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El terror de las minas antipersonales acecha al pueblo awá

Los indígenas se encuentran en medio del aumento de los incidentes por artefactos explosivos

Un letrero alerta sobre la presencia de minas antipersonales en una zona rural, en Colombia.
Un letrero alerta sobre la presencia de minas antipersonales en una zona rural, en Colombia.Anadolu (Anadolu Agency via Getty Images)

Para el pueblo awá, vivir bonito o wat auzan, en su lengua, es cada vez más difícil. Una puerta de esperanza para que eso cambiara se abrió en 2016, con la firma del Acuerdo de Paz del Gobierno Santos y las extintas FARC-EP, pero no tardó en cerrarse. La organización Unidad indígena del pueblo awá (UNIPA) denuncia el escalamiento en la disputa de actores armados ilegales en su territorio, a caballo entre el departamento de Nariño y el vecino Ecuador. El choque entre miembros de las disidencias de las extintas FARC agrupadas bajo la Segunda Marquetalia y el llamado Clan del Golfo, entre otros, ha convertido sus resguardos en campos minados, ha desencadenado desplazamientos masivos y ha multiplicado los accidentes por la presencia de minas antipersonales. La agencia contra minas de la ONU (UNMAS) confirma que este problema sigue vivo en Colombia, y que afecta de manera especialmente fuerte a civiles indígenas, encabezados por los awá.

Jonathan Estiven Pascal Taicus, de 12 años, fue la víctima más reciente. El 25 de diciembre de 2023 resultó herido luego de que activara el explosivo mientras hacía una caminata con sus padres, en el corregimiento de La Guayacana, en Tumaco, Nariño. El adolescente tuvo que ser trasladado a Pasto, a cinco horas de camino, donde le realizaron dos cirugías que lograron evitar la amputación de su pie izquierdo. Como él, 50 menores de edad han sido víctimas de minas en Colombia entre 2022 y 2023, de acuerdo con cifras del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Un mes antes, la víctima fue líder de la Guardia Indígena, Cristobal Nastacuas, quien murió por pisar una mina cuando iba saliendo de su resguardo en Ricaurte, Nariño. La oenegé también señala que el año pasado Nariño fue, justamente, el departamento con mayor número de incidentes por este tipo de arma.

El efecto de ese aumento en el suroccidente de Colombia ha afectado de manera particular al pueblo awá, que vive en la zona rural del litoral Pacífico entre el río Telembí, en Nariño, al norte, hasta la provincia de Esmeraldas, al sur, ya en Ecuador. Por ser recolectores y cazadores, sus resguardos suelen estar ubicados en medio de la selva, a mínimo tres horas de camino de las vías principales. Esos parajes remotos coinciden con puntos estratégicos que las bandas criminales se disputan en la zona, pues hacen parte de sus corredores para transportar droga entre las montañas andinas —donde hay más población y cultivos de coca— y el Océano Pacífico o el país vecino. Esas confrontaciones han ido en aumento permanente desde 2017, cuando la salida de las extintas FARC dejó un vacío de poder que han ido llenando nuevos grupos ilegales. Esa nueva fase ha significado una renovación de la siembra de artefactos explosivos, con los que los grupos buscan evitar la presencia de rivales en áreas que ven como estratégicas para sus economías ilegales.

Así lo detalla Pablo Parra, antiguo representante de UNMAS en Colombia. “En el departamento de Nariño, en el último trimestre del año 2022 vimos un rebote muy fuerte de víctimas de minas antipersonales y municiones sin explotar. 33 de las 39 víctimas eran civiles. En municipios tan aislados, donde no hay carreteras y solo puedes acceder por trocha, río o mar, hay muy poca vigilancia del Estado y las economías ilegales han crecido mucho”, sostiene. “La comunidad, notablemente indígena y afro, está en la mitad de la disputa territorial, donde las minas antipersonales juegan un papel fundamental. Hemos visto que muchas comunidades, tras los enfrentamientos, temen la instalación de minas antipersonales y se desplazan a los cascos urbanos. O se confinan, no se atreven a salir porque no saben dónde está el peligro”, añade Parra.

Con él coinciden las lideresas de la UNIPA. Afirman a EL PAÍS que la presencia de las minas afecta su tejido social, de manera particular sus costumbres alimentarias. Muchas de estas se han ido perdiendo por el temor a caer en los explosivos al salir a cazar y recolectar su pancoger. “La instalación de minas afecta la espiritualidad y las prácticas culturales, al punto de que ya no se pueda caminar con tranquilidad”, precisa Ana*, una de las lideresas. “Nosotros tenemos una fuerte conexión con el territorio. Somos Inkal Awá, la gente de la selva. Esa conexión es única desde la espiritualidad, pues es nuestro espacio de vida, donde caminamos, es el único lugar que conocemos”, añade María, Consejera de Educación de la organización.

Ana narra que el conflicto también ha impactado los saberes originarios y la estructura de su comunidad. Solo en mayo del 2023, un médico tradicional murió al pisar una mina. Y a los días, una situación similar vivió Alberto García Pai, gobernador suplente de uno de los resguardos Awá, que salió herido en una de sus piernas. El problema ha cruzado los límites del derecho internacional humanitario, pues la UNIPA revela que el crimen organizado ha sembrado explosivos alrededor de los centros educativos. El resguardo de Guisa Sábalo, en Tumaco, es uno de los más afectados. Allí han tenido que improvisar carpas para usarlas de salón de clases, empeorando una situación ya cruenta por las retenciones ilegales, los homicidios y las amenazas.

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Parra, quien integró UNMAS por casi una década, enfatiza la preocupación sobre los Awá. “Pasamos de tener muy pocas víctimas a 40 anuales solamente en Nariño. En su mayoría son indígenas”, afirma. Y añade otro obstáculo para dimensionar la tragedia: el posible subregistro de víctimas. “Muchas de las víctimas viven en lugares superapartados, sin capacidad de hacer este tipo de gestiones ante las autoridades. No sabemos cuántas personas no han sido reportadas”, advierte.

El fenómeno tiene graves impactos colectivos. Entre ellos, el desplazamiento forzado y el confinamiento de comunidades enteras, con el impacto social, económico y emocional que eso conlleva. La Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) documentó que, para 2023, el 10% de todos los desplazamientos del país ocurrieron por la presencia de esos explosivos.

Para las comunidades y las oenegés consultadas, el Gobierno debe priorizar el desminado humanitario en los diálogos que mantiene con estructuras ilegales en el marco de la política de paz total. “Desde Naciones Unidas hacemos el llamado a que los ceses bilaterales sean respetados, incluyendo la no instalación de artefactos explosivos en minas antipersonal. Si bien es un tema que ha estado en las mesas de negociación, los grupos armados están renuentes porque consideran que ellos están en cese al fuego con el Estado, pero no con el resto de grupos”, precisa Catalina Velásquez, la actual encargada de UNMAS en Colombia. La experta también señala un debilitamiento en la atención. “Vamos avanzando, pero falta mucho por descontaminar. En el último año, sentimos que ha ido cayendo en rango y nivel de incidencia”, subraya y revela que en medio de una agudización de la problemática con minas, el equipo encargado de ello en la oficina del alto comisionado para la Paz ha sido reducido.

Las líderes indígenas de UNIPA señalan que han propuesto que integrantes awá de la Guardia Indígena sean parte de los equipos de desminado en su territorio. Recuerdan que son ellos quienes mejor conocen la zona y quienes prestan los primeros auxilios en medio de la selva. “No queremos quedar en medio de los actores armados, sean legales o ilegales. Insistimos que sea un desminado humanitario” dice Ana.

La tragedia para los awá no se detiene ni siquiera con las medidas cautelares a su favor que ordenó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2011. Entre los motivos que encontró la instancia internacional para ordenar al Estado Colombiano proteger los derechos de ese pueblo, estaban los accidentes con minas antipersonales; una de sus entre sus órdenes fue realizar “acciones de desminado del territorio ancestral y de educación en el riesgo de las minas antipersonal para los miembros del pueblo”. Más de una década después, nada ha cambiado. La guerra continúa haciéndolos prisioneros en su propio Katsa Su, como le llaman a la naturaleza, la casa grande que ya no pueden recorrer.

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