Anguelikí, futura madre frustrada de un niño
Una de las tres personas que murieron el miércoles durante las protestas en Atenas estaba embarazada
Anguelikí Risu sabía sólo desde hacía unos días que su primer hijo iba a ser un niño. Las imágenes que con insistencia de foto fija emiten a todas horas las televisiones griegas la muestran como era hasta las 13.30 (hora local, una menos en la Península) del pasado miércoles: morenaza, muy pintada, con ojos risueños y la vida por delante que 32 años de edad permiten esperar.
Cuando media hora después llegó a la sucursal del banco Marfin Egnatia, en el número 23 de la calle Stadiu de Atenas, su marido buscaba esa imagen sonriente y luminosa entre jirones de humo y el goteo que dejaba el rastro de la actuación de los bomberos, sin imaginar que Anguelikí ya era un cuerpo inerte y ennegrecido. "Mi mujer está dentro, tengo que encontrarla", decía, primero tranquilo, luego -afortunadamente para el decoro- fuera de cámara.
Anguelikí intentó poner a salvo su vida y la del bebé que engendraba, pero se asfixió antes de poder salir al balcón por el que otros compañeros del banco escaparon de la quema. Dicen que el suyo era el cadáver más visible, el que enseñaba los zapatos bajo la forja del balcón, pero nadie de la familia ha querido confirmarlo, como si el dato, entre tanto dolor, fuera algo informativamente irrelevante. Su compañera Paraskeví Zulias y un colega varón, Noda, de 36 años, debieron de tener una muerte aún más ciega: quedaron encerrados en algún tramo de los dos pisos mientras la moqueta, los papeles y el plástico del local alimentaban la pira mortal. Anguelikí, por lo menos, atisbó la luz.
El bello edificio neoclásico blanco y amarillo, como tantos otros en Atenas, se convirtió en una ratonera cuando tres encapuchados arrojaron varios artefactos incendiarios caseros, rudimentarios -una botella con gasolina y una mecha de tela de arpillera prendida-, al interior de la sucursal, mientras otros desconocidos descargaban una lluvia de piedras sobre el destacamento de antidisturbios, quienes, encogidos tras sus defensas, ralentizaron unos segundos su respuesta. Los vídeos aficionados que estos días muestran las televisiones griegas reproducen imágenes espeluznantes, de gente pasando de balcón en balcón; pidiendo auxilio a los transeúntes mientras se abanican con un kleenex o con las manos, las caras negras como el hollín. También se oyen fuera de foco sonidos sordos, como de fardos cayendo a plomo: "Mi hijo se tiró al vacío para no quemarse vivo", repite estos días Konstantinos Goliás.
Para la voracidad mediática imperante, se conocen muy pocos datos de las otras dos víctimas mortales: no más que una esquela de la treintañera Paraskeví, pegada en el portal de su casa, y unas pocas fotos de juventud de Noda; unas breves declaraciones de primos lejanos, vecinos y el portero. Lo habitual en estos casos, como el improvisado altar de velas y flores en el lugar de la tragedia, o las concentraciones silenciosas, con el corazón encogido. El entierro de los tres muertos del banco Marfin, cuando concluya el proceso legal de las autopsias, volverá a desatar el paroxismo social que en Grecia parece conjurar la amenaza de la ruina. Pero lo que no se extingue es el poder maldito del fuego, como recuerdan a cada segundo las imágenes del banco hecho una tea. Paradoja: uno de los grupos antisistema griegos, responsable en los últimos meses de varios ataques contra edificios de la Administración, lleva por misterioso nombre "Conspiración de las células de fuego". Pero el miércoles se acabó la poesía en Atenas, y la revolución enseñó su cara de crimen con castigo.
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