Gadafi contraataca por tierra
Las tropas leales al régimen matan a decenas de personas en Misrata - La insurgencia es incapaz de combatir por indisciplina y falta de armas
Muamar el Gadafi quizá ha dicho una verdad: no contempla la rendición. Es imposible discernir qué decisiones adoptará un dirigente de su calaña, pero es seguro que observa complacido las fisuras en la alianza internacional y, consciente de que el proceso judicial en La Haya no tiene vuelta atrás, el tirano, ya sin salida decorosa, juega la carta de la crueldad. Asedia ciudades, masacra civiles, y corta el suministro de agua y luz a urbes como Misrata, la tercera población de Libia, cuyos 300.000 habitantes padecen el cerco desde hace un mes y ataques con artillería pesada desde días atrás.
Decenas de civiles han muerto en Misrata, entre ellos cuatro niños que fallecieron ayer despedazados cuando su familia huía de la ciudad en coche. Gadafi ataca a una insurgencia incapaz de entablar un verdadero combate porque su armamento es raquítico y su despliegue, anárquico. Daba lástima ayer hablar en el frente con Jamal Zuaye, un coronel de la aviación que se alistó a la rebelión y al que los milicianos no hacían caso. Zuaye era la viva imagen de la impotencia.
Gadafi, el golpista que se alzó al poder hace 41 años no ignora que, incluso sin poder utilizar sus aviones y helicópteros, su Ejército es infinitamente superior a los insurrectos libios. Y sin escrúpulos para castigar al pueblo que dice le adora, ha provocado una catástrofe en Misrata, 200 kilómetros al este de Trípoli. Médicos consultados por Reuters aseguran que operan en los pasillos, en el suelo, de la clínica a un sinfín de heridos de bala y metralla. Muchos se quedan sin atención.
La zona de exclusión aérea decretada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas es papel mojado cuando los tanques del dictador se parapetan en el centro de una ciudad. "Falta personal, camas y medicamentos", lamentaba un doctor desde Misrata. Zintan, a poca distancia al oeste de Misrata, sufre la misma suerte.
El 22 de febrero Gadafi prometió morir como un "mártir". Conquistó con brutalidad Zauiya, al oeste de Trípoli, el 10 de marzo. Sus tropas cruzaron el desierto expulsando a los milicianos de las instalaciones petroleras de Ras Lanuf y Brega, ya en el oriente de Libia. Los leales al coronel se apoderaron de Ajdabiya y avanzaron 160 kilómetros hasta Bengasi, capital del alzamiento el 17 de febrero. Los bombardeos de los pilotos franceses frenaron su marcha, y los uniformados de Gadafi retrocedieron el domingo.
A las afueras de Bengasi, todavía humea la chatarra de los tanques y blindados que el autócrata desplazaba para, había dicho, "aniquilar a los traidores". Aún arde un inmenso depósito de nafta en Zueitina, un pueblo sin asfaltar que acoge una de las cuatro grandes estaciones eléctricas del país. Otras aldeas cercanas llevan días sin luz porque dos de los tres tendidos eléctricos fueron derribados. Atrincherados ahora los soldados del dictador en las calles de Ajdabiya, los insurgentes intentan forzar su retirada de esta arenosa localidad de 100.000 vecinos.
En nada ayuda a los sublevados su propia actitud. "Quieren luchar y es muy difícil que obedezcan órdenes. No podemos ni rescatar a los muertos, ni disponemos de armas para enfrentarnos a los tanques y misiles de Gadafi, que ha tomado Ajdabiya. Después de los bombardeos de la aviación francesa, creció nuestro ánimo para pelear, pero no hay cadena de mando", admite el coronel Zuaye, cuya esposa y cuatro hijos se esconden en esta ciudad. ¿Comunicaciones entre los rebeldes? "No tenemos", sentencia. Las camionetas llenas de milicianos se dirigen a Ajdabiya cuando les viene en gana. Y se prodigan en un ejercicio tan inútil como ridículo: montados en camionetas disparan a menudo al aire sus fusiles y ametralladoras, bien lejos de sus enemigos. Tal vez, lo único que hacen correctamente es repartir bocadillos de judías con salsa y agua. ¿Se puede luchar en estas condiciones?
No es posible lanzarse a la batalla cuando suceden incidentes como el ocurrido ayer a las puertas de Zueitina, a media decena de kilómetros del frente. Un hombre con uniforme aparentaba dar órdenes; decía ser vecino de Ajdabiya. De pronto, se acercó otro individuo de esta población que afirmó no conocerle. Y brotó la sospecha. El que ejercía de oficial acabó trasladado a Bengasi para comprobar su identidad. Todos creen, y pueden tener razón, que espías de Gadafi se infiltran en sus filas.
"Estamos convencidos de que Gadafi tiene suficiente dinero, oro y diamantes para librar la guerra", comentaba a este diario Mustafá Gheriani, portavoz del Consejo Nacional, el Gobierno de los alzados, que rechazan que militares foráneos pisen su tierra, aunque recen para que los cazas aliados machaquen a las tropas de Gadafi. "No a la intervención extranjera", rezan carteles colgados en avenidas de Bengasi. Y el lema añade: "Podemos hacerlo solos". En absoluto parece que así pueda ser. Defenestrar al odiado régimen exigiría un buen suministro de armamento de países occidentales, mucho adiestramiento y disposición de los insurrectos a someterse a una pizca de disciplina.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.