Los peores incendios de Brasil en 14 años evidencian la falta de preparación de Lula y los Estados
El presidente anuncia una partida extra para combatir 190.000 focos de fuego la mayoría intencionados, que han envuelto en humo un 60% del territorio y combate con menos medios que los desplegados en Portugal
Los incendios que devoran Brasil y Portugal han llevado simultáneamente a los noticieros a dos países que comparten lengua e historia. Uno es gigante, un territorio continental 90 veces mayor que su antigua metrópoli. La comparación de los medios con los que cada uno combate el fuego reflejan con crueldad la debilidad de Brasil ante la peor crisis de incendios desde 2010. La agencia medioambiental brasileñas tienen desplegados unos 4.000 brigadistas (más que nunca), 22 aeronaves y mil vehículos. Mientras, en Portugal suman 6.500 brigadistas, 42 aeronaves y 1.900 vehículos. Incluso el presidente ha admitido la falta de preparación. La reacción de Luiz Inácio Lula da Silva y de su Gobierno “es una respuesta tímida, insuficiente y tardía que queda muy lejos de la agresividad de los incendios y de los delitos ambientales”, afirma en una entrevista Marcio Astrini, secretario ejecutivo del Observatorio del Clima, que reúne a unas 120 ONGs brasileñas.
Tres meses después de unas devastadoras inundaciones que anegaron Rio Grande do Sul, la emergencia climática asoma de nuevo. Brasil arde desde hace dos meses y medio en unos incendios alimentados por una sequía histórica —la peor en siete décadas— y por el crimen organizado, que aprovechó la etapa de Jair Bolsonaro en la Presidencia para reforzarse con impunidad en la Amazonia y otros ecosistemas. A unos días de que entre la primavera en el hemisferio Sur, el humo cubre el 60% del territorio nacional. Los focos de fuego rondan los 190.000, el doble que en 2023, según los datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales INPE). Se sabe que incendios han disparado las emisiones de gases de efecto invernadero un 60% en el último trimestre, pero se desconoce cuántas víctimas han causado. Esta ola de incendios es, cuantitativamente, peor que la del primer año del mandato de Bolsonaro, que lo convirtió en villano ambiental planetario.
Cuenta Astrini que, en 2019, el Gobierno Bolsonaro se cruzó de brazos (rechazó incluso la ayuda del G7) pero no había una sequía tan extrema como la actual. “Ahora hay una respuesta del Gobierno, pero es tardía. El Ejecutivo no está ni materialmente ni mentalmente preparado para afrontar la crisis climática. No se creían que esto iba a ocurrir”, sostiene el jefe del Observatorio del Clima. Recalca que la primera reunión del presidente con sus ministros para abordar en exclusiva la crisis de los incendios se celebró el lunes pasado, cuando la catástrofe ambiental ya tiene enormes proporciones.
En el encuentro participó un científico para exponer la grave situación. Lula anunció entonces una partida extraordinaria de 514 millones de reales (85 millones de euros, 95 millones de dólares) para combatir el fuego y la sequía. Se rindió también el mandatario a la evidencia: “El dato concreto es que hoy, en Brasil, no estábamos 100% preparados para ocuparnos de estas cosas [eventos climáticos extremos]. El 90% de las ciudades no están preparadas. Son pocos los Estados que tienen preparación [suficiente], Defensa Civil, bomberos y brigadistas, casi nadie tiene…”. Con ese dinero extra, Brasil pretende alquilar aeronaves, contratar brigadistas, movilizar más militares y policías y dar ayudas alimentarias a los afectados.
La mayoría de los que luchan contra las llamas en primera línea son brigadistas de pequeñas comunidades locales, incluidos indígenas. Profesionales que no se improvisan, como recalcaba esta semana a O Globo el presidente del Ibama, la agencia gubernamental para el medio ambiente. “Mucha gente cree que contratar bomberos y brigadistas es fácil. No se puede colocar a alguien sin experiencia, es pelígrosísimo. Necesitamos seleccionarlos y entrenarlos”, explicaba Rodrigo Agostinho. Además de pedir más inversión, advertía de que la cifra de profesionales desplegados es récord, pero eso conlleva dificultades logísticas para transportarlos o alimentarlos. El tamaño de Brasil es siempre un desafío, duplica al de la Unión Europea.
También aquí, como en el resto del planeta, los eventos climáticos se multiplican y son cada temporada más virulentos. El pasado junio, unas inundaciones anegaron durante semanas el estado de Rio Grande do Sur, mataron a unas 200 personas y dejaron desamparadas a cientos de miles.
La ola de incendios es tan grave que a los vecinos de Brasilia, de Porto Velho o cientos de ciudades brasileña les basta abrir la ventana para saber que la crisis no amaina. Los problemas respiratorios se han disparado; entre los afectados, un juez del Supremo, hospitalizado por una inflamación pulmonar. Las imágenes del satélite europeo Copernicus muestran una lengua rojo vivo de contaminación sobre el oeste de Sudamerica que cruza hasta el Atlántico. La situación también es crítica en Bolivia, Venezuela, Perú…
El presidente Lula y la ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, sospechan que tras esta devastadora ola de incendios hay delincuentes. Los ambientalistas coinciden en que son fuegos intencionados porque, como explica Astrini, en las zonas de la Amazonia donde la vegetación está sana, la humedad es tan alta que no prende. Y, en los ecosistemas del Cerrado y el Pantanal, hace más de un mes que no hay tormentas con rayos. De modo que son fuegos causados por humanos, sea para crear ilegalmente áreas de pasto o cultivo y por fogatas que se han descontrolado. A medida que la crisis se agravaba los gobernadores han prohibido cualquier fuego, hasta los tradicionales de gestión boscosa.
La ola de 2019 empezó con un día del fuego convocado por agricultores bolsonaristas. Cinco años después nadie ha sido castigado. Y ahora el Gobierno quiere endurecer las penas para los pirómanos, pero el Congreso se resiste. El lobby antiambiental es cada legislatura más fuerte e influyente. En cualquier caso, las acusaciones de pinomanía formalizadas en los últimos años son una gota ante la magnitud de la tragedia. Un centenar de casos anuales como máximo cuando los focos de incendio se cuentan por por decenas de miles.
El margen de maniobra del Gobierno es limitado, por las restricciones que impone la meta de déficit, y porque buena parte de las competencias recaen en los Estados. Muchos gobernadores boicotean los esfuerzos federales o se resisten a adoptar medidas contundentes, sea por complicidad con el crimen organizado que expolia la selva, por sintonía con el discurso antiambientalista de Bolsonaro, por falta de recursos o por la combinación de factores. Pero el Gobierno federal ni siquiera ha adoptado una postura firme de coordinación.
Las ONGs medioambientales apuntan a un cambio relevante y grave. Esta vez también está ardiendo vegetación viva, no solo áreas ya taladas y muy degradadas. Los ecologistas brasileños son conscientes de que las autoridades no pueden evitar la sequía, pero sí intentar capturar a unos criminales que hasta ahora queda impunes. Añaden que apagar incendios debería ser la excepción, lo idóneo sería prevenirlos.
Este miércoles Brasil se solidarizó con Portugal por los incendios mediante una nota de la cancillería. Tras lamentar los muertos y las pérdidas materiales, el Gobierno de Lula hacía “un llamamiento a los países aliados a redoblar esfuerzos para adaptarse a los impactos del cambio climático para afrontar la multiplicación de eventos naturales extremos”.
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