Frailejones in vitro para ahorrarse dos años en restaurar el páramo
Un profesor de universidad, un viverista, un grupo de guías y una comunidad comprometida buscan devolverle al páramo de Santa Inés los ejemplares que le robó la ganadería. El ecosistema abastece de agua al 60% de Medellín
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El Ernesto Pérez de carne y hueso vive en Belmira. Desde hace cinco años es el responsable del vivero del municipio antioqueño y de un delicadísimo tesoro: las semillas, germinaciones y plántulas de cientos de frailejones. Por sus manos han pasado más de 3.000 ejemplares de hojas milimétricas hasta los 20 centímetros necesarios para ser sembrados en el páramo de Santa Inés. Algunos de los diminutos frailejones germinaron en este humilde vivero y otros son traídos desde los laboratorios de la Universidad de Antioquía (UdeA), después de que un grupo de biólogos optimizaran su entorno para ganarle casi dos años a su crecimiento. Aunque Pérez asegura que es casualidad que su nombre coincida con el del frailejón más famoso de Colombia ―y hasta enseña su cédula a los más incrédulos―, el mimo con el que los cuida y el dolor que siente cuando “la siembra no pega” hacen dudar a cualquiera.
Están ubicados en la parte de atrás del vivero. Una treintena de aquenios —pepitas similares a un ajonjolí negro que esconden la semilla— descansan en varias cajas petri sobre un algodón empapado en agua. Otros, de menos de dos centímetros, ya han sido sembrados en diminutas materitas a las que les da algo más de sol y, una decena de ellos, ya algo más grandes, aguardan en bolsas de plástico junto a mini robles y cedros a que lleguen los guías turísticos locales como Duban Mazo y los carguen a cuestas durante más de cinco horas para sembrarlos en el páramo, a casi 3.500 metros sobre el nivel del mar.
“Es un trabajo de equipo”, explica Pérez. La cadena de personas involucradas es cada vez mayor, pero el propósito es el mismo: recuperar los páramos que alguna vez disfrutaron sus abuelos, antes de que la ganadería colonizara gran parte de estas tierras. Dicen los vecinos que en algún momento los páramos de Santa Inés, Sonsón y Baldías (el más pequeño del mundo), fueron parte de un todo. Hoy, son tres islas entre un territorio de bosque, terrenos agrícolas y cabezas de ganado. “Queremos mirarlos llenos, llenos de estos que están ahorita aquí”, desea Pérez señalando a sus “consentidos”. La primera ficha del dominó de la que habla el viverista es Robinson Salazar, un curioso biólogo de Sincelejo que cambió la sabana por las neblinas y las alturas.
Hace siete años se embarcó en un doctorado pionero en el país que buscaba acelerar los procesos de germinación y crecimiento mediante la técnica in vitro de la variedad Espeletia Occidentalis, oriunda del páramo de Belmira. Desde entonces, ha llevado al laboratorio cientos de semillas a las que ha sometido a un sinfín de tratamientos para que crezcan igual que lo harían en un medio natural, pero en menos tiempo. Esto, que se conoce como procesos de in vitro, lo hacen sin usar hormonas de crecimiento y sólo enfocado en especies en peligro. Agua con o sin nutrientes, desinfección más o menos profunda, luz más o menos tenue, sustrato con gallinazo o con cáscara de coco... El experimento ha sido, reconoce, un ensayo a prueba y error que pasó de tener un porcentaje de supervivencia en vivero del 10% a los resultados actuales, que superan el 70%. Con esta tecnología han logrado hacer crecer plántulas en menos de seis meses; un proceso que naturalmente se toma entre dos y dos años y medio. “Ya sabemos lo que le gusta a esta”, explica mientras una decena de caminantes se prepara para la subida al páramo. “Ahora sólo queda encontrar lo que le gusta a las otras 92″, bromea.
La Espeletia Occidentalis es una de las 145 especies que existen en el mundo y se concentra en apenas tres países: Venezuela, Ecuador y Colombia. En este último, se encuentran 93 tipos, aunque al menos 55 de ellos están amenazados en algún grado, a pesar de que dos tercios de estos están en espacios protegidos. La belmirense es una de las cinco en categoría de vulnerabilidad. “Cualquier evento antrópico o climático podría hacerlas entrar en un estadío más crítico”, lamenta el también fundador de Save the Frailejones.
A pesar de lo robustos que pueden llegar a verse, su crecimiento es prácticamente un milagro. Cada año, aumentan sólo entre uno y tres centímetros su tamaño. “Sé que nunca los voy a ver grandes, pero me alivia saber que lo harán y que nuestra técnica hizo parte”, explica.
La extinción de estos emblemáticos individuos pone en jaque gran parte de los recursos hídricos del país, ya que los frailejones custodian una enorme cantidad de agua en Colombia. Sus tricomas ―los pelitos de las hojas― recogen la neblina, la dejan escurrir hacia el interior del cuerpo y la guardan hasta liberarla en un momento de sequía y son capaces de almacenar hasta cuatro veces en agua su peso seco. El 60% del agua de Medellín y los otros nueve municipios del Valle de Aburrá sale del páramo de Santa Inés. Sin embargo, las condiciones climáticas cada vez más secas y calientes están complicando la subsistencia de estos guardianes del ecosistema. “No nos podemos permitir que por un incendio o las altas temperaturas actuales una especie como estas deje de existir”, apunta Marcela Fernández, una de las voces sobre conservación de páramos más reconocidas del país.
Para Fernández, fundadora de Cumbres Blancas, una organización que financia el proyecto, la técnica in vitro es una forma de “sembrar la nieve del futuro”. “Las amenazas de los frailejones van a un ritmo avanzado y existe la creencia de que la agricultura es más lucrativa, pero la gran apuesta está en otras profesiones como viveristas, guardapáramos y propagadores de semillas de frailejón y otras muchas especies nativas de los páramos”.
Los frailejones, con más de dos millones de años de historia sobre la Tierra, son el hogar de 150 especies de arácnidos, insectos, moluscos, anfibios, reptiles, aves y mamíferos que habitan o se nutren de ellos. Un claro ejemplo es la Laguna del Bebedero, a escasos metros de la zona de siembra elegida por Duban Mazo y su equipo. Hasta aquí llegan cinco tipos de libélulas endémicas, osos de anteojos y salamandras. “Que haya frailejones es una buenísima señal. Significa que el ecosistema está sano”, explica.
¿Puede ser el turismo un aliado?
A Mazo no le da soroche. Lleva años subiendo y bajando del páramo como si nada y ni recuerda cuándo fue la última vez que sufrió mal de altura. Desde hace un lustro, montó su propia empresa de turismo comunitario Caminos para Motivar para ensanchar ese equipo del que presume Pérez. En pequeños grupos, con guías locales y mucho respeto por la naturaleza suben con turistas que quieren conocer de cerca la magia que envuelve a la planta emblema del país y que, desde 2012, aparece en las monedas de 100 pesos.
Parte de la experiencia del recorrido de 14 kilómetros ―tan retador como hermoso― es sembrar un frailejón que pasó primero por el laboratorio de Salazar, luego por el vivero de Pérez y ahora cargan los transeúntes atados a sus mochilas. “Nosotros necesitamos manos para sembrar y al turista le encanta”, explica Mazo. “Uno empatiza más con la naturaleza cuando entiende los procesos que hay detrás y la importancia que tienen en el territorio”. Al sendero se van asomando orquídeas en miniatura, mariposas de colores, uvas y moras de monte, libélulas y águilas. Todas ellas van guiando el camino hasta una planicie con frailejones tan pequeños como los de las bolsas del vivero y otros de unos 200 años de antigüedad, de más de dos metros.
El punto de siembra no es casual. “La idea no es sembrar por sembrar”, cuenta el biólogo. “Lo que queremos es devolverlos al territorio al que pertenecen”. Si bien ya hay zonas restauradas, aún se ven parches en los que en otra vida pastaron miles de cabezas de ganado. Pero Pérez no se desanima y señala que los vecinos ya no sólo van al vivero a por maderables, y que ahora se acercan a admirar a los frailejones. “Tardamos en entender la suerte que tenemos de vivir aquí”, reflexiona.
Aunque Yorman Tobón y Camilo Zapata, guías locales, creen que el turismo puede ser un gran aliado de la conservación, fruncen el ceño cuando conocen otras prácticas menos respetuosas con el entorno. En la laguna, también conocida como Espejo de Agua, su grupo de 10 personas se topa con uno de medio centenar de turistas con bocinas, música a todo volumen y drones que les toman fotos desde las alturas mientras se apoyan en los frailejones. “No todo el turismo vale”, zanja afectado Zapata. “Estamos trabajando para que subir al páramo implique también una responsabilidad y un acto de respeto”.
Los proyectos de conservación que no encuentran financiación
La cadena de personas obcecadas con la conservación del páramo también se extiende en la ciudad. En el laboratorio de fisiología vegetal de la UdeA, Melissa Rivera, estudiante de biología, recogió el testigo de Robinson Salazar y es ahora ella quien busca reproducir tres especies autóctonas de Boyacá (el departamento colombiano con mayor variedad de frailejones) en estados avanzados de vulnerabilidad. En tarritos de compota esterilizados revisa al milímetro una veintena de frailejones del tamaño de una chincheta. “La Espeletia nemekenei es más berraquita, y crece con casi cualquiera de los protocolos. A Espeletia brachyaxiantha no le gusta crecer junto a otra variedad diferente...”, narra divertida.
La escucha atenta la doctora Aura Inés Urrea, investigadora desde hace 24 años en fisiología y biotecnología vegetal. Se describe como una amante de las plantas -“sobre todo de las que están en peligro”- y por eso sonríe cuando percibe el entusiasmo de Rivera e intuye que habrá relevo generacional. “Con la situación climática actual, hay muchas más plantas en peligro. Bueno, plantas y animales... Hay mucho más trabajo en este campo”, expresa. Sin embargo, cuenta, la conservación no atrae a todo el mundo. “A veces es difícil lograr que se financien este tipo de proyectos, porque siguen priorizando los médicos o comerciales. Aún no han entendido que un páramo sano es bueno para todos”, añade.
Guías, viveristas, académicos, activistas... El equipo siempre conjuga en futuro cualquier conversación sobre el páramo. Están a punto de cerrar un acuerdo con el municipio de Belmira para trasladar el vivero a un terreno con mejores condiciones, ya hay varios candidatos para continuar el trabajo de Rivera cuando se gradúe y sueñan con montar un laboratorio in vitro en el propio páramo. La comunidad, igual que los frailejones, también va creciendo cada vez más rápido.
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