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Opinión
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Columna
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La concesión Hamilton

Esta historia arranca en la Nueva York de habla hispana, llega a Caracas de la mano del dictador Antonio Guzmán Blanco y termina con una revolución

Nueva York años 80
Vista de la ciudad de Nueva York, en los años ochentas.James Marshall (Corbis via Getty Images)
Ibsen Martínez

En mis rumias, propias de una vejez en el exilio, no llamo Venezuela a mi país. La llamo la concesión Hamilton. ¿Quién es este Hamilton?

La memoria cinéfila me recomienda Las bandas de Nueva York, aquel filme de Scorsese, estrenado en 2002 y en el que Daniel Day-Lewis nos heló la sangre. Aunque, históricamente, la de Scorsese no es la Nueva York de mi Horacio Hamilton, quien vivió en esa ciudad solo tiempo después, su atmósfera se adueñó del modo en que desde siempre me he figurado que ocurrieron los días y la vida de Hamilton, sin que ello afecte su tragicómica y caribeña esencia. Es en la Nueva York ya de habla hispana donde arranca esta historia.

Hamilton era inglés y llegó emigrante a Ciudad Gótica donde, quién sabe por cual propensión hacia lo exótico—nada ajena, por lo demás, al talante victoriano de la época—, se allegó a una tertulia de hispanoamericanos exilados e impecunes. Los más notables y vocales de la parroquia eran, nada menos, José Martí y su amigo venezolano, Juan Antonio Pérez Bonalde, poeta y traductor de Poe y Heine. La traducción que Pérez Bonalde hizo de El Cuervo es hasta hoy muy celebrada. Como es sabido, Martí vivió los últimos 25 años de su vida en la ciudad de Tito Puente.

Hamilton, debo precisar también, no era ningún lord, tampoco muy ilustrado: era nativo del sur de Inglaterra, de una población cercana a Brighton, y simplemente buscaba fortuna en América. Poco más sabemos de él, salvo que no se avenía a los modos yanquis y que aquellos hispanoamericanos eran su panda favorita. Por el tiempo de mi cuento, mediados de los años 80 de aquel siglo, era agente viajero de una firma inglesa de galletas enlatadas.

Hablo de galletas del tipo danés, ideales para la hora del té. Las que él representaba eran de lo mejor. Nada de esto son invenciones mías, todo figura en un libro que escribió mi amigo Nikita Harwich Vallenilla, notable historiador económico venezolano.

Hamilton, quizá porque el tema favorito de Martí y Pérez Bonalde fuese Venezuela, soltó una noche en el mesón que le gustaría probar suerte con sus galletas en la patria de Bolívar. Lo que el pobretón de Hamilton tenía en mente era convocar una “reunión Tupperware”, una “cita productos Avon”, con amas de casa venezolanas de clase acomodada. Esposas de plantadores de café y cacao, dueñas de minas guayanesas, anfitrionas así imaginaba. Algo modestamente ambicioso, si el oxímoron se prestase.

Aunque Martí aborrecía al dictador venezolano de la época, Antonio Guzmán Blanco, quien lo había expulsado de mi país, el Apóstol puso sus contactos a disposición de Hamilton. Y el mejor de sus contactos en Caracas era su propia mujer, María Paoli, viuda de Mantilla.

María, protagonista por derecho propio de una conmovedora historia de amor que no cabe en mi bagatela de fin de año, era venezolana y se ofreció a escribir a su mejor amiga caraqueña, recomendando al vendedor de biscuits para el té.

Su amiga, apellidada Smith, pertenecía a una distinguida familia descendiente de un legionario inglés que combatió en nuestra guerra de Independencia. Hamilton y su muestrario de galletas, llegaron, pues, a Caracas con muy buenos auspicios.

Alguien fue por él a la posada de Veroes y nuestro inglés pasó una tarde deliciosa entre encopetadas, guapísimas señoras que encargaron quintales de galletas. A la mañana siguiente, un piquete de soldados llegó a la posada y lo hizo preso.

Llevado a presencia del dictador Guzmán Blanco, Hamilton fue obsequiado con café de primera calidad y compartió con el dictador sus propias galletas. Fue solo entonces cuando supo, por boca de Guzmán Blanco, que la mansión de grandes cacaos donde tuvo lugar la reunión Tupperware era, justamente, la casa del dictador. Su esposa, amiga de la señora Smith, se había apropiado de la ocasión.

Guzmán se convenció, conversandito, que Hamilton no era un embozado agente del banco de Inglaterra a quien la nación debía un empréstito riesgoso por la fragilidad de la economía. También se impuso de que, aunque amigo de Martí, un enemigo siempre de cuidado, Hamilton no era un conspirador internacional. Lo invitó a quedarse unos días en Caracas.

Es hora de contar que, en aquel tiempo remoto, los países desarrollados del planeta ya asfaltaban sus avenidas y carreteras. Una de las mayores empresas asfalteras del mundo, precursora de las petroleras con las que más tarde Venezuela tendría trato, cortejaba al dictador Guzmán por el acceso al gran lago de asfalto de Guanoco, en el delta del Orinoco.

Cuando Hamilton volvió a ver al dictador, esta vez de nuevo en el salón de su casa, entre las esquinas de Carmelitas y Conde, se supo presidente de la filial local de la New Yok Asphalt Co. en cuya plantilla Guzmán figuraba discretamente como vocal. Fue nombrado cónsul honorario de Venezuela en la ciudad de Nueva York.

Treinta años más tarde, otro dictador denunció la concesión por inconstitucional. Quería la concesión para sí, desde luego, y la expropió, como habrían hecho Chávez o Maduro. El país se partió en dos.

Corría el tiempo de Teddy Roosevelt, la costa se llenó de cañoneras y una revolución de las de entonces dejó miles de víctimas. Al final, el dictador fue derrocado y su sucesor hizo las paces con Washington. La concesión se extinguió en 1935 cuando el asfalto dejó ya de ser un commodity.

La proclama antiimperialista del dictador que quiso arrebatar la concesión inflama todavía la retórica de los bolivarianos. Horacio Hamilton murió en Nueva York sin haber nunca más regresado al país que hizo su fortuna.

¡Tengan todos un gran 2022!

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