"Queremos volver"
Los romaníes expulsados a Rumania ya planean el regreso ante la falta de expectativas económicas en su país
Con un hacha roída en la mano derecha y sujetando un perro bulldog con la izquierda, sale la señora C. a la verja de su casa cuando oye llegar los coches. En cuanto ve al alcalde junto a las desconocidas, se relaja. Sonríe. "Bon jour", saluda en francés esta mujer con falda hasta los tobillos y la cabeza cubierta por un pañuelo desde la frente. La familia fue expulsada de Francia en agosto y regresó a su pueblo, Barbulesti, a 55 kilómetros de Bucarest. Al fondo, en el porche, dos mujeres bañan a un niño. Poco tarda en aparecer su marido, I. C., apodado Merisor (manzanita). "Mire, no quiero hablar, no quiero darme a conocer como la oveja negra, porque quiero volver a Francia", explica.
El 53% de los rumanos culpa a los gitanos de su marginación
Merisor, pantalón de pinzas y camiseta negros, abronca en voz baja al alcalde por llevar a la prensa hasta su casa, grande, pintada de rojo chillón, con pagodas en el tejado de chapa. Responde con sendos noes a si las autoridades francesas les tomaron las huellas dactilares o les hicieron firmar algún documento. No hay manera de convencerlo. No quiere dar más detalles, contar cómo era su vida en Francia. "Tengo derecho a no hablar", dice. Por supuesto. Parece claro que no habrá entrevista. La visita se despide. En ese instante, I. C. pregunta: "¿Me puede ofrecer algo por la entrevista?". La respuesta es "no". El alcalde se despide apresuradamente y se larga.
Los 700 gitanos rumanos repatriados este verano desde Francia han vuelto a sus casas o a las de sus parientes, la mayoría en zonas rurales. Quieren pasar desapercibidos, que la polémica amaine y regresar a Francia en cuanto puedan, según coinciden varias ONG locales dedicadas a esta minoría, la más marginada (y odiada) de Rumania. Su vida en Francia (o en España o en Italia) es dura, pero mejor que en su patria, donde la aversión hacia ellos es cotidiana. Son los últimos de la fila en un país sumido en una gravísima crisis económica que ha requerido brutales medidas de austeridad.
La protesta contra "las expulsiones colectivas" frente a la Embajada francesa en Bucarest reunió ayer a poco más de un centenar de manifestantes, casi todos gitanos, casi todos varones, enfundados en unas camisetas con el lema "Rom pakivalo" (gitano de fiar). Uno de ellos era Livin Calderari (de calderero), de 26 años, repatriado este verano desde Lyon, donde trabajó de camarero. Calderari, americana, vaqueros rasgados y zapatillas de marca Puma, también pretende regresar a Francia cuanto antes.
Más de un tercio (38%) de los rumanos encuestados la semana pasada, en plena polémica, considera que la vuelta a su patria de los deportados (como Livin o la familia C.) supone un peligro real para ellos o para sus familias; el 29%, en cambio, no ve riesgo. Sin embargo, casi la mitad asegura condenar las expulsiones.
Lo que el sondeo del Instituto Rumano para la Evaluación y la Estrategia no precisa es a qué obedece ese desacuerdo: quizá a la preocupación por la legalidad de la medida o quizá al rechazo a que vuelvan a Rumania. Una mayoría (53%) culpa a los gitanos (estimados en dos millones, casi un 10% de los rumanos) de su marginación, opinan que no pueden ser integrados en una sociedad europea porque ellos mismos no quieren que los integren.
"¿Cree usted que si tuvieran trabajo aquí se irían de su casa?", exclama Ion Cutitaru (de cuchillero), alcalde del mencionado Barbulesti, un pueblo de 7.003 habitantes (el 99,5% de etnia gitana).
Cuando se le pregunta cuántos vecinos tienen un trabajo en la economía legal, los enumera uno por uno. "Veinte", responde. El resto se buscan la vida, cuenta, como jornaleros en lo que salga o viven de ayudas estatales, un máximo de 80 euros por familia, sin importar el tamaño de la prole.
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