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VIVA AIR
Tribuna
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Turbulencia en tierra: así viví el último vuelo de Viva Air

Cuando uno está asustado, cada detalle es una señal, casi una confirmación de que todo va a salir mal

Viva Air
En una fotografía de 2021, un avión de Viva Air en el Aeropuerto El Dorado, en Bogotá.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)

Las alarmas llevaban varios días sonando, aunque yo las oía a la distancia sin pensar que me alertaban directamente a mí. Cada vez más gente hablaba sobre Viva Air; comentaban los absurdos cambios que la aerolínea había hecho unilateralmente en sus viajes. Después de pagar un vuelo en la tarde, recibían una notificación de que ahora tendrían que viajar en la madrugada. Pobres, pensaba yo, no muy preocupado mientras mis vuelos siguieran intactos.

Llegué a Santa Marta el viernes en la mañana, muy temprano. Mi vuelo de 6.26 había salido a tiempo, igual que el de mi novia, que viajaba un par de minutos después desde Bogotá. La crisis de Viva seguía siendo un murmullo que nos rodeaba, pero todavía no se metía con nosotros. Íbamos a un matrimonio y empezó a crecer la preocupación por la llegada de todos los invitados, pues en Medellín ya había manifestaciones alrededor del aeropuerto y se hablaba de que varios vuelos habían sido cancelados. Igual, todos llegaron. Tarde, trasnochados o con cambios de itinerario, pero todos estábamos listos para desconectarnos un poco de la realidad mientras bailábamos (los rolos menos, claro) en un matrimonio en la playa del Tayrona.

Los votos fueron dichos, las palabras de los más cercanos pronunciadas. La playa nos vio amanecer sin preocupaciones. Y llegó el domingo, día elegido por varios para volver a sus ciudades. Mientras tanto, yo, que volvía el lunes en un vuelo a Medellín a las seis de la tarde, empezaba a oír con fuerza las alarmas, que esta vez sí me alertaban directamente a mí. Su itinerario ha sufrido algunos cambios, me avisaba un mensaje de texto. El domingo en la noche, convencido de que me quedaban unas buenas 24 horas cerca del mar, vi como la crisis de Viva tocaba —al fin— directamente a mi puerta: mi vuelo había sido cancelado y reprogramado para las siete de la mañana del lunes. Con el hotel pago un día más, tomamos la decisión de cambiar voluntariamente el vuelo para salir el lunes a las 10.22 de la noche con destino a Bogotá, tal vez haciéndonos los sordos ante las alarmas que sonaban in crescendo.

Y entonces, el lunes, todo se empezó a derrumbar a mi alrededor. Llegamos a tiempo al aeropuerto de Santa Marta y pasaron pocos minutos para que empezáramos a perder la fe: las salas de espera estaban repletas, desconocidos de todo el país hablaban entre ellos y se contaban sus tragedias: unos llevaban desde las 10 de la mañana esperando un vuelo que no llegaba para poder regresar, otros habían tenido que aceptar un bono de hotel para esperar un vuelo al día siguiente (que, claro, no llegó).

Las alarmas eran ya ensordecedoras. Mientras Twitter se llenaba de noticias, Viva, cerca de las 9:45 em de la noche tuiteó un comunicado que me dejó sudando frío en el calor de Santa Marta: la aerolínea informaba que suspendería todas sus operaciones desde las 10 de la noche de ese lunes. 10 de la noche. 22 minutos antes de que nuestro vuelo despegara. Ya con un poco de angustia, vimos cómo la pantalla de la sala dos anunciaba que el vuelo de Viva a Bogotá ya no saldría a las 10.22 sino a las 11:09. Ese retraso fue, para nosotros, una confirmación: no íbamos a poder salir de Santa Marta esa noche en un avión amarillo.

Mientras tanto, varios pasajeros en la sala tres se quejaban cada vez más fuerte porque Viva había sobrevendido el último vuelo a Medellín y cerca de 10 personas se habían quedado en Santa Marta, sin hotel, sin ninguna certeza y con una rabia que ahora los llevaba a insultar repetidamente al funcionario de Viva que parecía estar más enredado que las mismas directivas de su aerolínea.

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Los pasajeros de nuestro vuelo se dejaron contagiar de la angustia y empezaron a insultar a los funcionarios del mostrador de la sala dos. Los temores colectivos eran cada vez más: el avión no va a llegar para podernos ir a Bogotá; si llega, no va a despegar de salida; si despega, igual en la sala hay pasajeros de otros vuelos cancelados y no todos vamos a caber en el avión.

La gente se paró a hacer fila cuando todavía no habían anunciado nada. Estábamos todos ansiosos por ser una excepción, por lograr viajar en una aerolínea que ya había suspendido sus operaciones. Queríamos irnos de Santa Marta, pero, sobre todo, queríamos esquivar la caída de Viva.

Contra mi propio miedo, el avión llegó y nos pidieron hacer fila para abordar e irnos. El abordaje sería por grupos del uno al cuatro. Empezaba el uno, y yo tenía el cuatro. La famosa ley de Murphy. No me voy a ir, no voy a caber, no soy viejo ni niño. Me van a dejar.

Pasó el grupo uno, pasó el dos, el tres y el cuatro. “Bienvenido, Jaime”. Me entregaron un número con un sticker rojo: lo tiene que entregar al subirse al avión. Mi cabeza, demasiado asustada, me convenció de que el sticker rojo significaba que en la puerta me avisarían lo inevitable: el vuelo está sobrevendido y necesitamos que se quede en Santa Marta.

Pero no. Entregué el número con el sticker y me subí, me senté y descansé. Las asistentes de vuelo tenían los ojos hinchados. Tal vez habían llorado, o tal vez a ellas también les habían cambiado inexplicablemente sus horarios. El vuelo se llenó y el silencio reemplazó los reclamos de las salas de espera. Estábamos en camino a Bogotá, todavía con mucho miedo: nadie sentiría calma al viajar en un avión de una aerolínea supuestamente quebrada hasta el punto de tener que suspender sus operaciones de un momento a otro.

Llegamos a Bogotá luego de un vuelo tranquilo. Tal vez nunca había sentido yo un alivio tan grande por llegar a mi ciudad. Pero esta vez era diferente, las alarmas se oían nuevamente a lo lejos, como quien se aleja de un incendio. Habíamos esquivado el desastre y, en adelante, podríamos contar que habíamos logrado subirnos, contra todos los pronósticos, en el último vuelo de Viva de Santa Marta a Bogotá.

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