El poeta vivo más viejo del mundo no le teme a la muerte
Manuel Patrocinio Algarín Palma tiene 104 años, la plaza de su pueblo del Caribe colombiano lleva su nombre y publicó su primer libro a los 77
Manuel Patrocinio detiene, poco a poco, la declamación de uno de sus poemas. Su voz es como un temblor de tierra. La respiración agitada, la piel lívida, el rictus de pavor. Todo le da vueltas. Su corazón palpita más rápido. Inclina el cuerpo en la mesa, se lleva una mano a la cabeza y entorna los ojos.
—Me siento… —balbucea, se queda en silencio y continúa—: Tengo mareo.
—Juan, corre, corre… ¡Es mi papá! Le dio algo —grita nerviosa María del Socorro, su hija mayor.
—Respire, tome aire —le pide Carmen Alicia, otra de sus hijas.
Son las once y media de la mañana y el aire es sofocante. En el corredor, pajaritos gorjean encerrados en pequeñas jaulas. Hay macetas que cuelgan del techo de fibrocemento. En el patio hay más plantas, arbustos y flores. Las hojas no se mueven y el sol es reverberante, implacable. Un verano intenso que nunca termina.
Juan Manuel, su hijo médico, le toma la presión. Está baja, exclama, y ordena que le compren inmediatamente un suero fisiológico. Cuando intenta volver en sí, Manuel Patrocinio trata de entonar el himno de Baranoa, compuesto por él. En 1992, se ganó el concurso de símbolos municipales con la letra del himno; dos de las doce estrofas se las dedicó a Juan José Nieto Gil, único presidente afrodescendiente de Colombia que, en un acto de racismo y exclusión, borraron de la historia. Nieto Gil, presidente en 1861, era oriundo de este pueblo.
Su hijo Juan Manuel explica que la emoción de recitar le produjo el desvanecimiento. Tiempo atrás, le habían detectado una arritmia cardíaca que era mejor no operar. Someterlo a una cirugía a su edad era muy riesgoso. Cuando lo oye, con esa voz ahora opaca, sin brío, dice: “Está desvariando”. A continuación, los hijos se lo llevan a la habitación.
Poco después, Manuel Patrocinio está otra vez lúcido: “¿Dónde está la muchacha?”, pregunta.
Ha sobrevivido a las guerras en Colombia y a la pandemia. Estuvo hospitalizado por Covid, pero lo superó. No toma pastillas, camina sin bastón y se sabe de memoria decenas de poemas. Manuel Patrocinio Algarín Palma nació en 1917 en Baranoa, a una hora de Barranquilla, capital del Atlántico, en el norte de Colombia. Su rostro —pecas cafés, mejillas hundidas— no dejan entrever un hombre que haya vivido tanto. Los 104 años no se le notan en la piel poco rugosa, ni en la melena blanca y abundante, como sus cejas. La poesía hierve en su sangre, se cuela por las rendijas de su casa, estremece su memoria. “Es una pasión inconmensurable”, los ojos le brillan cuando lo dice.
No es un poeta famoso, pero es popular en Baranoa y con eso a él le basta. Profeta en su pueblo, como pocos. Declama con seriedad. Mira a su alrededor, como si estuviera frente a un público numeroso. Conmocionado, extiende o estrecha sus manos, y alarga las palabras, imprimiéndoles cadencia. “Cuando sueño contigo entre mis brazos/ y que tus suaves manos me pongo a acariciar/ las penas que me causan se alejan paso a paso…”.
Escribe poemas, versos alejandrinos, sonetos y acrósticos. Su estilo es romántico. No concibe la poesía sin rima. Le ha escrito al amor, a la labor del campesino, a los pescadores. Al tiempo, a los damnificados, a los amigos que se fueron, a poetas del Caribe como Meira Delmar y hasta a quinceañeras y reinas de belleza.
Hay que hablarle fuerte porque ha perdido la audición. Carmen Alicia, su hija, dice que Manuel Patrocinio se niega a utilizar audífonos. “No me he visto en la necesidad de usarlos todavía”, aclara él.
—¿Qué es lo que más le inspira?
—A mí todo me inspira: un cuadro doloroso me inspira, un cuadro de felicidad, un atardecer lluvioso, un atardecer claro con vestigios de arreboles. A mí todo me inspira: el dolor, la alegría, la tristeza.
Don Patro, como le apodan en el pueblo, aún recuerda los nombres de las calles, cuando no se identificaban con números sino con nombres. Por entonces no había electricidad ni acueducto. Menor de ocho hermanos, creció en una casa de bahareque y paja, rodeado de vegetación y brisa fresca. Se opuso a su destino de campesino. Desde niño ayudaba a su padre en el campo: sembraba zaragoza, fríjol, algodón. Su padre, además de agricultor, vendía sombreros y ofrecía juegos de azar en las fiestas patronales de los pueblos vecinos. El primer viaje a Barranquilla, recuerda, lo hizo con él, a lomo de burro, por una carretera polvorienta. Salieron a las 11:30 de la noche, alumbrados con la luna, y llegaron exhaustos a las seis de la mañana.
—A pesar de ser el benjamín de la casa, mi papá quería tenerme esclavizado en el campo, hasta que un día mi mamá se le cabreó y le dijo: “No va más para el monte, va para la escuela. Si no lo llevas tú, lo llevo yo”.
Manuel Patrocinio cursó estudios hasta cuarto de primaria, cuando era el máximo grado en el colegio. Tenía 18 años. El profesor Rubén Rolong fue quien descubrió su talento de poeta.
—Nos llevaba al campo, a paseos, y después nos ponía a escribir las impresiones; esa era la manera de enseñar. Un día me dijo: “Ya veo que usted le jala a la poesía. Dedíquese”.
Junto a su mentor fundó un periódico, El Saturno, que empezó a circular semanalmente. Ahí publicó su primer poema, Noches claras de verano, en 1935. Poco a poco se fue puliendo. Se convirtió en un lector disciplinado: desde las enseñanzas de filósofos griegos como Sócrates y Platón, hasta autores como Julio Flórez, Guillermo Valencia, Cervantes Saavedra, Quevedo, Rubén Darío. De ellos aprendió el vocabulario clásico que impregna su obra.
No le gusta el uso de la prosa, para él muy directa, de García Márquez. “Tiene una formación muy personal de la literatura en función de la estética del lenguaje (…), por eso no es admirador de la obra de García Márquez”, dice el historiador Néstor Zurita en el libro Manuel Patrocinio Algarín Palma, poeta y referente de la historia.
El episodio que más le ha impresionado del país es la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, cuyo asesinato en Bogotá dio origen a violentas protestas populares. Manuel Patrocinio se precia de ser liberal.
La poesía le ha dado los mayores deleites, pero, como muchos poetas, no ha podido vivir del arte. Trabajó en alcaldías, hospitales y juzgados de distintos pueblos. Llegó a ser alcalde encargado de Baranoa y auditor fiscal en la Contraloría de la República, en Barranquilla. Su retentiva, tan prodigiosa, podía darle el gusto de hacer cuentas sin calculadora y memorizar los códigos judiciales y pronunciarlos. Se jubiló en 1988, después de trabajar durante 40 años.
—Es correcto en sus cosas, honesto y siempre con voluntad de servicio, por eso pudo ascender a esos cargos. Cuando yo estaba en segundo de bachillerato, me puso a leer La Ilíada, pero me la tuve que leer en verso, después La Odisea y La Divina comedia. No me daba plata si no se las comentaba —relata Juan Manuel, su hijo médico.
Aunque había escrito desde la adolescencia, su primer libro, Hojas de otoño, fue publicado en 1995, cuando tenía 77 años. Lo auspició la Gobernación del Atlántico. En adelante le siguieron otros como Luces de mi ocaso y Manantial de acrósticos, que imprimía de forma independiente, sin editoriales de por medio; él mismo los vendía.
Con cinco hijos que alimentar y una fiebre desbordada por la lírica, se levantaba a las cuatro de la mañana a escribir y después iba a la oficina. Escribía los poemas con su puño y letra y, al terminar, pasaba el escrito en limpio en su máquina Olivetti. Los compartía con su sobrina Liliana Devis Algarín.
—Iba a la casa y me decía: “Encontré una palabra nueva” o “Mira lo que escribí, para ver cómo lo oyes”. Y le gustaba que lo escuchara para que le corrigiera, claro que la razón casi siempre la tenía él —dice Liliana entre risas—. Es una persona que une, convoca. Es un ícono, no solo en su generación, sino entre los jóvenes y niños.
Aún hoy, atiende en su casa a profesores y estudiantes que van a consultarle historia o literatura. La plaza del pueblo lleva su nombre. Un discurso suyo no faltaba en los actos cívicos de los colegios o las conmemoraciones de Baranoa. Improvisaba versos.
***
En su estudio hay un escritorio grande de madera, un ventilador, una máquina de escribir Olivetti modelo 1971, escritos a mano, el himno de Baranoa enmarcado y un cuadro de Juan José Nieto. De la pared penden reconocimientos de todo tipo: Honoris Causa, una condecoración del Congreso de la República, una medalla del Concejo de Barranquilla, menciones de honor, una placa en vidrio…
En 1954, se casó con Carmen Elena Blanco, hoy de 96. Entre cortejo y cortejo, entre carta y carta, los amores duraron 15 años, hasta que ella le dio el sí. Tuvieron cinco hijos. “No solamente lo más bonito, sino lo mejor que me ha pasado en la vida, es haber encontrado a la esposa que Dios me dio”.
“Era una joven discreta de azabaches cabellos/ de ojos grandes y con sereno mirar/ Hechizado por ella/ yo seguí tras sus pasos/ decidido y dispuesto a su amor conquistar”.
En 1994, a sus 77 años, se ganó, en Santa Marta, el primer puesto nacional en Poesía y Declamación con La noche del beso robado, que dedicó a su esposa, entonces enamorada, en los años cuarenta. “Le dije mirando al cielo/ Linda estrella, ¿no la ves?/ y al extender la mirada/ a la región sideral/ llevé mis labios ardientes/ por el deseo de besar”.
Manuel Patrocinio solo estuvo una vez en Bogotá, pero regresó pronto espantado por el frío. Su vida siempre ha sido en Baranoa, un municipio que ronda los sesenta mil habitantes. Desde que comenzó la pandemia sus hijos no le permiten salir solo a la calle. Camina sobre el viejo piso de figuras geométricas de la casa, sale a tomar aire a la terraza —quizá estar tranquilo sea el secreto de la longevidad—, se sienta en un mecedor, conversa con su esposa, tomándola de la mano. Por momentos parecen tórtolos. Ella ahora está en silla de ruedas y con problemas de salud.
Solía levantarse en las mañanas a barrer el patio, pero, por miedo a una caída, ahora se lo impiden. Hace ejercicios mentales. Moviendo los dedos, enumera las sílabas de los sonetos. “No creas que estoy hablando solo”, advierte. Ya no lee, pues su visión de cerca se ha deteriorado, pero ve documentales y escucha conferencias de filosofía, semántica o literatura. “Es otra forma de leer”, explica Carmen Alicia.
En el estudio, Carmen muestra algunas fotos: recitando poesía en mitad de la plaza, disfrazado de zorro en el Carnaval del Recuerdo o posando con algún diploma honorífico. Manuel Patrocinio dirigió La Loa de los Santos Reyes, una obra de teatro religiosa, cuya tradición, proveniente de España, tiene más de 100 años. También fue actor y libretista.
Es amante de la música, el jolgorio, el carnaval y el baile. Hasta antes de la pandemia se las ingeniaba para escaparse de la casa. No es que tuviera que pedir permiso, sino que, debido a su edad, estar en tumultos es peligroso. Cuatro años atrás, cuando ya tenía 100 años, estaba desayunando con la familia. En la emisora del pueblo anunciaron la muerte de alguien. “Oh, primo hermano mío. Tengo que dar el pésame”, exclamó Manuel Patrocinio. Era martes de carnaval. Se acicaló y se embarcó en una moto para Galapa, a media hora del pueblo. Se fue solo, sosteniendo las manos atrás, en la parrilla de la moto. Bebió alcohol y bailó, al son de las tamboras, hasta el día siguiente, miércoles de ceniza.
Otro día de carnaval, esta vez en Baranoa, había mandado hacer, con anterioridad, un disfraz. Sabía que si contaba sus planes de salir en un desfile no le dejarían ir. Entonces, metió el disfraz en una bolsa, fue al patio y lo tiró a la calle, por la tapia. “Papi, ¿para dónde vas?, le preguntó Carmen. “Aquí, a la tienda”, le respondió. Fue a la casa de un amigo, se puso su atuendo y se fue. “No lo busquen más, Don Patro está bailando en la calle”, le dijo un paisano a su hija preocupada.
En noviembre pasado, Manuel Patrocinio cumplió 104 años. Sus hijos le llevaron serenata. Bailó, con una de sus nietas, al ritmo de una orquesta con trompetas, saxofones y clarinete. En un video quedó grabado cómo mueve las caderas y da pasos de baile con su mascarilla puesta. Es alegría pura.
—Es el mejor bailador que he tenido, pero ya se agita. Es un coqueto empedernido, enamorador —cuenta Carmen, su hija, en una risa hilarante.
—Las parejas me pelean porque yo me dejo llevar —dice Manuel Patrocino.
—¿Cuál es el secreto para tener la eterna juventud?
—El secreto es… yo diría que cuidarse, no solamente de la salud, yo hablo de cuidarse como persona, porque una estructura material enferma es incapaz de producir, de manera que para que la estructura espiritual pueda producir tiene que tener su estructura material en forma.
***
Uno de los escasos amigos que quedan de su generación cree que Manuel Patrocinio está muerto. David Gómez Durán cumplió 106 años. Arrellanado en su mecedora, habla pausado, como si cada palabra fuera una pieza. A su edad aún es coqueto, lanza besos a las chicas. Le hablo fuerte, como a Don Patro.
—Gran amigo mío. Cuando nos encontrábamos era una dulzura, una miel. Íbamos a parrandas. Un tipo sumamente inteligente. Demostraba cariño, amistad —dice.
—¿Hace cuánto no lo ve?
—Cuando se murió.
—Pero él no se ha muerto. ¿Usted lo aprecia mucho?
—Como si estuviera vivo.
***
Al día siguiente del desvanecimiento, Manuel Patrocinio está más locuaz. Carmen Alicia ha pedido que no le haga muchas preguntas, que lo deje reposar. Es una tarde tibia. Él está sentado en un mecedor en la terraza. Lleva camiseta polo, bermudas, zapatos de cuero; siempre impecablemente vestido. Con voz modulada y gestos histriónicos, recita esta vez un poema que le compuso a su hija mayor, escrito hace 64 años. Hago un amago para interrumpirlo, pero él sigue con la entonación.
—No declame tanto para que se recupere —le digo apenas termina.
—¿Por qué? Si yo no estoy enfermo —dice, con el ceño fruncido.
—Tiene que descansar un poco.
—Al contrario, si no me ejercito me empeoro.
Mientras habla, se escucha la música de un carrito de helados y el pitido estrepitoso de los mototaxis, el principal transporte del pueblo. Una mujer, con niño en brazos, pasa esquivando el sol con una sombrilla. Cada casa tiene un arbusto en la puerta de la calle, pero los andenes desnivelados son tan angostos que la gente camina por la vía principal.
—Vamos al patio, que hace más fresco —ofrece su hija.
Manuel Patrocinio se levanta y camina apresurado. Carmen intenta tomarlo por el brazo, pero él se rehúsa.
—A él no debieron llamarlo Manuel Patrocinio sino Manuel Desesperación, porque es desesperado para todo —dice su hija con marcada ironía.
Cuando me acerco para tomarle fotos me previene:
—¿Estoy peinado?
—Sí. Le quiero tomar unas fotos.
—Pero no me he afeitado, ¿no importa?
Aunque creció en el Caribe, de sus labios no sale ninguna palabra procaz. Repite cosas que ha mencionado, pero se mantiene claro y consistente en todo lo que dice.
—¿Sabe qué implica el valor? Tener amor. Y cuando se tiene amor se va hasta el sacrificio. El hombre que no es capaz de sacrificarse por su prójimo para mí carece de valor. No es lo físico, es su trato. Servir oportunamente, sobre todo en las necesidades, ahí es donde está el valor de la persona, no porque tenga plata, ni porque sea simpático, ni vista bien, sino por sus sentimientos.
—¿Le gustaba más la época de antes o la de ahora?
—La de antes, por aquello de la tranquilidad, la gente era más pacífica, había más amplitud, no desde el punto de vista cultural, sino de la paciencia, el buen comportamiento. La gente respetaba más. Antes la tranquilidad era una belleza y el peligro no estaba a la vuelta de la esquina. Podía uno llegar en la madrugada, y ahora no, hay mucho peligro. Pero el modernismo es el modernismo.
El mundo de Manuel Patrocinio Algarín Palma, a sus 104 años, transcurre entre reflexiones, oraciones, el amor por la vida y recitales en su casa, como si estuviera frente a un público que le aclama. Su mundo, al fin y al cabo, son las palabras.
—¿Le tiene miedo a la muerte?
—¿Por qué? Si yo sé que tarde o temprano tiene que llegar. No hay que tenerle miedo; en la otra vida se vive mejor.
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