Siria simula una apertura democrática
El régimen deroga la Ley de Emergencia tras 48 años pero amenaza con mano dura contra las manifestaciones - La oposición asegura que mantendrá la protesta
El Gobierno sirio aprobó ayer el levantamiento del estado de excepción. Lo hizo tras perpetrar una nueva matanza de ciudadanos en Homs y con el país sumido en una crisis excepcional, justo el tipo de situación en el que ninguna dictadura aliviaría sus leyes represivas. Acto seguido anunció que no se toleraría ninguna protesta pública. Los mensajes contradictorios emitidos por el Gobierno de Bachar el Asad solo podían interpretarse como una exhibición de cinismo o como una señal de que el régimen empezaba a descomponerse por dentro.
El estado de excepción estaba vigente desde 1963, el año en que el partido nacionalista Baaz, de vocación totalitaria, se hizo con el poder. Durante casi medio siglo, a lo largo de la presidencia de Hafez el Asad y de los 11 años en el cargo de su hijo y heredero, Bachar el Asad, las leyes excepcionales suprimieron los derechos de manifestación, reunión y expresión y permitieron a las fuerzas de seguridad detener y torturar sin ningún tipo de límites. Resultaba paradójico que esas leyes, diseñadas para sofocar de raíz las rebeliones contra la dictadura, fueran a ser abolidas en el mismo momento en que el Ministerio del Interior denunciaba la existencia de "una sublevación armada de grupos salafistas".
El Gobierno achaca los desórdenes a una supuesta revuelta salafista
El ministro del Interior, Mohamed Ibrahim al Shaar, se justificó con esa presunta sublevación islamista para ordenar a los sirios que se abstuvieran de participar en cualquier protesta pública y amenazó con aplicar a los manifestantes "las leyes en vigor", en referencia, se suponía, a las leyes de excepción que su Gobierno quería supuestamente suprimir.
El estado de excepción iba a seguir vigente al menos hasta principios de mayo, porque los miembros de la Asamblea (designados por el presidente) debían reunirse para refrendar la decisión gubernamental. En cualquier caso, el anuncio satisfacía una de las grandes reivindicaciones de la protesta popular iniciada en Deraa a mediados de marzo y extendida al resto del país.
La renuncia a unas leyes muy impopulares, pero muy útiles para un dictador, suponía una enorme concesión por parte del presidente El Asad. Cabía dudar de que el anuncio tuviera efectos estabilizadores: en anteriores revueltas como la tunecina y la egipcia, cada cesión realizada por el poder reforzó la legitimidad de los manifestantes y alentó nuevas protestas. Las dictaduras de Túnez y Egipto acabaron derrumbándose bajo la presión popular. En Libia, en cambio, el dictador prefirió la represión a sangre y fuego y la guerra. En Siria aún estaban abiertas ambas vías. Justo después del anuncio hubo una manifestación prolibertad en Banias. Y la oposición anunció que mantenía sus protestas callejeras.
El Asad mantenía desde el principio de la revuelta siria una actitud difícilmente descifrable. Prometía reformas, hablaba de tolerancia, sonreía, y a la vez desplegaba a sus fuerzas de seguridad y a bandas de matones fieles al régimen en una operación represiva de extremada violencia. Podía tratarse de una exhibición de cinismo, dirigida tanto a sus conciudadanos como a Washington, donde parecía asumirse que El Asad representaba el mal menor y que el colapso de su régimen podía sumir en el caos al conjunto de Oriente Próximo. También podía tratarse de un síntoma de desorientación y descomposición interna, con agudas contradicciones entre un presidente de instintos reformistas (y aún popular en cierta forma) y sectores especialmente inmovilistas del régimen, representados por el general Asef Shawqat, cuñado del presidente y jefe del Ejército, y por Mahir el Asad, hermano del presidente y jefe de la Guardia Presidencial.
En poco más de un mes, las víctimas de los disparos policiales se contaban por centenares. Con el país cerrado a la prensa extranjera y con los periodistas locales sometidos a una rígida censura, solo se disponía de testimonios telefónicos no contrastables. Pero todas las fuentes coincidían en señalar la brutalidad del régimen y en denunciar la inexistencia de la presunta sublevación de bandas fundamentalistas islámicas, la excusa esgrimida por el Gobierno para justificar el creciente número de víctimas. Durante el mes de protestas, solo el centro de la capital, Damasco, había permanecido libre de tiroteos y matanzas.
En Homs, una ciudad industrial con 700.000 habitantes, la situación parecía crítica. El lunes por la tarde, miles de ciudadanos iniciaron una sentada en la céntrica plaza del Reloj para protestar por la muerte de 12 personas tiroteadas por la policía. Los antidisturbios cargaron al anochecer con porras y gases lacrimógenos, y luego ametrallaron a la multitud. Toda la noche hubo disparos. "Las balas caen como lluvia", dijo un testigo a BBC. Las calles de Homs permanecían ayer desiertas y los comercios, cerrados. Solo circulaban patrullas militares. El número de víctimas de la noche de violencia era aún desconocido.
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