¿Se desmorona Bolsonaro?
La impresión que dejó la manifestación convocada el sábado para desafiar al Tribunal Supremo de Brasil fue la crisis de un mito en decadencia
El bolsonarismo está llamado a perdurar como un marco de la extrema derecha brasileña, mezcla de fascismo con ribetes nazis, que intenta conectarse con las nuevas derechas que crecen en el mundo, desde estrambóticas a peligrosas, porque ponen en tela de juicio los valores de la democracia y asesinan la esencia de la política con sus extremismos.
Brasil, con el capitán Jair Bolsonaro, que salió de la oscuridad de años como diputado sin luz ni poder a la Presidencia de la República de una forma rocambolesca mezcla de mesianismo religioso y de añoranzas autoritarias y hasta golpistas, creó una revolución que ayudó a desenterrar a una derecha que estaba a la espera de un líder tras los Gobiernos de izquierda lulista.
Si para algo sirvió la pseudorrevolución de Bolsonaro fue para dar espacio a una derecha que estaba latente a la espera de un líder y que gozaba del apoyo de la grande empresa y de las ansias de liberalismo frente a años de política de cuño social que libró a millones de personas del infierno del hambre. Hoy Bolsonaro, como se demostró en la manifestación a su favor y contra el poder del Supremo Tribunal Federal, celebrada en el mítico escenario de la Avenida Paulista, la mayor ciudad de América Latina con 20 millones de habitantes -la de las grandes concentraciones, que ya recibió en el pasado a medio millón de personas- sigue siendo una referencia para la ultraderecha estrambótica. La impresión de la manifestación de ayer, vista a la luz de algunos detalles, que a veces hacen entrever el futuro, fue más bien de la crisis de un mito en decadencia.
Convocada en el momento más grave para Bolsonaro, que afronta más de una docena de procesos judiciales que podrían llevarlo a la cárcel y que han generado dudas incluso entre sus seguidores más cercanos, la manifestación celebrada en el simbólico aniversario de la República dejó vislumbrar algunas señales de decadencia del mito y de una especie de carrera de los mayores líderes de la derecha. Para sustituirle o para arrinconarlo.
Los números en las manifestaciones de protestas no lo son todo, pero acaban teniendo un valor simbólico que reflejan la fuerza del ídolo ensalzado. En las últimas cinco manifestaciones a favor de Bolsonaro, la del sábado adquiría una importancia extra por tener lugar en vísperas de unas elecciones municipales que son vistas como la antesala de las presidenciales de 2026. En ellas se medirá la fuerza real en el poder local de la extrema derecha y del Gobierno de centro izquierda que pugna por la reelección de Lula.
Es verdad que los números de las manifestaciones son relativos, pero son también significativos en algunos momentos. La manifestación del sábado era fundamental porque era el termómetro de la fuerza aún viva de un bolonarismo que aparece en crisis pero no ha desaparecido.
El 25 de febrero de este año la manifestación a favor de Bolsonaro, acusado de haber intentado un golpe de estado militar, reunió en São Paulo a 185.000 personas. Fue una multitud que impresionó a la izquierda. En 2022, también el 7 de septiembre, fiesta de la República, acudieron a una manifestación en la mítica playa de Copacabana en Río de Janeiro, 64.000. ¿Y la de ahora, que fue presentada como un desafío al Supremo Tribunal acusado de persecución al bolsonarismo? Según datos oficiales acudieron sólo 45.700 personas, todas ellas, como siempre envueltas en los colores verde amarillo de la bandera nacional de la que se han apoderado los ultras de la derecha.
Pero quizás lo que mejor revele un cierto desmoronamiento del mito en este momento han sido una serie de detalles que pueden parecer insignificantes pero que concentran un fuerte significado simbólico. Y como suele decirse, el demonio está en los detalles. El sábado Bolsonaro tenía que subir a la tribuna en la Avenida Paulista como un vencedor, el “inmortal”, como él se define en la medalla que ofrece a sus amigos y autoridades internacionales. Y esperaba que estuvieran a su lado, no sólo arropándolo en su desafío al Supremo, sino apoyándolo, quienes aspiran a sucederle, entre ellos un puñado de gobernadores que ya se entrenan para entrar en campo como sus sucesores. No fue así. Muchos de ellos prefirieron quedarse en su casa y ver los toros desde la barrera.
Y quizás lo más simbólico del acto y lo que más exasperó a Bolsonaro fue el hecho de que Bolsonaro estuvo a punto de no poder asistir al acto. Él mismo, el político que suele exhibir su machismo, de su fuerza, de su desprecio por lo femenino, de su amor por mostrarse en grandes motos o en caballos de raza como los antiguos emperadores, el imbatible a quién Dios, según él, sacó a salvo de la cuchillada recibida en el vientre en plena campaña que le llevó a la victoria y que de algún modo lo santificó.
Amaneció, en efecto, la mañana de la manifestación sin voz, enfermo. Fue llevado de prisa y corriendo al hospital mientras sus seguidores lo esperaban como a un dios inmortal. Al final consiguió el baño de multitudes aunque aún casi sin voz y con menos presencia de la esperada. Su irritación era visible. ¿Le estarían empezando a abandonar no sólo miles de seguidores de ayer, sino los posibles relevos de una derecha que ya existía y estaba a la espera de alguien que levantara su bandera?
Esa derecha, no siempre extrema, liberal, antisocial, llevaba hacía tiempo forcejeando para entrar en el poder. Aunque siempre en sus manos la tinta del bolsonarismo, ya no será la del capitán que empieza a vislumbrar el final de sus sueños de dar un golpe de Estado y de acabar una dictadura que, según él, la brasileña, fue demasiado blanda y no supo acabar con todos los “comunistas”.
Pero la manifestación a favor de un Bolsonaro y de su derecha estrambótica pero peligrosa aún no ha acabado. Se medirá el próximo 4 de octubre en las urnas en las elecciones municipales en las que también Lula se juega su posible y deseada reelección.
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