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Revolucionarios
Columna
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Los verdaderos revolucionarios

En América Latina debemos desestimar de una vez por todas a quienes secuestran y asesinan a sus prisioneros. En vez, tenemos que ponerle atención a las mujeres en su gesta diaria y a los científicos, los tecnólogos y los empresarios

Una científica con un ejemplar de cassava en el banco de 'Semillas del Futuro' en Pamira (Colombia).
Una científica con un ejemplar de cassava en el banco de 'Semillas del Futuro' en Pamira (Colombia).Edwin Rodriguez Pipicano (Getty Images)

¿Los verdaderos revolucionarios secuestran a los padres de las estrellas del fútbol? ¿Se visten de camuflado? ¿Andan por el monte? ¿Llevan barba? ¿Arrancan niños de los brazos de sus padres para esclavizarlos y enseñarles a malear y matar? ¿Encadenan por décadas a soldados inermes en prisiones abyectas? ¿Asesinan de forma desalmada a sus prisioneros? ¿Le cambian el nombre al secuestro y lo llaman retención? ¿Se sienten con el derecho de decidir quién vive y quién muere? ¿Son jueces autoproclamados de una justicia inventada y arbitraria? ¿Tienen la prerrogativa de chantajear, pero sin sentirse ladrones? ¿Trafican con cocaína? ¿Asesinan campesinos y militares a mansalva? ¿Se toman pueblos y palacios de justicia a balazo limpio?

Me temo que no. Voy a mostrar quiénes, para mí, son verdaderos revolucionarios, y al final el lector podrá juzgar. Los verdaderos revolucionarios, los que merecen el nombre, no han hecho jamás ninguna de esas barbaridades. Han cambiado el mundo de manera dramática con base en su esfuerzo honesto y cotidiano.

Voy a mencionar dos grupos de genuinos revolucionarios. El primero, siguiendo a la ganadora del premio Nobel de Economía de 2023, Claudia Goldin, en un libro iluminador, Carrera y Familia, la saga de un siglo de las mujeres en busca de la equidad.

Es una historia que le sonará personal a cada mujer, no sólo para entenderse a sí misma, sino a su mamá y su abuela. Donde está ella hoy es el resultado de las decisiones de varias generaciones de mujeres, de sus planes realizados o fallidos, y sus dilemas.

Hace 60 a 80 años, cuando empezó su actividad revolucionaria, lo típico era que las mujeres sacrificaran todo por quedarse en casa y cuidar de la familia. Luego, unas pioneras pospusieron la familia por un trabajo. Por esa época, ni siquiera tenían derecho al voto. Debieron superar el estigma de que una mujer trabajara, e inclusive las normas que les impedían tener ciertos trabajos. Fueron parte activa en que se aboliera el trabajo infantil, o hubiera un salario mínimo, aunque el de ellas aún hoy puede ser inferior al de los hombres. También en que hubiera un máximo de horas a la jornada laboral.

En los años 60 vino algo que lo revolucionaría todo, de la mano de la química y el control del proceso bioquímico de la ovulación: la píldora anticonceptiva. El control de la natalidad le dio a la mujer la decisión sobre cuándo tener hijos. Al posponer la llegada de los hijos, “alteraron la identidad misma de las mujeres, de estar centradas alrededor de la familia y el hogar, hacia involucrarse mucho más en el mundo del trabajo”.

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Pudieron empezar a decidir sobre qué tanto se educaban y se entrenaban, y cuánta independencia económica querían comandar. Empezó a aumentar la edad a la cual se casaban, posponiéndola hasta estudiar en la universidad. La receta de una mujer exitosa empezó a ser: primero el estudio, segundo la carrera profesional, y tercero la vida familiar. Las hijas habían aprendido de ver a sus mamás, y habían determinado que no querían ser como la anterior generación.

Lo mismo les pasó a las hijas de las que pospusieron el hogar por el trabajo. Tuvieron que cambiar el esposo dictatorial, que prefería a la mujer en la casa, y aceptar que ambos podían educarse, trabajar y tener carrera profesional. Luego vino la lucha por la equidad, tanto en ganar lo mismo por igual trabajo, como tener un equilibrio entre quién de la pareja necesita un horario flexible, y trabajar menos horas al día.

Goldin muestra que esa división entre las parejas es el dilema actual, y tiene un impacto tremendo en la culminación de la vida profesional femenina. Según la ganadora premio Nobel, un país puede perder hasta el 25% del PIB por no dejar que sus mujeres se vinculen plenamente al trabajo. Esto demandaría reorganizar completamente el cuidado del hogar, los niños y los adultos mayores.

Las mujeres lo han revolucionado todo en el siglo XX y lo siguen haciendo en el siglo XXI, día a día, en verdaderas cruzadas mundiales o en pequeñas gestas domésticas, de pareja, en el salón de clase, en las aplicaciones a los trabajos, en controlar a veces con tremendo costo personal a esposos, jefes y colegas abusivos e irrespetuosos, y obligar a que reconozcan su talento y su preparación; en hablar sin que las interrumpan, sacar las mejores notas en el colegio y la universidad y llegar hasta los puestos más altos. Cambiaron el mundo y son las verdaderas revolucionarias. Y aún les queda mucha tarea por hacer.

Doy otro ejemplo de genuinos revolucionarios. Muy distinto del anterior.

En 1957 un grupo de ingenieros, liderados por Bob Noyce, Gordon Moore y Eugene Kleiner, iniciaron una saga maravillosa con la meta de construir transistores con base en silicona. Noyce y Moore empezaron en Fairchild y fundaron Intel. Allí surgió el circuito integrado, se comercializó los chips DRAM (por dynamic random access memory), y los microprocesadores que están a la base de toda la computación moderna.

El mundo empezó a funcionar y ser reproducido en 0s y 1s, guardado y procesado en plaquetas de silicona. Se pasó de los chips que podían calcular a aquellos que podían “recordar”. De allí se revolucionó el software. Un chip estandarizado y fácil de producir se unió a otro chip especializado en memoria; programados con diferentes tipos de software, podían hacer muchas operaciones distintas.

Chris Miller, en otro libro de indispensable lectura, Chip War, cuenta que al final de los años sesenta Gordon Moore dijo: “Nosotros somos los verdaderos revolucionarios hoy. No los jóvenes de pelo largo y barba que estaban destruyendo las universidades hace poco”. La clave era la batalla por la electrónica; procesar más información, en menos área y menor peso, consumiendo menos energía. Eso iba a revolucionar la forma de trabajar, producir y vivir en nuestros hogares y circular por nuestras calles. Llevó a que Estados Unidos ganara la Guerra Fría. Todo, absolutamente todo, desde la educación hasta la salud, el entretenimiento y la atención, estarían en juego. La información era el nuevo petróleo.

Jay Lathrop revolucionó la manufactura de transistores cuando invirtió su microscopio en un laboratorio, para usar las ondas ultravioleta de luz como fuerza de impresión, disparando haces de luz de diferente escala, invisibles al ojo humano, a materiales fotosensibles, y tallar formas en la silicona de cientos, y luego decenas de nanómetros de ancho. Eso hizo posible hacer transistores más pequeños que una molécula, y poner cientos de miles de ellos en un smartphone.

El enorme costo de desarrollar una litografía de este tipo llevó a concentrarla en dos países, Holanda y Taiwán. Morris Chang fue clave en el milagro de Taiwán, cuando, a mediados de los años 70, decidió volverse el mejor impresor de chips del mundo y dejar el diseño a otros.

“¡Circuitos del mundo, integraos!” resultó más poderoso que la fórmula de Marx y Engels: “¡Proletarios de todas las naciones, uníos!”. Los primeros integraron al mundo a través del procesamiento de información, el internet, la miniaturización y la inconmensurable capacidad de computación en aparatos manuales, a disposición de cualquier persona, cualquier hogar o fábrica en cualquier lugar del planeta. El segundo motto, el de los proletarios, no ha hecho más que sembrar discordia, odio y revancha en el corazón de cada ser humano que emponzoña.

Hoy un iPhone usa el sistema operativo iOS y terceriza el diseño y la producción de sus chips a Samsung en Corea; los chips de memoria a Intel; los procesadores de audio a Wolfson; el módem a la alemana Infineon; el diseño de chip de Bluetooth a CSR; y el amplificador de señal a Skyworks.

La lógica de los revolucionarios Noyce y Moore fue que los transistores se volverían el producto más barato nunca manufacturado, pero el mundo consumiría billones y billones de ellos. Una idea revolucionaria que revolucionó al mundo.

En América Latina debemos desestimar de una vez por todas a los revolucionarios desalmados y cínicos de camuflado y añorantes de dictaduras, y ponerle atención a las mujeres en su gesta diaria y a los científicos, los tecnólogos y los empresarios. Son los que revolucionan para bien nuestra vida cotidiana, familiar y empresarial.

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