos que podrían ganarla no tienen candidato. En el peronismo gobernante nadie quiere serlo porque –dada la situación económica y social que han producido– están casi seguros de perder, y los políticos tienen poca vocación de mártires. El único que anuncia que pretende competir es el presidente Fernández, pero su jefa, la vicepresidenta Fernández, le hace la guerra y trata de impedirlo –y además el hombre tiene muy pocas chances.

(Mientras tanto, esa vicepresidenta anuncia que no se presentará porque está “proscrita”. Se refiere al juicio que la condenó hace dos meses a seis años de cárcel por defraudación al Estado. Pero la prisión y la prohibición de ocupar cargos públicos no serán efectivas hasta que el proceso agote todas sus instancias, dentro de varios años. O sea: que para estas elecciones no está proscrita. Pueden elegirla y puede ejercer, pero ahora toda su política se basa en “rechazar la proscripción” –que no existe– y lo repite sin parar, como cualquier Napoleón de manicomio. Y muchos lo repiten con ella: el caos avanza.)

Mientras, en la oposición neoliberal hay por lo menos siete candidatos que se disputan el honor a los gritos y no consiguen resolverlo. El que podría definir la riña es el expresidente Macri, rechazado por millones de votos hace cuatro años tras una administración muy fracasada –pero no lo hace porque también sufre la tentación de presentarse, cosa que todos sus enemigos desean y promueven.

Por supuesto, los dos grupos evitan por todos los medios explicar su programa, su idea de país, sus primeras medidas –porque sospechan que, como decía un tal Menem, antiguo presidente peronista, “si les contaba lo que iba a hacer no me votaba nadie”. Solo hablan, por si acaso, de lo mal que lo hacen los del otro partido o los otros del propio.

Pero no es difícil imaginar sus intenciones, porque esos dos grupos vienen gobernando el país desde hace décadas, conduciendo con arrojo y ardor su decadencia. La Argentina se ha vuelto un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente es votado para reaccionar contra él, desarmarlo –y dedicarse a producir los suyos. Y después el siguiente es votado para reaccionar contra el anterior –y así el siguiente será el anterior del anterior: el círculo más vicioso.

Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país tiovivo o calesita, que da vueltas y vueltas sin avanzar ni un paso. Y que, por eso, se ha vuelto uno donde gana más y más apoyos un señor que se dice libertario, aúlla citas bíblicas y declara que está a favor de la venta de órganos o de niños porque el mercado libre tiene que ser libre –y ha conseguido fascinar a muchos jóvenes hartos de los políticos acostumbrados.

Los argentinos sabemos de esto: cuando parece que nada puede ser peor, nos esforzamos y lo conseguimos. En eso, muchaaachos, también podríamos ser campeones.

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