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Procesos de paz
Columna
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Acuerdo Nacional, desacuerdos y reconciliación

En un país en el que los gobiernos han tenido más capacidad de hablar con los armados que con los civiles, quizá el camino sea volver al reconocimiento de la diversidad y la diferencia planteado en la Constitución del 91

Gustavo Petro, Francia Márquez y miembros del gabinete en el Capitolio Nacional de Colombia.
Gustavo Petro, Francia Márquez y miembros del gabinete en el Capitolio Nacional de Colombia.ANDREA PUENTES (PRESIDENCIA DE COLOMBIA)

El Acuerdo Nacional propuesto por el Gobierno del presidente Gustavo Petro coincide con una tendencia histórica en Colombia: de tanto en tanto y con distintos nombres se buscan pactos o acuerdos. Al final todas las ideas apuntan a conseguir la esquiva y añorada paz. En otras épocas se llamó acuerdo sobre lo fundamental, diálogo nacional o Frente Nacional. Este último se hizo para atajar la violencia entre liberales y conservadores, los partidos se turnaron en el poder, pero como fue un pacto de élites que dejó por fuera a los demás, terminó sembrando más violencia.

Además del Acuerdo Nacional, el presidente Gustavo Petro propuso una Ley de Reconciliación Nacional y al hacerlo se refirió de manera particular a los narcotraficantes para decir que ellos también tienen un camino. Tal parece que la idea no estaba lista ni cocinada y sorprendió a su propio equipo al lanzarla, pero de nuevo la oferta de reconciliación fue para los delincuentes. Esto tampoco es nuevo.

En esa búsqueda de acuerdos y paz en este país los gobiernos han tenido en las últimas décadas mayor capacidad de hablar con los armados que con los civiles desarmados. Será tal vez porque es más evidente y visible el daño que producen las armas y más difícil de ver el que viene por formas más sutiles como la discriminación, la exclusión o la corrupción y por eso no nos empeñamos como debería ser en desactivar las muchas formas de esa violencia desarmada y atender las demandas sociales.

Hemos estado dispuestos a tragar sapos y culebras para desmovilizar a paramilitares y guerrilleros, autores de masacres, pero los gobiernos cierran puertas con facilidad a quienes no portan armas sino ideas, banderas o intereses de un sector. ¿Se necesita apuntar con un arma para ser escuchado? Y no lo pregunto solamente por la coyuntura y el Gobierno actual, en general al Estado le cuesta hablar con los civiles, con unos grupos o con otros dependiendo de cada gobierno, pero no es fácil establecer comunicación productiva con sectores sociales o económicos llámense comunidades indígenas, líderes sociales y manifestantes o empresarios, comerciantes y prestadores de salud.

Llama la atención entonces que se busque reconciliación con los narcotraficantes y no con otros que esperan ser escuchados. Sobre esa idea, fallida por el momento, se me ocurre que una ley de reconciliación ya la tenemos y es de hecho mucho más que una ley: La Constitución del 91 que, con todos sus defectos y ajustes, ha resultado el acuerdo mejor logrado hasta el momento porque con ella se ha podido sumar, incluir y consignar el deseo de convertir a Colombia en un Estado Social de Derecho. Sin embargo, que esté escrito no significa que esté hecho. El camino es largo, pero si en algún momento decidimos cumplirla, La Constitución podría ser otra vez el centro de un gran acuerdo nacional.

También considero que una de las muchas dificultades para lograr un acuerdo definitivo es querer estar de acuerdo, cuando la realidad es que por esencia la democracia es diversidad de pensamiento, de ideas, de propuestas. Mejor objetivo sería tratar de encontrar maneras de convivir en el desacuerdo sin violencia. Ponernos de acuerdo en que no estamos de acuerdo y entender que eso no nos hace enemigos. Que haya debates contundentes y calientes sin que se le niegue al otro el derecho a existir. Que se roten en el poder las ideas de distintas tendencias y que el Congreso tramite las diferencias. Es mucho pedir, lo sé, aunque no sobra recordar que lo mejor de la Constitución del 91 es el reconocimiento a la diversidad, la misma que se estigmatiza en cada debate.

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Para avanzar en un proyecto de reconciliación, de acuerdo o de reconocimiento de la diferencia hay que recuperar la confianza en el otro, esa confianza que nos ha robado una violencia de décadas, esa que hemos perdido también por el efecto perverso de líderes políticos que la han justificado, la han usado para sus propósitos empujando a sus seguidores a odiar, estigmatizar y discriminar. Recuperar la confianza significa poder escuchar con algo de apertura de pensamiento y jugar a que el otro de pronto puede tener razón en algo. Dialogar es hablar, pero es sobre todo escuchar y estar dispuestos a ceder como pasos para avanzar en algún proyecto común. Ojalá el presidente logre concretar el Acuerdo Nacional, aunque las muchas peleas que plantea o que responde son los peores caminos para lograrlo.

Sin embargo, es bueno seguir creyendo en las posibilidades de un acuerdo en el desacuerdo porque si no, nos queda el cinismo de aceptar el enfrentamiento perpetuo. Hay que soñar con esa idea aunque las posibilidades de éxito sean pocas. Estamos en tiempos de polarización, posverdad, algoritmos y ciudadanos necesitados de entretenimiento y emociones que no vienen propiamente de los acuerdos. Desde las graderías piden sangre y muchos, muchos de los que están en el escenario de lo público, ofrecen el espectáculo que se pide mientras se habla de acuerdos y reconciliación.

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