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Hay que estar con los ojos bien abiertos porque Falcao nunca se fue. Un atacante de su categoría nunca se conformará con 347
Por lo general, para aquellos instantes que forman una leyenda y crean historias de hazañas legendarias, Falcao García eligió estadios out of context. Y digo que escogió escenarios extraños porque el derechazo desde fuera del área, ceñido a la parte baja del palo de la mano izquierda del ausente arquero Caicedo del Boyacá Chicó que le otorgó el gran honor de ser el máximo goleador colombiano de todos los tiempos ―347 anotaciones en su larguísimo y fructífero trasegar―, lo encontró celebrando en el escenario deportivo de más extraño nombre entre la manigua de curiosos bautizos de los estadios colombianos: su grito se sintió al minuto 92 en cada uno de los rincones del Bello Horizonte-Rey Pelé de Villavicencio, ciudad que apenas en una ocasión ha sabido contar con fútbol de primera división con el desaparecido club Centauros en la temporada 2003-2004.
Y este relato feliz que, por fortuna, todavía no tiene un final, comenzó en un sitio medio fantasmagórico: pintura descascarada, graderías en las que la humedad y la lama ocuparon el lugar de los hinchas en medio de un cielo brumoso que no fue capaz de hacerle justicia poética al nombre del estadio: El Sol de Sogamoso. Jugaron Lanceros Fair Play y Cóndor, el 23 de abril del año 2000. Por esos años Falcao no era Falcao; era el hijo de Radamel García, rústico y atlético zaguero central que poco tiempo antes había colgado los guayos y que vistió las camisetas de Junior, Santa Fe, Unión Magdalena, Bucaramanga, Medellín, Tolima y varios clubes del incipiente fútbol venezolano.
El jovencito, con 14 años y unas monedas, metió uno de los dos goles de ese triunfo refundido contra Cóndor. Aquel futbolista que se dio el honor de habilitarlo para vencer el arco del desaparecido equipo bogotano fue Edgar Yrusta, argentino que hoy administra su negocio particular: una peluquería en la ciudad de Rosario (Argentina).
Desde ahí la historia se hizo conocida y su presencia en el túnel de los mejores estadios del mundo fue apenas un trámite: su figura salió de las profundas catacumbas de Old Trafford, La Bombonera, el Monumental de Núñez, Vicente Calderón, Dragao, Inönu, Wanda Metropolitano, Camp Nou, Stamford Bridge entre tantos otros, pero esas son las maravillosas cuitas de un goleador de raza y es que no importa dónde sea la función ni cuál sea el teatro si de brillar se trata.
En 2007, en la prefectura de Nagano, en Japón, se dio el bautizo de fuego del crack colombiano con la camiseta de su selección: en el verde césped del Matsumoto, durante la Copa Kirin, Falcao destapó por primera vez su esencia goleadora ante un seleccionado que nunca ha podido ser protagonista de un álbum Panini: Montenegro. Fue triunfo 1-0 de la tricolor, conducida por esos tiempos por Jorge Luis Pinto.
Y no se detienen las imágenes que relacionan a Falcao tanto con los flashes y la fama, pero también con esa periferia, con esa zona fronteriza que tanto seduce al futbolero de marras: es que en Cúcuta, una ciudad en la que es infrecuente ver un duelo de equipos nacionales, el delantero debutó con Colombia en un encuentro amistoso ante Uruguay. El juego, que fue derrota 1-3, marcó el inicio de una relación de amor y sufrimiento con la tricolor.
O cómo olvidar que el primer tanto anotado en una Copa del Mundo lo hizo en la lejanísima Kazán, sede del mejor partido de los dirigidos por José Pékerman en Rusia 2018 en la inolvidable victoria 3-0 ante la herrumbrosa selección de Polonia, o que las coronaciones en la Europa League, tanto en Porto como con Atlético de Madrid, se vivieron con sus goles en Dublín ―en el estadio AVIVA― y en Bucarest ―en el National Arena―, sedes que no son tan recurrentes a la hora de la escogencia de la UEFA para dirimir grandes finales. Y si queremos ser generosos, el Louis II, estadio del Mónaco en el que doblegó al Chelsea con la casaca del Atlético de Madrid y sede del club que después lo fichó en una movida millonaria, tampoco sería elegido como el campo de fútbol más identificado con la pasión. Generalmente sólo se ve en los palcos, sin saber mucho qué pasa en el campo, al alopécico Alberto de Mónaco sonriendo sin motivo.
En su retorno a Millonarios no consiguió aún marcar en el Estadio El Campín ―deuda que espera saldar en los cuadrangulares semifinales del fútbol colombiano en los que Millonarios enfrentará a Santa Fe, Nacional y Deportivo Pasto― y su primera anotación con los azules casualmente se dio en Villavicencio, mismo sitio en el que obtuvo el récord de los 347 tantos, al marcar un golazo frente a Patriotas de Boyacá.
Es así que esas escenografías alejadas de la postal típica lo persiguieron sin querer queriendo en toda su carrera, incluso en sus momentos más dolorosos, como la lesión de rodilla que lo privó de estar en la Copa del Mundo Brasil 2014 que se produjo en la cancha del Chasselay, modesto club francés de cuarta división.
Quedan muchos estadios todavía en la mira para el magnífico goleador: los próximos que se ven en el horizonte son, además de El Campín, el Atanasio Girardot y el Estadio Libertad. Hay que estar con los ojos bien abiertos porque Falcao nunca se fue. Un atacante de su categoría nunca se conformará con 347.
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