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ASESINATO DE FERNANDO VILLAVICENCIO
Columna
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Sicarios

A caballo entre el desbarajuste de la narcocultura y la violencia que siempre ha generado el narcotráfico, están los sicarios. El asesinato en Ecuador del candidato Fernando Villavicencio vuelve a poner la mirada sobre este fenómeno, tan cercano para los colombianos

Asesinato de Fernando Villavicencio, candidato presidencial ecuatoriano
Homenaje post-mortem para recordar al asesinado candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio, en Quito, el 11 de agosto de 2023.HENRY ROMERO (REUTERS)
Juan Gabriel Vásquez

América Latina, que nunca ha sido extraña a la violencia, se ha puesto por estos días a hablar de violencia como nunca antes. El asesinato en Ecuador del candidato Fernando Villavicencio nos dio la sensación, inédita para los ecuatorianos y ya olvidada para muchos otros, de asistir a una degradación (al síntoma de una degradación) sin vuelta atrás. De inmediato fue evidente que Ecuador estaba viviendo su propio momento Conversación-en-la-Catedral: cuando se pregunta uno, como se preguntó Santiago Zavala en la primera página de la novela, en qué momento se jodió nuestro país. Y los colombianos nos pusimos a recordar los muchos magnicidios que han marcado nuestra historia, pero en particular uno: el de Luis Carlos Galán, abaleado en público el 18 de agosto de 1989. Apenas acababa de subirse a la tarima de madera donde iba a dar su discurso de candidato en Soacha cuando sonaron los tiros, y su cuerpo cayó y los que lo rodeaban se tiraron al suelo, y esos breves segundos abrieron una tronera en la historia colombiana de la cual todavía no conseguimos reponernos.

El asesinato de Galán, que habría sido presidente si no lo hubieran matado, tiene muchos parecidos con el de Villavicencio, y estoy seguro de no ser el primero que los nota. Pero hay dos más estremecedores que los otros: primero, las dos muertes eran muertes anunciadas, pues los dos candidatos se habían enfrentado al mismo enemigo poderosísimo: las mafias del narcotráfico. Los dos habían denunciado amenazas con nombre propio, los dos sabían quién los quería matar, los dos habían dicho que no retrocederían o que seguirían en su persecución de sus perseguidores. El segundo parecido es más circunstancial, pero en el fondo tiene una importancia profunda: los dos crímenes se vieron en video. Eso era raro en el tiempo del crimen de Galán, esas épocas extrañas en las que la gente no andaba con un aparato en la mano, grabándolo todo en lugar de vivirlo, como espectadores de su propia vida; pero ahora ya no sorprende a nadie que un momento de transformación haya quedado grabado para siempre, y pueda ser visto y revivido de manera inmediata. Nos hemos acostumbrado a este rasgo de nuestro tiempo, y más bien nos parece exótico enterarnos de que ha sucedido algo importante –un asesinato, una violación, un escándalo– y descubrir que no lo podemos ver ahora mismo en YouTube.

En video está el momento en que los asesinos disparan contra Villavicencio. No lo vemos caer, como sí vimos caer a Galán a las 8:45 de esa noche, pero sí cae el teléfono que está grabando y se oyen los gritos y se sacude el mundo, y los ecuatorianos –no sólo los familiares de la víctima– podrán acudir a estas imágenes en el futuro para recordar uno de los momentos que transformaron el país. Los colombianos lo seguimos haciendo, o lo hacemos por lo menos los que tenemos la costumbre insana de seguir pensando en las violencias del pasado: los asesinatos de Galán, de Pizarro, de Bernardo Jaramillo o de Álvaro Gómez forman parte del imaginario de mi generación, igual que el de Gaitán formó parte del imaginario de la generación de mis abuelos. Mucho dice de un país el que vayan naciendo y muriendo las generaciones sin que se acabe la violencia política; mucho dice el hecho simple de que cada generación tiene sus muertos, sus asesinados, y el hecho de que los crímenes siguen estando, por lo menos hasta cierto punto, en la impunidad. Ya no hay gente que haya vivido el asesinato de Rafael Uribe Uribe, pero los hay que no sólo estaban vivos sino presentes el 9 de abril de 1948. Ya morirán también y desaparecerá la memoria viva del crimen de Gaitán, y algo se perderá con ello.

Hace unas semanas, la W hizo un sondeo que dejó una revelación lamentable: un porcentaje grande de los jóvenes colombianos confunden a Gaitán con Galán. Creo que lo comentó Enrique Santos en su columna de Cambio, y también Alberto Casas: los dos hombres de una generación que había comenzado a vivir cuando Gaitán fue asesinado, y que siguieron viviendo con (o tal vez en) las consecuencias directas del crimen. Igual que nosotros, los nacidos a comienzos de los años 70, fuimos testigos del mundo que saltó por los aires cuando mataron a Galán: cuatro años después murió Pablo Escobar, el asesino más visible o más célebre de una década de violencia desaforada que no sólo destruyó decenas de miles de vidas, sino que impuso toda una manera de ver el mundo que todavía manda entre nosotros. Los jóvenes no lo confundirán con nadie, me temo, porque Escobar está directa o indirectamente en las series frívolas que llenan sus pantallas, y en las camisetas con las que se paga su vida su hijo, y en el culto que le profesan los desorientados y los tontos del mundo entero. Más allá de todo aquello, lo que llamamos narcocultura ha ganado: ha ganado su tabla de valores, han ganado sus prioridades, ha ganado su estética repugnante. Y hay que ser muy ciegos para no rendirse a la evidencia.

A caballo entre el desbarajuste de la narcocultura y la violencia que siempre ha generado el narcotráfico –o cualquier prohibicionismo puritano, como el que trató en otros tiempos de proteger a los norteamericanos del alcohol y sólo consiguió inventar mafias– están los sicarios, que son parte del legado de los años 80. Asesinos ha habido siempre en nuestros países violentos, y siempre ha sido un asunto de cuidado nuestra facilidad para matarnos entre nosotros, pero el fenómeno del sicariato es otra cosa: y no tienen ustedes que haber leído No nacimos pa’ semilla, la investigación estremecedora de Alonso Salazar, para saber a qué me refiero. El asesinato de Villavicencio en Ecuador nos debería lanzar también a ciertas preguntas sobre la descomposición de esta sociedad que ya no sólo fabrica sicarios para sus violencias domésticas. Seis colombianos fueron arrestados después del crimen en Ecuador, igual que lo habían sido antes por el crimen del fiscal paraguayo (un crimen exportado o, si ustedes quieren, trasnacional, aunque ocurriera en la costa colombiana) y antes incluso por el del presidente Jovenel Moïse en Haití. Tres muertos que perseguían a los narcos.

Es difícil no verlos todos como coletazos de una descomposición general que empezó hace cuatro décadas mal contadas; por otra parte, es difícil no pensar que todo es consecuencia del prohibicionismo estúpido que sigue convencido de que está luchando contra la droga, cuando lo que hace es fortalecer año tras año a las mafias traficantes. Cada muerto en esta guerra absurda es una prueba de su fracaso, y no porque sea imposible proteger a los ciudadanos de violencias tan extremas y tan poderosas, sino porque los asesinos son, por lo menos en parte, la creación o la invención del sistema que los persigue: para que haya sicarios se necesita que haya mafias, y para que haya mafias se necesita que haya prohibición. En otras palabras, las víctimas siguen cayendo porque persiguen a las mafias violentas; pero persiguen a mafias que no existían antes de la prohibición; y la prohibición es un invento que supuestamente protege a la gente de sustancias que le hacen daño. Todo es absurdo. Todo podría evitarse. Pero nadie parece dispuesto a tener seriamente esta conversación difícil. Y la descomposición sigue avanzando por América Latina.

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