La guerra de Felipe Calderón
México está librando una guerra universalmente considerada "a vida o muerte" contra el narcocrimen organizado. Respetados autores sostienen, sin embargo, que el combate es innecesario, improductivo e inventado.
Las estadísticas son pavorosas: 16.000 muertos en los últimos tres años para una población de unos 100 millones, causados por y entre los miembros de las bandas, con un caliginoso punto g en Ciudad Juárez, fronteriza con EE UU y millón y medio de habitantes, donde ya ha habido 500 asesinatos en lo que va de año. Los muertos, pese a todo, parece que se pesan más que se cuentan, porque la internacionalización del conflicto sólo data del penúltimo fin de semana, cuando en esa localidad mataron a tiros a tres norteamericanos de origen mexicano, vinculados al consulado local estadounidense. Sólo entonces Obama anunció la intervención de Washington en el conflicto.
El inicio de la solución del problema del narco reside más allá de la frontera de México
Felipe Calderón ya había sostenido en su inauguración en diciembre de 2006 la necesidad de una acción sin cuartel contra el narcotráfico, al que acusaba de haberse constituido en un poder que amenazaba al propio Estado; de originar un gravísimo aumento de la violencia en el país, y de disparar el consumo de drogas, sobre todo entre la juventud, como se resumía en un patético eslogan gubernamental: "Para que la droga no llegue a tus hijos".
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar argumentan (El narco: la guerra fallida) que la razón de la ofensiva es, diferentemente, la necesidad que sentía Calderón, del partido derechista PAN, de construir su presidencia en torno a un gran objetivo para compensar el déficit de legitimidad derivado de unas elecciones que ganó por estrechísimo e irregular margen al izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO para mexicanos), del PRD. El sicariato, afirman esos autores, existe desde hace décadas sin que jamás haya puesto en peligro el Estado; con anterioridad al sexenio de Calderón no sólo no crecía la violencia, sino que declinaba; nada permitía afirmar, aun según cifras oficiales, que aumentara el consumo ni entre menores ni mayores; y tampoco favorecía el narco el contrabando de armas procedentes de EE UU -que recibe la totalidad de la droga que pasa por México- cuyo número se mantenía moderado y constante.
El narco era un león dormido o una sociedad criminal, pero enfrascada en sus negocios, con la que se había convivido tanto tiempo sin mayores percances, que mal podía convenir ahora despertarla. Y al parecer de ambos politólogos, cabría añadir que el sicariato no constituye una guerrilla como las FARC colombianas, sino que su organización se halla más próxima a la intangibilidad de Al Qaeda, por lo que resulta difícilmente erradicable: las policías locales están a sueldo de los traficantes; la Policía Federal deserta para hacer otro tanto; y el Ejército -varios miles de hombres patrullan hoy en Ciudad Juárez- no ve culminada su ambición con una guerra callejera, para la que le sobra potencia de fuego y le falta adiestramiento.
¿Pero puede un gobernante que aspire a algo más que vivir al día, ignorar una enfermedad que aún en estado estacionario mina y envilece el país? En cuanto se ha abierto la veda del narco se ha comprobado que aunque los forajidos no tengan "zonas liberadas" como el Petén en el micro-Estado de Guatemala, sí son capaces de causar fuertes bajas a las fuerzas de seguridad, así como de destruir la imagen exterior del país. ¿Puede México en su progresiva conversión a la democracia rehuir el enfrentamiento con ese enemigo, aunque éste haya sido de comportamiento tan cauto hasta la fecha? La distinción entre potencia y acto que formulaba Aristóteles induce a prevenir el mal cuando aún se halla en estado de potencia, en vez de dejar la curación para cuando ya sea acto. Tarde o temprano alguien tenía que coger el toro por los cuernos.
El nacionalismo chilango se siente incómodo con el envío de agentes del FBI para castigar a los criminales por su osadía, pero el principio de solución del problema reside más allá de la frontera. No sólo EE UU alimenta el comercio ilícito con sus 20 millones de consumidores, sino que sólo la complicidad de los servidores de la ley en el lado norteamericano explica su permanencia y auge. Al presidente colombiano Ernesto Samper, Washington tuvo la desenvoltura de retirarle el visado por presunta connivencia con los carteles, pero nadie le reprochará a Obama que no se emplee a fondo para cegar el paso de la droga por la frontera de Río Bravo.
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