Libia no es un asunto de EE UU
Nadie ha llegado a los excesos de Hugo Chávez, que lo condecoró con la Orden del Libertador y le entregó una réplica de la espada de Bolívar, pero los países europeos han llevado la voz cantante en el proceso de reconciliación con Muamar el Gadafi desde que Tony Blair estrechó la mano del dictador y le ofreció su amistad en una jaima de Trípoli en 2004. Desde entonces, Gadafi hizo visitas históricas a Francia, Italia y España, donde fue recibido con todos los honores.
Estados Unidos se sumó con gusto a esa corriente: levantó las sanciones a Libia, permitió el retorno de sus petroleras y algunos de los viejos colaboradores de George Bush se convirtieron en lobbystas de Gadafi en Washington. Pero siempre estuvo un paso por detrás de Europa. El único encuentro entre Obama y Gadafi fue en la cumbre del G-8 celebrada en Italia en 2009 y nunca se le ha permitido al líder libio salir del perímetro de Naciones Unidas durante sus viajes a EE UU. Ronald Reagan ordenó el bombardeo de Libia en 1986 y sus sucesores estuvieron activamente implicados en el acoso a Gadafi cuando se le tenía por un promotor del terrorismo, pero posteriormente Washington ha preferido siempre que el trato con el líder libio lo dirijan los europeos.
Así quiere que siga siendo ahora. Obama no ha hablado del asunto desde que estalló la revuelta en Libia, y cuando Hillary Clinton lo ha hecho ha sido dentro del contexto de las protestas en varios Estados de la región. El portavoz de la Casa Blanca ha explicado que su Gobierno quiere sumarse a "la voz de la comunidad internacional", pero está claro que EE UU no desea el protagonismo que ha tenido en los casos de Egipto y Bahréin. Por tres razones principales: no tiene intereses vitales en Libia, carece de comunicación con ese régimen y está ocupado con la situación en el Golfo, en Yemen y en países de Oriente Próximo en los que tiene mucha mayor influencia.
EE UU sufre las consecuencias del aumento de los precios del petróleo, pero no importa crudo de Libia ni se siente directamente afectado por la permanencia o el derrocamiento de Gadafi, más allá de lo que eso signifique en la configuración del nuevo orden que Obama tiene que diseñar en el mundo árabe.
Visto desde aquí, hay otras prioridades más acuciantes en esa misión: promover reformas para evitar la desestabilización en el Golfo, intentar poner al día al régimen de Arabia Saudí, tranquilizar a Israel sin irritar a los palestinos, evitar que Irán saque provecho de la situación y, como en el caso del Yemen, impedir que las protestas puedan ser un arma para Al Qaeda.
Ponerse al frente de la actuación internacional contra Gadafi exige, además, un precio que EE UU no encuentra por ahora mucha razón para pagar. Sacar adelante una resolución de sanciones en el Consejo de Seguridad de la ONU obliga a doblar el brazo de Rusia y China, que no sienten ninguna presión para actuar con urgencia. Aun en el caso de aprobar esas sanciones, estas serían probablemente ineficaces a corto plazo si no van acompañadas de medidas de coerción para su cumplimiento. Eso significaría el uso de fuerzas militares por parte de la OTAN y, en última instancia, dar argumentos para la demagogia de que la VI Flota acababa imponiendo la democracia en Libia.
En una situación tan fluida y confusa como la que el mundo vive hoy es difícil aventurar cuál será el próximo movimiento. Pero EE UU se resiste a caer en ese escenario. Como han dicho hasta ahora sus portavoces, prefiere seguir la iniciativa de la comunidad internacional, lo que equivale a decir que quiere que Europa, que sí ve amenazados en Libia aspectos importantes para su economía y su seguridad, se ocupe de esa crisis. Una llamada de Obama a Hosni Mubarak para pedirle una transición "ahora" aceleró los acontecimientos en El Cairo. Otra llamada posterior al rey de Bahréin sirvió para retirar las tropas de las calles de Manama. Obama no puede repetir eso en Trípoli. Otros que parecían haber llegado a buenos términos con Gadafi tendrán que hacer esa llamada.
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