El problema griego
El cambio de Gobierno en Grecia, hace poco más de un año, bien puede considerarse el episodio que desencadenó la crisis de la deuda soberana que siguen sufriendo los países de la eurozona, en particular los considerados periféricos: Grecia, Irlanda, Portugal y España. Fue entonces cuando se desvelaron las anomalías y falsedades contables en las que había incurrido la anterior Administración. Los desequilibrios en las cuentas públicas eran muy superiores a los que manejaban Bruselas y los inversores en los mercados de bonos. El rescate de la UE y el FMI, con un compromiso por 110.000 millones de euros, era el primero de esa naturaleza a una economía de la eurozona. La crisis subsiguiente también ha merecido la catalogación como la más grave no solo de la Unión Monetaria, sino del conjunto de la UE. En modo alguno puede afirmarse que esté superada, como las propias dificultades de la economía griega y las primas de riesgo siguen poniendo de manifiesto.
Doce meses después de aquel rescate, Grecia se enfrenta a la muy seria dificultad de atender los vencimientos de la deuda en este y en el año que viene. La ayuda, por cualquier vía de reestructuración o de diferimiento de vencimientos, es de todo punto necesaria. Esa economía ha llevado a cabo gran parte de las decisiones de ajuste impuestas, pero, como la terca evidencia está revelando, de poco sirven ajustes presupuestarios si no hay demanda. Sin crecimiento no se pagan las deudas, y esa economía, con la excepción del magro crecimiento experimentado en este primer trimestre, ha estado en recesión. Paro al alza, confianza de los agentes económicos deprimida y creciente malestar social es el cuadro de un país que los mercados financieros valoran peor que a muchos en vías de desarrollo.
Claro que las autoridades griegas, las anteriores y las actuales, no son precisamente un ejemplo de calidad institucional, tan necesaria para transmitir credibilidad. Pero no es menos cierto que la rigidez de la que está haciendo gala el BCE en la articulación de una salida a la situación creada tampoco facilita las cosas. El rigor es de todo punto necesario, pero en el momento actual lo más urgente es la propia estabilidad de la eurozona. Y como el ensanchamiento de las primas de riesgo pone de manifiesto, los desencuentros entre el BCE y la Comisión a la hora de reorientar la negociación griega vuelven a ilustrar las carencias de coordinación política y a zarandear los cimientos de la propia UE. El BCE, que ya ha frenado el crecimiento y el bienestar de la eurozona con precipitadas elevaciones de los tipos de interés, debería evitar que la unificación monetaria descarrile completamente. Sin eurozona, de poco servirá que el BCE exhiba su hasta ahora poco útil intransigencia.
Grecia necesita en el corto plazo equilibrar exigencias de ajuste con las que posibiliten el crecimiento. No flexibilizar, cuando menos los vencimientos, es una decisión poco sensata. Las autoridades griegas deberán someterse a las prescripciones que la UE y el FMI establezcan, y en un plan a medio plazo, pero sin que las propias terapias acaben con el hoy muy grave paciente ni con los que siguen expuestos al contagio.
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