Brasil y Colombia son los países que más creen en Dios
Una encuesta mundial realizada por el Instituto Ipsos arroja que brasileños y colombianos se entregan plenamente a la fe
En la reciente investigación a nivel mundial realizada por el Instituto Ipsos en 26 países Brasil y Colombia figuran entre los que más creen en Dios, con un 89% y 86% respectivamente. En la cola, entre los menos creyentes, está Japón con un 19 %.
A la pregunta de si la fe en Dios les ayuda de algún modo en los momentos de crisis, también Brasil y Colombia aparecen en primera fila con un 90% y 89%. Casi el total de la población.
Por lo que se refiere a la creencia concreta en el cielo, también Brasil y Colombia se llevan la palma con un 79 y 78%. Al revés, entre los que creen en el infierno figura España con un miserable 22%. Los españoles prefieren apostar en el cielo.
Lo curioso es que el sondeo refleja que los creyentes en general, sobre todo los cristianos, sea católicos que protestantes o evangélicos, aparecen hoy día más conservadores que el mismo Vaticano.
A partir del Concilio Vaticano II, que revolucionó la teología católica, los papas desde Juan Pablo II al actual, han llevado a cabo una verdadera revolución en el tema de lo que puede suceder en el más allá, revisando los antiguos conceptos de infierno, cielo, purgatorio y limbo.
Si hasta entonces dichos estados después de la muerte aparecían como lugares físicos donde se gozaba o sufría, los últimos papas han llevado a cabo una verdadera revolución. Según ellos, incluso el conservador papa alemán, Benedicto XVI, los llamados novísimos no son lugares físicos sino estados espirituales.
Acabó así el infierno con las calderas de aceite hirviendo del infierno como tan plásticamente las describió Dante Alighieri en su famosa La Divina Comedia. Y hasta desapareció para siempre el tan temido limbo de los niños donde iban los pequeños que morían antes de ser bautizados y, por tanto, aún con el peso del pecado original.
La decisión de eliminar para siempre el limbo fue tomada, curiosamente por el papa conservador polaco Juan Pablo II. Y ello tiene una historia que él mismo nos confió un día a los periodistas. Al contar que había conseguido reunir en una misma tumba a toda su familia: “Menos a mi hermana que nació muerta”. Supimos así que el papa Wojtyla había tenido una hermana de la que nunca se había hablado. Contó que ella había nacido muerta. Sus padres que eran católicos fervorosos al no poder bautizarla, ni siquiera la enterraron. La echaron a la basura. Fue algo que Wojtyla, al llegar a Papa no soportó y de un plumazo decidió que el limbo no existía. Su hermana nacida muerta tenía que estar en el cielo.
Puede parecer una simple anécdota, pero es algo más. Antes de que el papa polaco decidiera que el limbo no existía, millones de familias cristianas en todo el mundo sufrieron con sus hijos muertos antes de ser bautizados ya que no podrían estar en el cielo. Y no les consolaba la doctrina de que allí no gozarían de la presencia de Dios pero tampoco sufrirían.
Los más incrédulos ya entonces llegaban a hacer gracias con el limbo. Recuerdo una tía mía andaluza, de Baza, de Granada, muy graciosa que adelantándose a la decisión del papa Juan Pablo II de eliminar el limbo, ya se divertía con él. Cuando salía el tema, decía con su guasa habitual a quienes le preguntaban que era eso del limbo. Solía decir: “Jozú, es un ni fu ni fa. Un quiero y no puedo. Vamos que no sabemos qué es ese lugar tan extraño donde los pobres niños ni se divierten ni sufren”.
Los papas modernos lo entendieron y acabaron convenciéndose que el más allá, del que nada sabemos, no puede ser pensado como una prolongación hasta física con lugares de felicidad o de tortura.
Lo cierto es que, por lo que se refiere sobre todo al infierno, con las calderas de fuego hirviendo, en el que España aparece en los sondeos como la más incrédula, los guasones, incluso creyentes, siempre ironizaron. Recuerdo un chiste que corría cuando yo era joven. Eran dos amigos íntimos. Uno de ellos murió. Cuando el otro también se fue de este mundo, lo primero que hizo fue ir a visitar a su viejo amigo que él consideraba como un santo. Tenía solo un defecto: no soportaba el frío ni las corrientes de aire.
Nada más llegar al más allá se fue al cielo para tener noticias de su amigo que había sido la bondad personificada. Su asombro fue que no estaba allí. Pero sí había sido tan bueno. Resignado se fue a ver en el purgatorio. Quizá su amigo había tenido algún pecado escondido, algún pecado venial y estaba aún purificándose. Pero ni en el purgatorio aparecía. ¿Habría sido condenado al fuego eterno, él tan santo, aunque tan friolero? Resignado, llamó a la puerta del infierno. Cuando le abrieron escuchó una voz que gritaba desde dentro: “¡Por favor cierren esa puerta que entra mucho frío!”. Era su amigo que ni el infierno le resultaba aún lo bastante calentito.
Los chistes, la ironía, la crítica, encierran a veces una sabiduría añeja. Hoy hasta los papas empiezan a entender que ciertos preceptos de la Iglesia son insostenibles en un mundo que se ha secularizado, que ha descubierto hasta la Inteligencia Artificial, que ha dejado muy atrás a la oscura Edad Media, y que ya no comulga, como se solía decir, con ruedas de molino.
Lo que quizá sí seguirá en pie, como aparece en ese último sondeo mundial sobre la fe de los pueblos, es que sigue viva la exigencia del Homo sapiens de creer en algo capaz de descifrarnos el misterio del más allá.
El ateísmo radical, por muy moderno que aparezca, sigue siendo un enigma en un mundo contradictorio en el que, junto a la más rabiosa modernidad, continúa necesitando creer en algo que alivie nuestra finitud y nuestra sed de eternidad.
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