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Fernando Botero
Tribuna
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Fernando Botero, la última gran figura del proyecto moderno en Colombia

Botero, antes de Instagram y TikTok, entendió las redes humanas y el poder de la imagen y la prensa análoga, y convirtió esto en su carro de guerra

Fernando Botero en una firma de libros en Nueva York
Fernando Botero firma libros en Nueva York (EE UU) en octubre de 2013.Kathy Willens (AP)

El pintor y escultor Fernando Botero, fallecido el 15 de septiembre, era el último sobreviviente de la generación de artistas modernos emergida en la Bogotá de los años cincuenta bajo el manto protector de la crítica de arte Marta Traba (1930-1983). De este núcleo duro generacional también hicieron parte los artistas Alejandro Obregón, Édgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, y participaron pintores como Enrique Grau y Guillermo Wiedemann, todos fallecidos. Así mismo, Botero era, con alta probabilidad, la última gran figura del proyecto moderno en Colombia y de una élite intelectual de la que hicieron parte escritores como Gabriel García Márquez o Álvaro Mutis, y arquitectos como Rogelio Salmona o Fernando Martínez Sanabria. De amplio reconocimiento popular y visibilidad mediática, Botero constituye una referencia clave en los procesos de internacionalización de la cultura colombiana en el marco de la Guerra Fría (1947-1991) y del llamado boom latinoamericano (1960-1970).

Del mencionado grupo de pintores (bautizado por el crítico Fausto Panesso, en 1975, con el mote de Los intocables), Botero, procedente de Medellín, fue el que mayor visibilidad internacional alcanzó. Luego de recibir el primer premio en el Salón Nacional de Artistas de 1958 con su pintura Camera degli sposi (Homenaje a Mantegna) y de su participación temprana en exposiciones en la Unión Panamericana en Washington (1957), en el Museo Guggenheim de Nueva York (1958) y en la Bienal de São Paulo (1959), Botero tuvo una carrera de más de 70 años de producción ininterrumpida y frenética de pinturas, dibujos y esculturas.

Unos años después de su mudanza a Nueva York (ocurrida en 1960), la obra de Botero dio un giro: su “época clásica” o “de formación” (1949-1965), alabada por la crítica latinoamericana del momento, una obra caracterizada por la pincelada gruesa y visible, los colores antinaturales, los contrastes entre opuestos, las figuras hieráticas y monumentales, la crítica política, los grandes formatos y la ausencia de narración, cedió paso a lo que hoy se conoce popularmente como su “estilo”, en el que predomina la exacerbación volumétrica (que Botero había descubierto en los años cincuenta en la pintura del quattrocento y en el arte prehispánico mexicano), el óleo limpio y definido, la pincelada invisible, los colores naturales (azul para el cielo y verde para la hierba) y cierta narrativa barroca que rememora los cuadros relativos a las vidas de los santos.

La iconografía boteriana parte, en esta última época, de la repetición de arquetipos muy arraigados en el folclor latinoamericano, lo que lleva a una fácil identificación entre el espectador local y el artista. Esta segunda época (1966-2023), la más exitosa comercialmente, no siempre ha contado con buena suerte crítica y académica, ha sido vista como un período de fórmula y repetición, y como una marca distintiva en el mercado internacional: una obra que entra a la historia cultural más a golpe de chequera que por significación colectiva.

Sin duda, la visibilidad de Botero entre los años sesenta y noventa estuvo influida por varios factores que valdría la pena analizar a la luz de un prisma contemporáneo: la búsqueda de fama, la sobreexposición en redes, la excesiva mediatización y un mercado del arte inflacionario. Primero, Botero comprendió rápidamente la importancia de publicar su propio trabajo (de lejos es el artista colombiano ―y quizá latinoamericano― con mayor cantidad de monografías y catálogos, comúnmente publicados por sus galeristas y asociados). También, en esta línea, la prensa fue uno de sus más poderosos aliados, que a veces apeló al ditirambo (cosa que ya reconocía en 1961 Marta Traba en el artículo No tanta gloria, en la revista Estampa de Bogotá) y al sentimiento nacional para exacerbar la validación o el reconocimiento colectivo. Botero, antes de Instagram y TikTok, entendió las redes humanas y el poder de la imagen y la prensa análoga, y convirtió esto en su carro de guerra.

Segundo. A diferencia de otros artistas de su generación, para quienes acercarse mucho al mercado podía “pervertir”, intervenir o distorsionar la creación más auténtica, Botero no tuvo reparos en comercializar a través de numerosas galerías y casas de subasta en Estados Unidos y Europa, y le importó más bien poco (al menos desde los años sesenta) la opinión de críticos, comisarios y directores de museo. En el caso de Botero, es probable que esta comercialización exacerbada, sometida al gusto de los coleccionistas, haya terminado por transformar la praxis del artista. Hoy, este es el modo de operar de numerosos artistas a través de Instagram, en donde se valora más el número de seguidores o likes a una pintura (comúnmente obras que demuestran más habilidad técnica que teorización o proceso) que la opinión crítica o de campo. Esto puede distorsionar las motivaciones para producir una obra, que puede quedar sujeta al gusto externo mediante un sistema de recompensas (medido en likes) y no a las búsquedas intelectuales del artista o a sus convicciones estéticas, poéticas o políticas.

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Tercero. Botero entendió la importancia de la filantropía para promover su trabajo artístico: desde los años setenta hizo sendas donaciones (de obra propia y ajena) al Museo de Antioquia (Medellín), al Museo de Arte Contemporáneo (Caracas), al Museo Nacional (Bogotá) o al Banco de la República (Bogotá), esto sin contar sus múltiples donaciones y ventas de esculturas de gran formato a los espacios públicos de Bogotá, Medellín, Bucaramanga, Cartagena, Caracas, Madrid, Nueva York, Buenos Aires o París, por mencionar sólo algunas ciudades. Su extraordinaria visibilidad en el espacio público y en las instituciones de la memoria, especialmente desde el año 2000, es una rareza en la esfera artística colombiana, caracterizada por la precarización económica de los artistas (un gremio potente y creativo) y las instituciones.

Por último, a diferencia del expresionismo abstracto de los años cincuenta o del conceptualismo de los años setenta, el arte de Botero cuenta historias fáciles de entender, en clave figurativa, con amplias dosis de humor y manteniendo un estilo reconocible por el mercado: recordemos que el “estilo” es uno de los lugares comunes del mercado del arte moderno, ya que hace la obra fácilmente reconocible y le da al coleccionista un motivo identificable de pretensión social. Esta “facilidad” o rapidez en la transmisión del mensaje es, hoy, una condición del consumo masivo de información y uno de los elementos del periodismo clickbait o del modelo Twitter. Pero el arte no siempre trata sobre la facilidad de transmitir un mensaje preestablecido, sino que puede ser, precisamente, en las discusiones que genera, un mensaje en construcción permanente, un mundo nuevo por descubrir, con aristas que exceden la inmediatez o la rapidez que se suele exigir a los titulares y a las redes de nuestro tiempo. El arte puede seguir siendo ese refugio libre, ese pequeño campo de debate en donde se cocina el mundo. Y el primer Botero, el de la época temprana, el de juventud, justo viene para enseñarnos el poder del arte sin ataduras, el fuego de la creación auténtica y el sendero de la búsqueda permanente.

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