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COCA
Tribuna
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Crisis cocalera

La sobreoferta de la cocaína es una gran ventaja para la paz total pero ni el presidente Petro ni su equipo han logrado entenderla del todo, y mucho menos aprovecharla en su favor

Coca Colombia
Cultivo de coca en Nueva Colombia, en el departamento del Meta, el 21 de enero de 2023.Chelo Camacho

Los últimos seis años de producción cocalera generaron una bonanza criminal sin precedentes: más de 1.500 toneladas de cocaína fueron exportadas anualmente, cada una con una media de cinco millones de dólares de utilidad. Pero toda luna tiene dos caras. Por primera vez la producción nacional superó la demanda global de cocaína y la sobreoferta estalló los inventarios.

El mismo ciclo se ha repetido en Tumaco, Putumayo y las demás regiones con coca: primero bajaron los precios de la base, lo que llevó a los productores a vender a pérdidas; después, cuando muchos esperaban el repunte de los precios e invirtieron en la recolección de la cosecha de fin de año, la demanda colapsó. Desde el inicio de año, la ausencia de compradores frenó en seco la raspa de hoja, las plantas se dejaron de cosechar y los raspachines se quedaron sin quien los contratara. A su vez, los laboratorios del alcaloide se cerraron y toda la producción primaria se desplomó de una manera sin precedentes.

En la parte superior de la cadena, el choque en las rutas ha sido menos fuerte y buena parte de estas siguen activas, especialmente las que usan las pistas aéreas de Venezuela. Aún siguen saliendo los alijos de cocaína que quedan en las caletas —comprada a buen precio durante el lustro de la gran bonanza—.

El reajuste de precios y cantidades de la base de coca toma algún tiempo, pero más temprano que tarde va a ocurrir. El narcotráfico es una actividad de ciclos largos. En promedio, la cocaína se vende en las calles dos años después de ser producida y por eso, aunque la tasa de ganancia es alta, el tiempo de retorno para un capo puede ser de tres a nueve meses según el destino final. Del otro lado de la ecuación no hay señales de reducción del consumo global de cocaína, por eso la temporada de crisis de demanda, aunque drástica, es temporal. Sin duda, el 2024 será un año mucho mejor para los cocaleros, los químicos y los lavaperros.

La buena noticia es que la crisis cocalera es una gran ventaja para la paz total; la mala es que ni el presidente Petro ni su equipo han logrado entenderla del todo, mucho menos aprovecharla en su favor. Hoy, cuando sería más efectiva la erradicación porque no hay quien financie la resiembra (unos seis millones por hectárea), nuestra fuerza pública está paralizada. El balance de hectáreas erradicadas del primer trimestre no llega ni al 1% del área de coca estimada.

La paradoja política es que —dejando de lado los tuits y los titulares de prensa que tanto confunden— cuando se ven los números y las capacidades reales, la política de drogas de Duque y Petro son muy parecidas; llegan al mismo punto a pesar de criticarse a diario. Por un lado, ninguno de los dos Gobiernos asperja con glifosato, el primero porque, a pesar de que lo intentó, no pudo —se asesoró mal, muy mal—; el segundo porque se hizo elegir con la premisa de que el glifosato no iba a regresar.

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Por el lado de la zanahoria también se asemeja el Gobierno presente al anterior. Sabemos desde hace décadas que cuando a la coca le va mal, hay más chance de que al cacao, el café, la palma o los cultivos de ciclo corto les vaya mejor. Pero esta administración, en vez de poner a andar una ambiciosa campaña de sustitución de cultivos, mantiene un PNIS (programa de sustitución) catatónico, desfinanciado y descoordinado, tal cual lo recibió de Duque. Otro error continuado es que ambos Gobiernos le hayan apostado a un programa de sustitución que es absolutamente contrario a lo pactado en el acuerdo de paz.

No hay ni pistas ni realidades de cómo se quiere industrializar el campo en medio de tanta coca. Petro parece más interesado en repetir que en corregir los fracasos que tanto ha criticado. Sus declaraciones recuerdan a la época de Samper y en especial preocupa el anuncio que hizo en el Catatumbo, cuando resucitó la “gradualidad”. Su respuesta a los campesinos que le pedían vías, electricidad, títulos de propiedad y escuelas fue avalarles la siembra de coca y prometerles beneficios monetarios por familia. Esto no es un experimento ni un discurso nuevo, es la gradualidad que se usó durante los años del Proceso 8000 y el dinero terminó en clientelismo y corrupción. Para ser claros, la gradualidad no extingue la coca ni reduce la pobreza rural.

La interdicción es la “estrategia” elegida por Petro (y también por Duque). Operativamente no es otra cosa que abandonar el control territorial y dejar que la hoja de coca se produzca libremente en los campos, para después tratar de agarrarla cuando esté convertida en cocaína y cruzando el mar. Una tesis fácilmente refutable con estadísticas, pero sobre todo nefasta para la seguridad rural.

Algunas declaraciones de esta estrategia son alucinantes. El ministro de Defensa acaba de fijar la sideral meta de más de 800 toneladas de cocaína incautadas para este año. Los números, aunque elocuentes, no tienen el menor sentido de realidad (sería más del triple que en el mejor año del Plan Colombia). Las interdicciones no crecen porque se les den más órdenes perentorias a los generales y almirantes, las toneladas incautadas aumentan cuando hay más radares y más pie de fuerza, más horas de vuelo de ala fija y rotatoria, muchas más patrulleras fluviales, policías judiciales en todo el territorio, escáneres de última tecnología en puertos y carreteras, entrenamiento y cooperación operacional con países vecinos, además de intercambio y asistencia judicial. Y de todo eso hoy tenemos mucho menos que antes.

En esa contradicción entre capacidades reales y objetivos, también se parecen mucho el duquismo y el petrismo. Y entre más se parezcan ambos gobiernos, menos oportunidades tendrá la paz total. Ojalá este Gobierno corrija el rumbo antes de que la demanda de coca se estabilice.

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